Sunday, February 23, 2014

CALL ME A ROMANTIC





By Ms. Dinorah


Here again is the challenging blank page. A (this) page needs to be filled with words that can possibly turn into ideas. It doesn’t matter, at least at this particular moment in time, when I am beginning to look for ways to simply catch my own desire, whether they are good or bad. There is no such thing as good or bad ideas, or should I say just words at the moment?  I am not necessarily thinking of ideas. When I think of ideas, I imagine a child building a sophisticated sculpture in the winter, a blue and white depiction of Elsa’s frozen castle in my mind, Anish Kapoor’s Tall Tree and the Eye. Yes, thinking of ideas is a sophisticatedly painful process. Pure words, on the other hand, give us certain relief from anxiety although they are not easy to find –at least at (in) this particular moment in time.
A week ago, on Valentine’s Day, I opened my browser and went to my Google homepage. There were 6 little hearts, with love words and phrases stamped on them. I could only spend a minute watching the beautiful view. (My mom was celebrating her birthday, and we wanted to go shopping after lunch). I spent the rest of the afternoon with the image of the vibrant floating hearts in my head as if they had been created for me! I was so delighted that I didn’t feel the need to question why I had experienced this, almost intuitive, connection with the fragile Google hearts. Call me a romantic, if you want. Or, you may say I am a dreamer, but I am not the only one. I have always loved to dream –romantically.

A romantic girl I am
from the land where palm trees grow…

I wonder what kind of words my fourth grade class would use to finish these verses. What kind of words would you use? Think of rhyming words, for example. (Grow rhymes with…) I am thankful I don’t have to hide who I am anymore. When I was little, I had a crush on Patrick Swayze –and guess what, I had watched the movie Dirty Dancing without my thick giant glasses. No, I wouldn’t have admitted this painfully genuine truth in college when I was so desperately trying to fit in. What is your definition of yourself? I didn’t start wearing contact lenses until I was twelve, but if I am not mistaken, which I may be, as my student, or your friend and soul sister Elena, as she herself would put it –did you have the chance to remember her letter?-, my first love was Bruce Lee. I must have been five years old. “Would you please help rephrase what I just wrote so I am not misunderstood?” –I ask the man in the still mask. But, this is a calm, quiet, playful test. It is a test of my confidence or my faith in him although it sort of looks like a trap. Then again, we must free ourselves from getting trapped into ideas, especially those that will take us nowhere, in search of lost time with Marcel Proust, or as Joyce Meyer says, “…around and around the same mountain.” That’s why we have words. Couldn’t we just have a real conversation?
I wanted to say “Thank you!” to the Google team for creating the messages of the hearts. I felt a little melancholic that morning even though it was mom’s birthday. I wanted to tell him I love you. I mustn’t have been necessarily thinking of the (my/his) idea of love, just the words, which, at this particular moment, are the truth.

Friday, February 21, 2014

GARABATO No. 47



     

