Saturday, August 27, 2011

TEJER EL TEATRO CALLEJERO AL HILVANAR EL PASADO

  Patrón Horizontal del Vestido-Títere de Guante del grupo Umakantao:


     Este patrón es parte de uno de los folletos que Umakantao ofrecía en sus presentaciones de teatro callejero a fines de los años 70 en Quito. Es un producto de la cultura popular de las plazas que permitía a los teatreros recaudar contribuciones económicas de los sectores populares que los observaban.
Foto: Irina Verdesoto


 

 

Por Irina Verdesoto


Resumen


Se presenta la etapa del teatro callejero en los años 60 y 70 en varias plazas y avenidas del Centro Histórico de Quito, a partir de las acciones urbanas del grupo de artistas los Canchis, los recitales en espacios abiertos de los poetas de la calle y la creación del primer grupo de teatro callejero llamado Umakantao. El análisis recoge las experiencias de estos “intelectuales subalternos urbanos” (Gramsci, 1992, Crehan, 2002) quienes irrumpieron de modo sistemático los mencionados espacios públicos transitados por sectores populares, para ofrecerles: poesía, canciones, teatro, títeres,  poemarios y folletines con sus creaciones.


Introducción


En la actualidad en la ciudad de Quito, no es gran novedad encontrar en una plaza del Centro Histórico o en el Parque El Ejido a una multitud que se divierte y ríe a carcajadas reunida en torno a un actor, una actriz o un grupo de artistas callejeros, conocidos como teatreros y teatreras[1] de la calle. Pero ¿desde cuándo se dan en Quito de manera sistemática estas producciones simbólicas y manifestaciones de arte popular? y ¿quiénes fueron los pioneros y las pioneras del teatro callejero?
Al respecto realizo una investigación de tesis, y en esta oportunidad comparto con ustedes testimonios de teatreros, teatreras y artistas plásticos que estuvieron inmiscuidos en la emergencia del arte callejero de los años 60 y 70 en la ciudad y que participaron en el Conversatorio Teatro de la Calle y Arte Popular[2].

Los Canchis


Los Canchis[3] en la década de los 60, la juventud del mundo despertaba en rebeldía, la rebeldía era el pan del alma del mundo y los pueblos se revelaron contra el imperio que se había apropiado de casi la mayoría de las naciones del mundo después de la Segunda Guerra Mundial, entonces, el artista plástico Mario Cicerón (MC, 2010) nos cuenta que


la cultura en esta sanfrasciscana ciudad no podía ser otra, que la contrapropuesta, la contracultura, en el caso del arte, esa posición contraria a los sitios, a los círculos de arte: museos, sitios de educación, universidades, galerías, en fin, por lo que algunos sectores de trabajadores del arte de la ciudad buscaron espacios alternos: un café de calle, un bar, cualquier cosa menos los lugares tradicionales.


Al calor de este ambiente contestatario, en 1965 surgen los Canchis, un grupo de creadores iconoclastas que irrumpen en espacios públicos con “acciones urbanas” en el Parque La Alameda, junto al monumento a Simón Bolívar, frente al edificio del ex Banco Central. Mario recuerda: “salgo al parque, cargo el caballete, los aperos, la pintura y me pongo a pintar, una actitud autogestionaria. A la semana siguiente sale otro compañero, la siguiente otro de los panas y se genera un espacio de trabajo sistemático por casi dos años, no se peló uno”.
El parque adquiere un donaire singular, pues a los atractivos del lugar se suman actividades de danza, canciones, muestras de libros y esta propuesta de los Canchis “buscó hacer extensible el conocimiento poético, político y sobre todo la sensibilización de quien nos podían escuchar”, dice Mario y concluye: “Allí estaban Héctor Cisneros, Germán Núñez, Barrera, Eduardo Muños, Mauro Ávila corresponsal desde Colombia, Bruno Pino que estaba en Manta, Mario Vargas que estaba encerrado [en la cárcel] y yo; todos los que estábamos allí militábamos en el MIR[4], militantes posiblemente de una facción política, pero sobre todo éramos militantes de la humanidad”.
En este quehacer político artístico humano, los Canchis realizaron performances literarios, acciones urbanas de varias manifestaciones artística y abren un espacio de presencia y opinión del arte contestatario de los 60. Como señala Mario: “la lectura de la poesía que la hacíamos en espacios abiertos: plazas, sindicatos, liceos, salíamos de la ciudad y nosotros teníamos algo de interés, poníamos un mise en scène, teatralizábamos, era nuestra técnica para captar al espectador, vestíamos de negro… alguna cosa, nos uniformábamos para diferenciarnos”.
Las acciones urbanas y los recitales poéticos se incorporan a los “espacios compartidos (…) como las peleas de gallos, los toros, las festividades de corpus, el carnaval, las tabernas, chicherías y casas de juego”[5], y se generaron “nuevos espacios compartidos” heredados del mestizaje entre “merolicos”[6], “charlas”[7] y artistas volcados a las calles, con definida actitud artística política y humana en las plazas más centrales de la urbe, situación que no era fortuita, sino que obedecía a la tradición histórica de configuración urbana en torno al comercio, similar


