Saturday, February 25, 2012

CARACOLES DE MAR




Por Eduardo Rodríguez Solís


      A las afueras de nuestro pueblo, algo cerca de la selva, hay una peña inmensa. Tiene forma de sirena y su rostro está sonriente. Le dicen La Peña Divina… Muchas leyendas se han escrito sobre ella… El monolito (roca de una sola pieza) tiene más de treinta metros de altura y, de noche, parece un fantasma.
      Detrás de la peña hay una cueva. Ahí pasa la noche la pantera.
      El animal negro, que parece una leona, es muy solitario, y se cree que siempre está pensando. Es tranquilo, misterioso, pero, si se enoja, es peligroso. Se mueve con estilo, como si fuera una bailarina de ballet.
      Se asusta fácilmente al ver roedores. Si se le provoca, hay que tener cuidado. Mucho cuidado.
      Una vez asustó a la gente en la feria del pueblo, y lo corrieron del lugar a escobazos. Quería lanzarle las garras a todos, pero nadie se dejó. Luego se fue sola, gruñendo en voz baja. Estaba que echaba espuma por la boca.
      Le gustaba correr, y sabía perderse de vista. Era un animal soberbio y fuerte. Era una pantera macho y se creía el rey de la selva.
      Una vez defendió a unos conejos, que iban a ser devorados por el león. Y fue entonces cuando el león se volvió su eterno enemigo. Lo veía pasar el león y hervía su sangre…
      A su cueva, nadie entraba. Y el que lo hacía, no hacía el cuento. Su lugar, su escondite, era su santuario, su templo, su catedral, donde él rezaba.
      El carácter del animal cambió cuando alguien le enseñó una lámina en un libro, donde se veía a un oso panda.
      --Yo necesito conocer uno –se dijo.
      Y se propuso buscar al oso panda.
      Sobre una roca plana, dibujó un mapa detallado. Al centro, puso un círculo, que significaba la Peña Divina. Hacia el Norte, se encontraba la gran laguna que tenía en las orillas algunas cruces de piedra, que habían labrado los antiguos pobladores del lugar. En el Sur, había muchas flores. Ahí estaba el jardín donde crecían todas las flores de la región.
      Del Este, emergían innumerables caras, era donde se encontraba el pueblo más poblado. Hacia el Oeste, marcó unas espirales, había una montaña llena de caracoles de mar.
      Una mañana fría decidió irse al Norte. El terreno era plano hasta llegar al cerro, luego sólo se veían las nubes, y los colores del suelo desaparecían…
      Bajando el cerro, estaban los arenales llenos de pedruscos amarillos, y la vegetación era muy escasa. Y ahí fue donde se topó con un campesino que lo vio y se asustó mucho… Nunca había visto de cerca a una pantera.
      Cuando la pantera le preguntó si sabía de los osos panda, el campesino nomás levantó los hombros, negativamente.
      Le dio vuelta a la laguna y pudo tocar las cruces de piedra… La gente decía que tocar las cruces traía buena suerte.
      Ya de regreso, en su cueva, se quedó medio dormida… Vio entonces, en el ensueño, al oso panda, que levantaba los brazos y le hacía señas… Eran señas de felicidad… El oso panda la invitaba a visitar el centro del universo que era su morada.
      Había que ir hacia ese sitio, porque ahí estaba la felicidad.
      Muy temprano, al otro día, la pantera checó su mapa en la piedra, y caminó hasta el jardín, donde crecían todas las flores de la región… La caminata fue muy larga, y tuvo que hacer dos altos para recuperar fuerzas… Cuando llegó al inmenso jardín y se metió entre tantas flores, imaginó que iba a encontrar al oso panda.
      Pero esa idea se le vino abajo, cuando ante sus preguntas, un muchacho que regaba las plantas le dijo que por ahí no había ni la sombra de un oso panda.
      Y se regresó a su cueva, pateando piedras y palitos que había por el camino. Y cada vez que daba una patada, lanzaba una maldición.
      Esa noche la pasó en vela, no pegó los ojos. Había mucha intranquilidad en su alma. El oso panda no aparecía y eso era muy malo para su espíritu.
      A la mañana siguiente marchó hacia el Este, donde estaba el pueblo más poblado… Se fue por un camino muy transitado y, a cada rato, encontraba un cartel con las siguientes palabras: “se busca”. Y tenía el papel la efigie del oso panda, mostrando debajo un texto que decía “por asustar a la gente”.
      La pantera no entendía por qué un oso panda asustaría a la gente. El oso panda era un animal bondadoso, según los libros de zoología.
      Llegó al pueblo y recorrió todas sus calles. Ni luces del animalito. Nadie sabía nada de nada.
      Esa noche durmió como un tronco, como una piedra. Cayó en su cama de paja como un costal de papas. Estaba extremadamente cansada… Y en su sueño vio varias veces al oso panda, en imágenes de distintos colores.
      Al día siguiente, bajo una lluvia suave, caminó hacia el Oeste, y llegó a la montaña hecha de caracoles de mar… Tomó uno grande y pudo escuchar el sonido fabuloso del océano…
      Imaginó que navegaba en una canoa de madera, y que podía ver olas muy altas que rompían por todos lados… El mar estaba embravecido y no paraba sus movimientos.
      Bajó de la montaña y se fue de regreso a su cueva… Y cuando pasaba cerca de la Peña Divina, cerca del rostro de la sirena, encontró un mensaje escrito con color rojo… “¿Me buscas? Pues, por aquí ando…” Y había unas iniciales… “O.P.”
      El oso panda andaba por ahí…
      Como la pantera estaba cansada, se fue a recostar a su cama de paja. Cerró los ojos y,  casi se dormía, cuando escuchó una voz…
      --Unas palomas me dijeron que me andabas buscando –dijo el oso panda.
      La pantera no sabía qué decir. Había perdido el habla.
      --¿Me vas a hacer pedazos? ¿Me vas a comer? –preguntó el oso panda.
      Finalmente la pantera se atrevió a hablar… Dijo que, desde siempre, había tenido deseos de acercarse a un oso panda… Y le urgía que su deseo se volviera realidad…
      --Soy un animal como todos –dijo el oso panda--. Tengo ojos, nariz y boca, y mis colores son como las nubes y la noche. Nada extraordinario… Soy un animal común y corriente. Ni más, ni menos…
      --Pero, ¿cuál es tu historia? –preguntó la pantera.
      El oso panda dijo que él, como todos los osos panda, venía de la China. Y que él había nacido, gracias a muchas flores y yerbas mágicas, una noche de luna llena… Era la noche de las flores, que para los chinos es un gran acontecimiento… El más grande del año…
      Habló entonces de la fiesta de las ofrendas que se celebra en China. Y que todos llevan las primicias de sus cosechas, y las ofrecen a un dios, un dios que solamente está con quienes conservan el alma buena.
      Cantó entonces el oso panda unos versos que tenían una melodía muy agradable. Los versos eran realmente muy bellos.