Por Eduardo Rodríguez Solís


      Leopoldo estaba entrando en una especie de locura. El ambiente que lo rodeaba era nebuloso, como si fuera una calle de Londres a las cinco de la mañana.
      No sabía qué hacer.
      Todas las tardes, cuando regresaba del taller mecánico donde trabajaba, se encontraba, en la esquina de Avenida D y Magnolia Street, junto a un letrero de “no vuelta a la izquierda”, un títere desgarrado, desconchinflado.
      Y como tenía buen corazón, y era muy compasivo y amigo de los juguetes, lo recogía con cuidado, y se lo llevaba a su casa.
      Ya en su departamento, se dirigía a una puerta, que tenía el letrero “cuarto de títeres”… Entraba y colgaba al nuevo inquilino en una de las cuerdas que iban de pared a pared.
      Pero, qué caray, ya eran más de una centena los títeres ahí colgados. La mitad hombres y la mitad mujeres. Y todos con vestuario distinto.
      Ahí, en ese tendedero, había payasos, magos, policías, bomberos, hombres elegantes, vagabundos, bailarinas, mujeres mal vestidas, mujeres bien vestidas, enfermeras, cocineras… De todo. Ahí había de todo.
      Pero lo desagradable de la situación era que a las doce de la noche, siempre, con luna o sin luna, se quejaban amargamente todos los títeres. Y en sus reclamos se escuchaba la urgencia que tenían de volver a actuar en un escenario.
      --Pero, ¿cómo voy a resolver ese problema? –se preguntó Leopoldo.
      --El asunto se resuelve si construyes un pequeño teatro de títeres –dijo una titiresa.
      --¿Y quién va a mover todos los hilos? –preguntó Leopoldo.
      Entonces un títere payaso dijo que los hilos los iban a jalar ellos mismos.
      --Unos títeres actúan y otros jalan los hilos –dijo una titiresa gorda.
      Usando tubos de metal y soldadura, Leopoldo y sus compañeros mecánicos hicieron el esqueleto del teatro, y las esposas de algunos compañeros de trabajo cosieron telas que se insertaron en los tubos.
      ¡Y el teatro más lindo del mundo quedó listo!
      Buscaron todos un lugar para colocar el teatro y se toparon de repente con un parque que tenía al centro un quiosco morisco.
      --Aquí van a ser las funciones –gritó Leopoldo.
      Y el día del estreno Leopoldo y sus compañeros mecánicos se disfrazaron de payasos y se pusieron a repartir volantes para que la gente se acercara al teatro.
      --Dos funciones. Dos. Dos funciones. Dos –gritaban los payasos, y se arremolinaba la gente.
      Las primeras dos funciones tuvieron gran éxito, pero sucedió algo muy extraño. Un viejito llegó con unos policías de verdad y acusó de ladrón a Leopoldo.
      El viejito, llorando, lleno de rabia, decía que Leopoldo le había robado más de cien títeres.
      Leopoldo se defendía diciendo que él se encontraba los títeres tirados y abandonados en la calle.
      En fin, el caso se fue hasta los tribunales y Leopoldo perdió en parte el caso, y tuvo que regresarle al mentiroso viejito cincuenta títeres.
      Y el día en que Leopoldo pagó esa multa de cincuenta títeres, todos los títeres del mundo lloraron, sin parar, más de trescientos días.
      Pero el resto de los títeres siguió con sus funciones en el quiosco morisco.
      Con algo de melancolía y con algo de tristeza se daban las funciones, y los títeres que actuaban pensaban mucho en los títeres que no podían actuar.