[a] otras ciudades andinas, [pues el comercio] se organizó a partir de las plazas de mercado y las calles del centro. El comercio contribuía a la circulación de todo tipo de gente por el centro de la ciudad. Además permitía la reproducción de una cultura material popular y una cultura corporal basada en cruces y encuentros (Kingman, 2009: 20).


El ejercicio de esta “cultura corporal basada en cruces y encuentros” ha caracterizado al comercio del centro de Quito, donde “merolicos” y “charlas” confluían en “la reproducción de una cultura material y popular” con su mercancías, pregones y técnicas populares de comercio, que se sumaron a la manifestaciones artísticas de las artes plásticas, la danza, las canciones y el teatro de espacio abierto enmarcados en una rica “cultura popular” (Bajtin, 2003).

Los Poetas de la Calle


A fines de los años 60, Bruno Pino[8], que participaba con los Canchis y otros talleres literarios del momento, decidió salir a las plazas con su poesía, él “se propuso probar que el pueblo es muy sensible al arte”(IP, 2009) y junto al guitarrista y cantante Diego “Tamuka” Piñeiros[9], declamaba en las plazas: Santo Domingo, San Francisco y la Avenida 24 de Mayo. Bruno decía:


¡Ojo! que la gente espera en las plazas
historias para no ser contadas
canciones que nadie canta
retretas que suenan como botellas
cayendo de su soledad vacías.
Los poetas decimos:
hemos venido a contar
las historias en busca de los puentes
que no se han levantado
y también de las piedras
cuyo corazón ha de servir para recabar
frases lindas y tristes.


Esta práctica de compromiso “político artístico humano”, como nos dijo el pintor Cicerón, se consolida en Quito en los años 70 tempranos. De manera particular en la Avenida 24 de Mayo, que fue “un río de hablantes y voceadores” (RT, 2010): transeúntes, comerciantes, compradores, paseantes, funcionarios públicos y personas de toda laya, y fue el eje de cruces, encuentros y miradas de toda índole del centro de la ciudad.
Una de sus esquinas era la de los músicos ciegos, quienes entonaban en sus acordeones tonadas andinas, pasillos, yarabíes, boleros, etc., a la espera de alguien que les lleve para dar una serenata o para amenizar compromisos sociales. Alrededor de esta Avenida de amplio parterre se ubicaban sitios de diversión como eran las chicherías y cantinas (la famosa “Rey Zar”), las casas de meretrices (Las Flores del Califa entre tantas), los billares y otros juegos populares; acompañados del constante bullicio de la feria, olores de comidas, canciones, saludos, peleas, piropos y abrazos de despedidas.
A esta ciudad alegre, bohemia, viva, de colores andinos llega en 1976 una muchacha suiza, una aprendiz de técnicas de tejido precolombino, quien sin saberlo, sería parte del enriquecimiento del arte popular callejero de Quito: los títeres y el maquillaje blanco. Ella era Santuzza Oberholzer[10], quien recuerda:


Un día en la Plaza San Francisco veo a dos muchachos con una guitarra que hablan, que recitan poemas y ¡me enamoré! ¡Me enamoré! del sentido que tenía ese arte que ellos hacían y me parecía que esa era la forma de llegar a concretizar mi idea también de hacer arte entre la gente y para la gente. Esos dos hombres eran: un flaco, con cara de ratoncito que cuando actuaba parecía que le daba el viento de los páramos, Diego Piñeiros “Tamuka” y el otro que tenía una cabellera de león era Bruno Pino (SO, 2010).


Santuzza al comienzo se incorpora a la movida callejera tocando la guitarra y cantando con Diego “Tamuka”, pues, dice: “se oían mejor dos guitarras” y con el tiempo, propone a los compañeros hacer títeres para los niños lustrabotas, cargadores, albañiles, vendedores, que compartían con ellos tarde a tarde en la 24 de Mayo, la Plaza San Francisco y la Plaza Santo Domingo. Rememora “construimos unos títeres de papel periódico con cola de zapatero y esa cola era ¡horrible! El primer retablo fue una tela sujetada por dos personas del público, después construimos un retablo de verdad”.
Mientras los tres actuaban en los sitios mencionados, otra persona, que pertenecía a los Canchis, destacaba con carisma, talento y mensajes sociales desde el Atrio de la Catedral. Era el poeta, obrero y sindicalista Héctor Cisneros[11] quien recitaba para los transeúntes de la Plaza Grande, mientras los campanarios tocaban cinco campanadas:


¡A las 5 de la tarde! Un padre de familia
se toca los bolsillos vacíos
y no sabe cómo dar café a sus hijos.


Héctor, se sumó al trabajo de teatro callejero de Bruno Pino, Diego “Tamuka” Piñeiros y Santuzza Oberholzer


[su] tránsito por los barrios quiteños [como poeta de la calle] y por la literatura tuvo algo del rumor amenazante de la volatería de las fiestas populares, con diablos, vacas locas y los payasos danzantes al ritmo de la Banda de Zámbiza (Oviedo, 2005: 19).


Los 70 eran difíciles porque el país estaba en dictadura de Velasco Ibarra y estos productores de sentidos simbólicos y arte popular tenían confrontaciones constantes con la policía; la Policía Municipal les impedía actuar sin permiso en los espacios públicos, permiso que su militancia artística y humana no consideraba digna, la Policía Nacional les reprimía por los temas de alto sentido contestatario al gobierno de la dictadura y la Migración, buscaba a la muchacha suiza, que no tenía documentos de residencia en Ecuador. Santuzza menciona:


Teníamos una red, que era la red de protección de la mayoría de los ambulantes de la calle. Habían unas personas que controlaban, a una cuadra de la plaza, para avisarnos si durante la función llegaba la policía. Nosotros no considerábamos colegas a los teatrantes [teatristas] que actuaban en las grandes salas, nuestros colegas eran los culebreros, los que vendían remedios para el mal de amor, hombre que tenía un lorito que buscaba los papelitos del destino, a esos considerábamos los colegas.
La única diferencia era que ellos se ganaban el pan… bueno, nosotros también nos ganábamos el pan con lo que ponían el público en la gorra, la única diferencia era que nosotros pretendíamos hacer arte e información popular. Dábamos en forma teatral, las noticias derechas, porque las de los medios de información eran al revés, se iban vendiendo poemarios editados de la manera más rudimentaria, se iba publicando escritos en máquina de escribir con cuatro copias en papel carbón, a veces unos amigos nos prestaban un mimeógrafo, hasta que aprendimos la serigrafía.
Fue el pintor Ramiro Jácome quien nos enseñó [la serigrafía y], con ese arte podíamos hacer las carátulas de algunos poemarios. Cuando llegó la fotocopia fue una maravilla, se comenzó a hacer collages, se mezcló el diseño con telas, con varias texturas, con estampas antiguas, con fotos para ilustrar a los poemarios.