      Después de las tantas visitas a los juzgados y los enfrentamientos con los jueces de la implacable justicia, Leopoldo se maquillaba el rostro y se volvía payaso, para después ir por calles enlodadas y empedradas. Había que lanzar pregones para que la gente fuera a las funciones de títeres.
      Se ponía su nariz roja de bola, y hacía muecas y alharacas. Y pensaba que nuestro planeta, con gente que se iba y gente que nacía, tenía muchos oficiantes en cada rama. Eran demasiados los que querían ser médicos… Lo mismo sucedía con los carpinteros, los músicos y hasta con los títeres del mundo.
      Muchos hacían las cosas y muchos tenían que resignarse observando el trabajo de los afortunados.


Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)


Sunday, February 16, 2014

GARABATO No. 46



     
Por Eduardo Rodríguez Solís


      Cuando fueron a la parte de atrás de la casa que se rentaba tuvieron ante sus ojos una gran tinaja de barro, convertida en un macetón lleno de flores.
      --¿Y esta cosa tan rara? –preguntó uno de ellos.
      --Es un tinajón de Camagüey –dijo el viejito que cuidaba la casa.
      --¿Y qué es eso de Camagüey? –alguien preguntó.
      --Camagüey es un pueblo mágico. Está en territorio cubano. Y ahí si quieres vivir en una verdadera casa, la casa tiene que tener un tinajón –dijo el viejito.
      Entonces el viejito, después de desplegar un mapa del caribe, y de señalar con una marca dónde estaba Camagüey, dijo que al principio de los principios, cuando no había acueductos, la gente del lugar almacenaba el agua de lluvia en un tinajón. Y con este líquido la pasaban más o menos bien en las épocas de calor y de sequía.
      Y luego, el viejito brincó y dio como tres vueltas en el aire, como acróbata profesional, y se transformó en una especie de hechicero. Entonces, su vestimenta era muy colorida y llena de cosas que colgaban.
      --Y déjenme decirles que si alguien llegaba a tu casa y bebía agua de tu tinajón, uno tenía que volver y volver y volver a visitar tu casa, como si estuviera encantada –dijo el viejito, danzando alegremente por todo el patio.
      Después de esta gran actuación del viejito, la familia decidió rentar esa casa, pero se metieron en la cabeza limpiar el tinajón, para que volviera a ser depósito de agua de lluvia.
      Entonces, sacaron tierra, plantas y flores del tinajón, y con todo esto, adornaron las esquinas del patio y del frente de la casa.
      Y una noche cayó un gran aguacero y el tinajón se llenó de agua de lluvia, y toda la familia vio a través de una ventana, que muchos duendes y pequeñas hadas corrían y revoloteaban alrededor del tinajón.
      Con esa agua mágica hicieron un gran negocio, pues agregando jugo de limón y azúcar morena hicieron una limonada que vendieron de casa en casa.
      Y toda la gente del barrio, al probar la limonada, se volvió gente buena y amable, cosa que antes no era.
      Y el barrio se volvió una ciudad inmensa, pues todos querían estar cerca del tinajón mágico.
      Y cuando ya no cabía ni un alfiler más en el barrio, alguien tuvo la idea de construir tres edificios tan altos como el Empire State Building de la ciudad de Nueva York.
      Ahí, albergaron a ciento cincuenta familias en cada uno… Y esas torres se volvieron los condominios más poblados del planeta.
      Y cinco años después, alguien tuvo la feliz idea de estacionar, anclado a la punta de una de las altas torres, un enorme zeppelin, que se volvió un Mall prodigioso, donde había de todo.
      Qué barbaridad… Lo que se puede hacer con un tinajón de Camagüey…


Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)


Wednesday, February 12, 2014

GARABATO No. 45




Por Eduardo Rodríguez Solís


      Petronila Nepomucena Dolores, que se llamaba así, y que no se quitaba ninguno de sus nombres, porque decía que así completo, su nombre sonaba como el canto de un pájaro azul, vivía en un viejo castillo, absolutamente abandonado, muy cerca del río Rhin.
      Ella solita, había construido en el gran patio del castillo, en el mero centro, una casita que era como la cabaña de unos leñadores. Ahí vivía.
      Y en lo que era el verdadero castillo, no habitaba nadie, y si alguien caminaba por ahí dentro era o un ratón o una cucaracha.
      Este castillo tenía más de cincuenta habitaciones o cuartos o salones. Y en cada puerta, Petronila Nepomucena Dolores había pintado un número con gris blanco… Esto lo había hecho para saber dónde estaba, si es que se le ocurría merodear por la prodigiosa edificación.
      En la parte norte del gran patio del castillo había un jardín que tenía flores de todos tipos y colores. Ahí se pasaba las horas Petronila Nepomucena Dolores.
      Un día, de los primeros de una primavera, estaba la niña Petronila Nepomucena Dolores limpiando y recogiendo hojas secas y conchas de caracoles de su jardín… Y al mover tierra, levantó una piedra de río, y le dio la vuelta. Y tremenda sorpresa tuvo Petronila Nepomucena Dolores. Ahí estaba la carita de una mujer que parecía muy elegante. La carita se movía, y cerraba un ojo, y otro, y se sonreía.
      Luego, el pequeño rostro se desdibujó y aparecieron unas palabras: “Ven mañana, a la misma hora. Te conviene”.
      Petronila Nepomucena Dolores colocó la piedra en su sitio, en el suelo, y se alejó del jardín, y se metió en su casita de leñador.
      Petronila Nepomucena Dolores no pudo dormir esa noche. Estaba muy inquieta, dando vueltas y vueltas en su colchón…
      Y de pronto se vio al lado de un joven, que parecía el hijo de un rey o algo así… Este joven le extendía un anillo con diamantes de verdad. Era el regalo de un enamorado de Petronila Nepomucena Dolores. Era el nuevo novio que se le cruzaba en su camino.
      Cuando el único gallo del castillo y sus alrededores se puso a cantar, Petronila Nepomucena Dolores pudo ver por la ventana los primeros rayos del sol.
      Entonces se comió la mitad de una manzana y se fue al jardín… Y levantó la piedra del río y le dio la vuelta.
      La carita le sonrió y apareció el siguiente texto:
      “Te vas a la puerta veinticinco y te metes”.
      Al rato, entró por la puerta veinticinco y buscó por todos lados. Hasta que de una hendidura del techo vio un hilo que colgaba, con un sobre.
      “Tus palabras mágicas son ‘su-alma’ Guárdalas, valen mucho. Y mañana, te vas a ver a tu amiga, la piedra del río”.
      Ese era el mensaje extraño. “Su” y “alma” eran palabras mágicas. Pero, ¿de qué magia se trataba?
      Ya en su cuarto de leñador, Petronila Nepomucena Dolores pegó una hoja en una pared, al lado de una copia de un dibujo de Picasso, y escribió las palabras “su” y “alma”.
      Luego se puso a reflexionar y decidió “mandar todo a volar, palomas” y se olvidó de la supuesta magia que empezaba en la piedra del río.
      Petronila Nepomucena Dolores quiso entonces ocupar su día haciendo mermelada de moras.
      Agarró un “moral” o bolsón y se salió de los límites del castillo, y se fue hasta la cúspide del Cerro de la Cruz. Ahí había un buen sembradío silvestre de moras.
      Cantando una tonada vieja, se puso a recoger las frutillas más oscuras. Y un grupo de cardenales pasó volando, y de ellos cayó una piedra que tenía como envoltorio un papel. Ahí dentro había un mensaje:
      “Todas las palabras que nacen de las piedras del río tienen su encanto. Júntalas y, con la mitad, descifra el misterio…”
      Con un poco de miel que le regaló una viejita, y con sus moras, estuvo Petronila Nepomucena Dolores toda la tarde haciendo su mermelada.
      Y pensaba a cada rato en el mensaje de los cardenales.
      Un amigo halconero, que tenía aves que volaban hasta casi las estrellas, le regaló a Petronila Nepomucena Dolores un poco de pan… Probó entonces la niña su mermelada y se pudo sentir llena de vida y de felicidad.
      Petronila Nepomucena Dolores, a lo largo de cinco o seis días, en las mañanas, prosiguió con la extraña rutina de la piedra del río, y pudo abrir algunas puertas del castillo.
      Y la piedra del río le comunicó “que ya había juntado sus palabras”. Entonces había que empezar a hacer ordenaciones de vocablos para obtener el mensaje final.
      Petronila Nepomucena Dolores anotó todas las palabras en la hoja de papel que tenía en la pared de su casita.
      Su * alma * misteriosa * luna * de * noche * arrugado * pergamino * estrella * preciosa * calor * viene * tocando * madera.
      Lo intentó varias veces, y no pudo con el mágico juego.
      Entonces, toda llena de tristeza, Petronila Nepomucena Dolores se puso a observar el paisaje que se veía a través de su ventana, y vio más allá de los muros del castillo… Hasta que un cardenal llegó volando…
      --Te voy a ayudar –dijo el cardenal.
      El hermoso pájaro rojo recortó las palabras del papel pegado en la pared, y tiró a la basura la mitad.
      --Ahora, te voy a poner las palabras en orden para que te acuerdes de Granada –dijo el cardenal.
      “Su luna de pergamino preciosa viene tocando”.
      --¿Y quién escribió esas palabras? –preguntó Petronila Nepomucena Dolores.
      --Sólo te dijo las iniciales de su nombre –dijo el cardenal.
      Y con su pico, en un pedazo de madera clara, puso una “efe”, una “ge” y una “ele”.
      Petronila Nepomucena Dolores se quedó unos meses “en la luna”, pero, al final, supo la verdad escondida…
      Cuando conoció el nombre del poeta, salió Petronila Nepomucena Dolores al jardín, y dibujó en varios lugares, en la tierra, las palabras del escritor.
      Y desde ese día, siempre, en la estación que fuera, hubo flores vivas y relucientes en su jardín. Nada se marchitó. Absolutamente nada.      