La producción y venta simbólica de los poemarios y folletines con las “noticias al derecho porque los medios las dan al revés” fue uno de los más significativos aportes de esta etapa del teatro de la calle al mundo urbano de la plaza pública.
La elaboración artesanal, casera y de pocos ejemplares daba un valor adicional a la adquisición de estos documentos populares, que fueron fuente de diversión e instrucción del público de la plaza, que se constituía principalmente por vendedores ambulantes, lustrabotas, trabajadoras sexuales, personas desempleadas y demás transeúntes que se fascinaban ante la presencia del arte callejero y, tenían la posibilidad de llevarse un poemario de los poemas que escucharon o de la historia que vieron por unas cuantas monedas.




Afiche antiguo del grupo Umakantao: Realizado con la técnica de la litografía. El Grupo Umakantao participó en la creación de los barrios populares de Quito a fines de los años 70 y 80.
Foto: Irina Verdesoto

Grupo Umakantao



Se conforma por los poetas de la calle Bruno Pino y Héctor Cisneros, el músico Diego “Tamuka” Piñeiros, Santuzza Oberholzer y Iván Pino, hermano menor de Bruno. Estos artistas populares en los años 70 protagonizaron el teatro de la calle en el Centro Histórico de Quito, se auto-identificaron como “colegas” de “merolicos” y “charlas” y sus mensajes eran de “arte e información [y formación] popular”, pues la difusión de las “noticias al derecho porque las medios las daban al revés” eran el sustento de su labor teatral, la misma que había heredado la técnica de los vendedores populares.


El Bruno decía que había que aprender (...), no tanto de Bertold Brecht[12], como de los ‘charlas’ y en realidad, para estar en el teatro de la calle hay que aprender cosas de esa gente, primero hay que cuadrar a la gente[13] (...) y [si] no tienes algo para atraer, la gente pasa, te ven y se van, te ven como a un loco (IP, 2009).


La técnica de construcción de la escena callejera se operativiza en las nociones de “estructura” y “escena abierta” de Jorge Acuña Paredes[14]. “La estructura [de la obra de teatro callejero que él instituyó en Lima desde principios de los años 60] debe considerar la formación del ruedo, la pasada de la manga o sombrero y el remate o venta de objetos que el actor ha llevado para que los espectadores se lleven un recuerdo” (Salazar, 2002: 2).
“La pasada de la manga o el sombrero y el remate o venta” que apunta Salazar es para Vich “una característica básica que bien podría llamarse la economía del humor, es decir, el interés de intercambiar un conjunto de representaciones (...) por dinero en efectivo” (Vich, 2001: 13), lo que para Baudrillard (1970) es la “economía del signo” analizada en la “lógica del consumo” como un “proceso de significación y de comunicación” que se enlaza a un “proceso de clasificación y diferenciación social[15]”, que en el caso de la obra de teatro de la calle en la recolección mediante la “pasada de la manga o el sombrero” implica un consumo simbólico del arte del actor, pero que no se encuentra determinada por el poder adquisitivo del espectador. Los actores callejeros “pasan el sombrero” y luego venden algún objeto, pero “pasan el sombrero” en los puntos de giro dramáticos[16], pues la presentación de obras, narraciones orales de cuentos, humor, fonomímica se basa en el concepto de escena abierta de Jorge Acuña Paredes:


Para él una historia contada en la calle, no puede ni deber ser contada como en una sala cerrada. Debe tener una estructura abierta, que permita ir contando la historia y abriéndola. Vale decir, permitir que lo que ocurre en la calle sea rescatado para enriquecer la historia o el momento y luego continuarla, abriéndola y cerrándola las veces que sean necesarias (Salazar, 2002: 2).


De esta manera, estos teatreros y teatreras de la calle, impulsaron un proceso de sistemática irrupción en plazas y avenidas, generando a diario conmoción a los controles del orden de la ciudad. Sus temáticas expuestas a viva voz mediante la poesía, el canto, el teatro o los títeres y, en ocasiones también, la venta simbólica de sus poemarios, folletines, cancioneros y hojas volantes, la gran capacidad de subvertir el orden del espacio público; ya que el momento del ruedo, de manera efímera y no por eso poco importante, proponía un diálogo subalterno en espacios de continuo fluyo de peatones y reflexión de la vida del habitante común, que por alguna razón detenía su caminar y se paraba a escuchar lo que le decían los artistas callejeros. 
Los teatreros y las teatreras de la calle eran reprimidos como los demás mercaderes ambulantes. Iván Pino recuerda “no podíamos trabajar sino le hacíamos el quite a la Policía Municipal, cosa que hasta ahora existe, entonces por hacer cultura popular fuimos al Penal muchas veces”, por la auto-adscripción popular desplegada como “intelectuales subalternos[17] urbanos” (Gramsci, 1992) capaces de expresar de manera crítica las noticias, la poesía y las canciones que acompañaban el andar social y político de Quito. En este sentido, los teatreros y teatreras de la calle se  auto-identificaban con las clases populares y su constante presencia en los espacios públicos del centro de la ciudad, chocaba con las ordenanzas de la autoridad del uso “oficial y con permiso” de los espacios públicos del centro de la urbe.




Iván Pino, actor y dramaturgo de teatro político. Integrante del Grupo Umakantao.
Foto: Irina Verdesoto

La Policía Municipal se convierte en el actor institucional antagónico del arte callejero porque su labor es hacer cumplir leyes y ordenanzas del uso “oficial o con permiso provisional” del espacio público, en sentido “civilizatorio y disciplinario” (Kingman, 2009: 20) del control de la población de la ciudad mediante operaciones diarias de vigilancia y represión visibles a estas expresiones de “cultura popular”; pues de cierto modo, los actores callejeros eran confundidos como una modalidad nueva de “merolicos”, “charlas”, ambulantes, gente ociosa, y en ocasiones locos, quienes al deambular libremente, eran sujetos sospechosos, y en casos de reclusión, como registra el Parte Policial N° 38 de 1978, citado por Iván Pino:


Hoy 24 de Agosto de 1978 a las 6 p.m. en la Avenida 24 de Mayo, el sujeto de nombre Iván Pino fue sorprendido practicando la brujería, con el fin de estafar a la gente, para lo cual se valía de un par de muñecos; parte que pongo en consideración del Comisario de turno, deposito también el par de muñecos como prueba de la infracción. Policía Jorge Cabascango (Pino, 2002: 12).


De este modo, “como prueba de la infracción” [histórica] el arte popular callejero en Quito franquea los límites del uso del espacio público en constante disputa por las ordenanzas legales y los cánones de la cultura oficial. El teatro de la calle se legitima y se queda en “la lleca[18]” de manera tradicional desde la época del grupo Umakantao hasta la actualidad.
A fines de los 70 se integra Carlos Michelena al grupo Umakantao. Él constituye el eje  “el auge teatral informal” (Ibarra, 1998) de los años 80 y 90, cuando el teatro de la calle se mantiene en el Centro Histórico y además amplía su radio de acción al parque El Ejido; tema para una próxima entrega.

Conclusiones


Las condiciones sociales de Quito en relación a la situación socio política del mundo en la década de los años 60 son marco de la emergencia de las manifestaciones de arte en la calle. Inicia la irrupción sistemática en el espacio público de las acciones urbanas de los Canchis, que derivan en la presencia de los poetas de la calle y cierran este etapa de constitución el grupo Umakantao con un abanico de manifestaciones artísticas populares: poesía, canciones, teatro, títeres, poemarios y folletines con “las noticias al derecho pues la prensa las daba al revés”.
Los productores de sentidos simbólicos y expresiones artísticas de esta etapa tenían una auto-adscripción a la cultura popular, como lo revela Santuzza, se sentían colegas de merolicos y charlas y no de los actores de los espacios formales. Es decir, en términos de Bourdieu (1997) identificaban su quehacer en la “baja cultura”, a partir de su  conciencia de militancia “política artística humana” reflejada en sus creaciones de la calle y para la calle.
La presencia constante del teatro callejero en los espacios públicos de concurrencia masiva, como fueron varias plazas del Centro Histórico de Quito y la Avenida 24 de Mayo, creó una suerte de tradición del arte de la escena abierta. Si bien, su presencia no era autorizada, esta contravención a la autoridad caracterizó su propuesta de libre voz y complicidad con el público. Dándose una “economía moral de la multitud” (E.P.Thompson, 1979) entre los espectadores del teatro de la calle que se sentían “identificados y solidarios” (IP, 2009) con los teatreros y las teatreras, a los que  defendían del permanente desalojo de la Policía Municipal. Situación que no siempre quedaba en ataque y defensa, pues también pagaron encarcelamiento los actores callejeros, bajo la figura legal de manifestantes.
El rol de la Policía del Municipio en cuanto al control de los espacios públicos y la vigilancia del acatamiento de las leyes y ordenanzas se tornó en el actor institucional antagonista del protagonismo del teatro callejero. Una estrategia del arte de calle de esta etapa fue hacer obras de teatro donde se reflejaban las condiciones sociales de estos policías. Hubo una famosa obra que trataba sobre la vendedora ambulante perseguida por un municipal, la misma que en sus múltiples versiones invitaba a la reflexión masiva de la presencia y abuso de la autoridad, maltrato físico y en ocasiones encarcelamiento de las “evidencias: títeres” del delito de uso no oficial del espacio público.