     
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)

Wednesday, February 5, 2014

GARABATO No. 44



     

Por Eduardo Rodríguez Solís


      Le habían dicho que con luna llena había que subir al techo de la casa.
      Pero le subrayaron bien que esta acción se tenía que realizar teniendo de fondo música de Tchaikovsky.
      Entonces se consiguió en un tianguis un CD con fragmentos de los ballets de este compositor ruso.
      Si hacía con cuidado y precisión estas acciones se le podía aparecer una paloma mágica.
      Y con esta aparición podía transformarse la paloma en una mujer hermosa.
      Esta locura que quería experimentar Emiliano Anzures había salido de un viejo libro de leyendas.
      Ahí, entre las páginas amarillentas, estaba un grabado de la paloma mágica que se volvía mujer esplendorosa… Una mujer que, de verdad, era como la hermana gemela de la Monalisa, de Leonardo Da Vinci.
      Pero qué ensueños y pesadillas había tenido Emiliano Anzures pensando en esa extraña mujer.
      Ella, la doble de la Monalisa, se había convertido en su gran amor. Ella, esa mujer de mirada penetrante, era la reina de su corazón.
      Muchas veces esta damisela encantadora había caminado en las fantasías del joven Emiliano. Y, desde luego, había sido amante apasionada, que reía al verlo y que lloraba cuando había que decirse adiós.
      Entonces, Emiliano Anzures conocía el anverso y el reverso de esta casi Monalisa. Y bien que sabía que antes de ser mujer fue paloma mágica.
      Y la veía volar a veces, y la veía cruzar nubes y tempestades.  Y la veía danzar cerca de él, pero esa extraña realidad se desmoronaba cuando se ponían los pies en el suelo.
      Por eso, y sólo por eso, estaba decidido a treparse al techo de su casa, con el marco de la música de Tchaikovsky.
      Al hacer esto, sus ilusiones se iban a volver realidades de verdad.
      Y con la noticia de la luna llena, llegó la esperada noche, y recargó una escalera de metal a un lado de su casa, y se trepó con su reproductor de discos compactos.
      La noche estaba tranquila. El silencio lo envolvía todo.
      Y cuando la música de Tchaikovsky se puso muy intensa, cuando los violines y las violas atacaban los sonidos con mucha fuerza, de no se sabe dónde, apareció una luciérnaga, que se fue haciendo grande y grande, hasta tener la estatura de un hombre o una mujer.
      La luciérnaga, que llevaba una coraza de hierro, después de darle varias vueltas a Emiliano Anzures, se plantó ante él y le habló con mucha seguridad.
      La luciérnaga dijo que cuando alguien lograba entrar al universo de la paloma, que era también mujer parecida a la Monalisa de Leonardo Da Vinci, las cosas pasaban y no había manera de ir atrás con el tiempo. Entonces, se caminaba en ese sendero quizás mágico, pero no se podía volver por el camino andado.
      --No hay problema conmigo… Lo que sea, que suene –dijo Emiliano Anzures.
      Entonces la luciérnaga, que resultó ser la Reina de las luciérnagas, hizo una señal y se acercó volando una inmensa nube de luciérnagas, que se volvió una niebla que no te dejaba ver… Y detrás de esa nube se adivinó la presencia de una paloma…
      Y precisamente cuando la música de Tchaikovsky llegó a un largo monólogo tocado por el arpa, vino la transformación que todos esperaban.
      Ahí estaba. Era la Monalisa, con su sonrisa cautivadora.
      Enseguida, la luciérnaga y todo, absolutamente todo, se volvió blanco… Y la Monalisa y Emiliano Anzures estuvieron frente a frente, reconociéndose, observándose… Y del CD surgió un vals, que hizo que los dos cuerpos se juntaran.
      La pareja giró y giró, hasta casi caer en el éxtasis.
      De pronto, Emiliano Anzures, el protagonista de este cuento, volteó hacia los lectores de estas páginas y, queriendo decir mucho, sólo alcanzó a decir…
      --Y ahora… ¿Qué es lo que sigue?
      Y todo, absolutamente todo, se fue desintegrando, hasta volverse un fino polvo de color dorado… Y los finísimos granos de ese polvo se fueron surcando las líneas de luz de esa noche de luna llena…
      Después de esos acontecimientos, Emiliano Anzures ya no tuvo ensueños donde la presencia de la casi Monalisa estaba en primer plano… Se volvió un gran solitario que a veces escuchaba fragmentos del “Lago de los cisnes” o “La bella durmiente”.
      Luego vino una triste época en que Emiliano se aficionó a los supuestos deleites del alcohol.
      Y en una de sus farras solitarias perdió el equilibrio y se fue el suelo, arrasando con todo lo que tenía en una mesita… Y se rompió un cenicero que tenía el dibujo de la Torre Eiffel y se destrozó el CD de la música de Tchaikovsky.
      Pasó el tiempo y a Emiliano Anzures le creció cabello cano, y dentro de su cabeza se fueron perdiendo todos los apasionados momentos que vivió al lado de la casi Monalisa.
      La música y las imágenes de la paloma mágica y de la mujer esplendorosa se volvieron detalles del pasado.
      Y un poco antes del final de su camino en este planeta, Emiliano escuchó una vez fragmentos de “La bella durmiente”, de Tchaikovsky, y sus recuerdos se le revolvieron con otros pasajes de su vida.
      Así sucede con nuestra mente. Muy pocas cosas se conservan intactas en nuestro interior. Nuestros archivos personales tienen una capacidad que se diluye, y muchas veces se esfuma con el tiempo.
      --Si hubieras tenido la cansada costumbre de escribir, sin parar, un diario, los recuerdos tendrían más brillo –dijo de pronto la sombra o el ángel de Emiliano Anzures.



Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)