Entrevistas


Entrevista a Iván Pino, 15-02-09. IP, 2009
Conferencias y viedoconferencia realizadas en el Conversatorio de Teatro de la Calle y Arte Popular, Hemiciclo Flacso. Ver nota al pie 2.
Conferencia de Mario Cicerón, 4-03-10 (MC, 2010)
Conferencia de Iván Pino, 4-03-10 (IP, 2010)
Conferencia de Ricardo Torres, 4-03-10 (RT, 2010)
Videoconferencia de Santuzza Oberholzer, 4-03-10 (SO, 2010)



Bibliografía


Bajtin Mijail (2003). La cultura popular en la edad media y en el renacimiento: el contexto de François Rabelais. Alianza Editorial, Madrid.
Bourdieu, Pierre (1997). Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción. Barcelona, Editorial Anagrama.
Crehan, Kate (2002). Gramsci: culture and anthropology. Los Angeles: University of Carolina Press, Berkeley.
Gramsci, Antonio (1992). Selections froms the prision notebooks. New York: International Publisher.
Girardin, Jean-Claude (1976). Signos para una política: Lectura de Boudrillard, Barcelona, Editorial Anagrama.
Ibarra, Hernán (1998). La otra cultura: imaginarios, mestizaje y modernización. Quito, Abya Yala.
Kingman, Eduardo (2009). “Orden urbano y trajines callejeros”, en Provocaçoes da Cidade, Mariluci Guberman e Diana Araujo Pereira: organizadoras, Rio de Janeiro: M. Guberman: D. Araujo Pereira.
Oviedo, Ramiro (2005). “Yerba buena nunca muere” en Héctor Cisneros, el poeta de la lleca. Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Quito.
Pino, Iván (2002). Acerca del teatro de la calle. Editorial Pedro Jorge Vera, Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Quito.
Salazar, Hugo Fernando (2002). “El teatro en las duras calles del pueblo de Rimaq, Perú 1998-2003”. Ensayo del autor a partir de su experiencia actoral. Lima, Quito, no publicado.
Thompson, Edward. P. (1979) “Economía Moral de la Multitud”. En Tradición, revuelta y consciencia de clase. Barcelona. Editorial Crítica Grijalbo.
Vich, Víctor (2001). El discurso de la  calle: los cómicos ambulantes y las tensiones de la modernidad en el Perú. Lima: Red para el desarrollo de las Ciencias.



Notas


[1]  Este es un concepto del argot teatral con el que se autodenominan las personas que hacen teatro popular en Latinoamérica. En sentido estricto el actor o actriz de teatro es un teatrista, o sea artista de teatro, por lo que la palabra teatrero o teatrera lleva consigo una carga social de lo popular, que dependiendo de las circunstancias podría ser usada como un término de prestigio o de desprestigio.
[2]  Evento realizado los días 4 y 5 de febrero de 2010 por el Programa de Antropología y la Biblioteca de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Flacso Ecuador. Coordinado por Irina Verdesoto, como parte de su investigación de tesis de la Maestría en Antropología: Espacios y Memoria del teatro de la calle. Disputa actual por el uso del espacio público, dirigida por Eduardo Kingman G. Por tanto, los testimonios de las personas citadas en este documento, fueron expuestos de manera pública y generosa en el mencionado Conversatorio.
[3] Canchis es número siete en kichwa.
[4]  Movimiento de Izquierda Revolucionaria.
[5]  Una crónica del siglo XIX citada por Kingman (2009) señala que los “espacios compartidos” se caracterizaban además por “el gusto por la música indígena o de origen indígena [que] era frecuente entre blanco-mestizos hasta avanzado el siglo XX, así como el manejo del quichua como segunda lengua (…) [y también por] creencias compartidas, como muestran las devociones de santos y vírgenes (Kingman, 2009: 7).
[6] Los “merolicos” son personas que caminan por zonas de comercio recitando pregones para vender sus mercancías, que llevan colgadas al cuerpo, como vitrinas móviles y parlantes. Carlos Michelena (uno de los más importantes Teatreros de la Calle de Ecuador), diría: en los merolicos ya se ven colgados elementos parateatrales porque hay que crear para vender.
[7] Se nominan “charlas” a los vendedores ambulantes que gracias a su capacidad de convocatoria y persuasión oral logran rodearse de personas para vender sus productos. Las mercaderías son de muy variadas condiciones: objetos utilitarios, ungüentos para todo tipo de males, talismanes, artículos que adivinan el futuro y demás. En ocasiones usan barajas mágicas y pequeños animales amaestrados que dan respuestas insólitas y hacen rutinas acrobáticas por unas monedas. En Quito, varios charlas tenían un maleta grande, donde decía que estaba la famosa Marta Julia, una culebra de la que extraían “manteca de culebra” que la ofrecían para curar la artritis, las reumas, el resfriado, el mal de amores, el colerín, la suerte o cualquier necesidad física, emocional o espiritual, lo interesante es que casi nunca se vio a Marta Julia salir de dichas maletas.
[8] Bruno Pino (1945-2004). Poeta de excelente voz y cualidades histriónicas. Su hermano Iván Pino (IP, 2009) cuenta que “era jodidísimo de carácter, no daba concesiones a nadie, se aisló, porque decía las cosas de frente entonces en las instituciones no le apreciaban porque cuestionaba mucho, era un espíritu libre y murió así. Viajó a Tumbes a recibir un homenaje, a su retorno al país en Guayaquil, quizá, le atropelló un carro y tiempo después encontraron su cadáver en un basurero de esa ciudad. Se recomienda remitirse al libro Antología Poética de Bruno Pino editado en 2007 por la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión.
[9] Diego “Tamuka” Piñeiros, “músico y precursor del teatro de la calle prematuramente fallecido” (Pino, 2002: 5). Se dice que fue un ser encantador, un gran músico, con alto carisma personal y talento.
[10] Santuzza Oberholzer, en 1976 llega a Quito y se integra a las actividades de arte callejero con Bruno Pino y Diego “Tamuka” Piñeiros. Trabaja con ellos en plazas del centro de la ciudad, introduce técnicas de diseño, elaboración y animación de títeres orientadas principalmente a los niños y niñas de esos sectores. Tras un corto viaje a Lima, visita por encargo de Bruno Pino a Jorge Acuña, el gran mimo peruano, considerado uno de los primeros exponentes del arte en espacio abierto en Lima; Acuña, maestro de Bruno Pino y discípulo de Marcel Marceau, le enseña la preparación del maquillaje blanco para el rostro. El mismo que con el paso de los años se popularizó en el teatro  ecuatoriano, en la escena callejera y en la escena de sala. Santuzza desde 1986 dirige la compañía de teatro y títeres "Teatro dei Fauni" en Locarno, cantón del Tesino, Suiza y mantiene constante comunicación con América Latina a través de la difusión de sus creaciones.
[11] Héctor Cisneros (1946-1986) poeta de la calle, cadenero del Ministerio de Obras Públicas y dirigente sindical, en sus inicios declamaba solo su poesía en la Plaza Grande y la 24 de Mayo. Recordado por entregar en hojas sus poemas a la gente que le escuchaba y a veces, recibir una retribución solidaria.
[12] Dramaturgo, poeta, actor y director de teatro alemán (1898-1956). Sus obras eran expresiones de un compromiso político de izquierda opuesto a la corriente del drama realista (Stanislavski), en oposición a la ilusión teatral y a la identificación aristotélica con los personajes, mediante la técnica del “distanciamiento emocional” tanto del actor como del espectador con respecto a la obra de teatro. Brecht marcaba la vanguardia teatral en occidente en los 70 y el grupo Umakantao, no asumió su legado militante europeo para el espectáculo callejero, sino que retomó las técnicas de venta de “merolicos” y “charlas” del comercio popular de la ciudad.
[13]  Cuadrar a la gente o armar el ruedo en el argot teatral se entiende por organizar la disposición espacial entre los actores callejeros y su público ubicado en un círculo o rectángulo de personas que rodean al acto escénico de la calle. Al cuadrar a la gente se conforma un escenario evanescente que caracteriza al teatro de la calle porque demarca el escenario con los espectadores quienes prestan oídos, paran su andar y se quedan a participar del arte popular. Este ruedo, es una demarcación escénica espacial y temporalmente momentánea, del punto de representación a diversos sujetos sociales: transeúntes, personas desocupadas, estudiantes, vendedores ambulantes, marginales de distintas layas y turistas entre los más relevantes.
[14] Jorge Acuña Paredes se considera el pionero del teatro de la calle ne Lima. Fue la primera persona que armó un ruedo en la plaza San Martín [de Lima] y [fue] maestro de la técnica de la escena en espacio abierto.
[15]  Baudrillard realiza una crítica posmarxista al incorporar al debate de la economía política (valor de uso + valor de cambio de los objetos) su propuesta de economía del símbolo establece una trilogía entre sujeto, signo y objeto (Girardin, 1796: 5-6). En este sentido, el consumo del teatro de la calle tiene un complejo valor simbólico, es aquel despliegue valor con la contribución económica en la pasada del sombrero o en la venta de algún recuerdo, como señala Salazar (2002), por tanto, no es a secas la “economía del humor” en términos de Vich.
[16]  El punto de giro es el evento o acontecimiento que da un nuevo rumbo a la historia, generalmente sorpresivo al revelar algo inesperado o realizar una acción insólita que complica la historia y pone en otro nivel el tema. En el teatro de la calle el punto de giro produce una suerte de umbral en el que el actor callejero aprovecha para la recolección de donativos económicos.
[17] La noción de intelectuales de Gramsci (1992) la uso para determinar la capacidad de improvisación, performance, lenguaje e histrionismo de los teatreros en la producción de sentidos simbólicos, por su sentido identitario –interior– de la gente de teatro y de diferenciación –exterior social. Se aclara que el límite de Gramsci es considerar a los “intelectuales orgánicos” como miembros especializados de las clases fundamentales (burguesía y proletariado en el caso del capitalismo), y aunque reconoce que todos los sectores sociales tienen su intelectualidad, les otorga primacía ontológica a las clases denominadas fundamentales, cuya existencia está basada en su posición frente a la producción. En este caso, se plantea como “intelectuales subalternos urbanos” a los teatreros y teatreras de la calle, no porque se haya dado la emergencia de nuevos sectores sociales y generado su correspondiente intelectualidad, sino que se han posibilitado una articulación entre estos grupos urbanos flotantes y la práctica de teatreros y teatreras orientados a lo popular. Por tanto, su utilidad descansa en lo que aporta para entender cómo y mediante qué mecanismos la producción discursiva integral –palabra, gestualidad, oralidad escénica, movimiento, valores– reproduce y contacta creativamente con los significados pre existentes en el mundo de las culturas populares urbanas, otorgándoles nuevos sentidos potencialmente compartidos por aquellos estratos subalternos.
[18] Manera coloquial de nombrar a la calle por parte de Bruno Pino y Héctor Cisneros, los poetas de la “lleca”. Donde les esperaba el “público, aquel monstruo de mil cabezas”.

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