                                                 Los colores de la noche
                                                 se vuelven caricias de los días.
                                                 Si atrapas una estrella
                                                 Alcanzas la vida eterna.
                                                 Que la noche nunca se acabe
                                                 porque su perfume se necesita.

       El oso panda repitió la canción, mientras danzaba lentamente. Le gustaba entonar esa canción. Se le notaba en su rostro blanco y negro.
      Cuando terminó de cantar y bailar, el oso panda le dijo a la pantera que si albergaba el deseo de fomentar su amistad, tenían que hacer un pacto, escribiendo sus nombres en el agua.
      Por eso, al día siguiente se fueron a la laguna que tenía en la orilla las cruces de piedra…
      Y se fueron contentos, brincando y bailando, como si fueran niños de kindergarten. Iban de prisa por el camino, y se empujaban alegremente… Pensaban que el mundo era suyo y que su amistad crecería hasta la luna o hasta el sol.
      Llegaron al lago y tocaron las cruces de piedra. Necesitaban buena suerte. Y luego se fueron a un recodo del lago para inscribir sus nombres…
      Descubrieron sus rostros. En ese espejo de agua se reflejaban sus ojos, sus bocas, sus orejas… Y tomaron unas ramitas y cortaron el agua, inscribiendo sus nombres…
     Cuando terminaron su ritual, imaginaron mil cosas…Se supieron dueños de un palacio con muchos salones; uno para cada día del año… Cada día visitaban un salón de juegos diferente… Si no lo hacían, se sentían en deuda con los cielos y los dioses.
      Imaginaron que, entre sus obligaciones, se encontraba la de amar a los pájaros. Y entonces, quisieron ser pájaros voladores para alcanzar las estrellas. Y cada uno escogió su especie favorita y volaron, con la esperanza de encontrar nuevos horizontes.
      Después, caminaron en silencio hasta la cueva de la pantera. La noche había caído, acumulando cansancio en sus espaldas.
      Salieron las estrellas y cada quien escogió su lugar en la bóveda celeste. La pantera optó por “las siete hermanas”, y el oso panda escogió “los hijos del dragón”, una constelación recientemente descubierta.
      Ya de noche, encubaron sueños absurdos. A la pantera la correteaban unos toros de lidia, y por más que le imprimía velocidad a su cuerpo, los toros casi la corneaban… La situación era desesperante, pues el número de toros aumentaba… Y uno no podía salir de la carrera, de esa competencia desleal que requería tanto esfuerzo cuando ya no había energía…
      El oso panda andaba en las nubes, y un dragón enorme, de color violeta, lo quería quemar… volverlo cenizas… Pero él no se dejaba atrapar y saltaba hacia otras nubes… El dragón crecía, echaba fuego por las narices sin poder contenerse.
      A la mañana siguiente subieron a la Peña Divina, y escucharon la voz de la sirena:
      --Tienen que andar con cuidado en la vida que les queda. Hay que regar con agua bendita la amistad, cultivarla de verdad, ser bueno con la gente, y permitir que la gente corresponda, conocer la noche y el día, el sol y la lluvia…ser amigo de los vientos…no decir mentiras, caminar seguro por todos los caminos…
      La pantera y el oso panda anotaban mentalmente los sabios consejos de la sirena de la Peña Divina…


Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)

Monday, February 20, 2012

¿QUIÉN LE PONE EL BURRO AL RABO?



Por Nara Mansur

De su libro Manualidades, por el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén 2011.


El burrito anda buscando su cola por toda la casa.
¿Dónde está, quién lo tomó prestado?
El burrito anda quieto, demasiado quieto
sobre la lámina de muchos colores brillantes.
Ahí dentro el burro parece tan gris
y no parece de algodón ni blando
como dicen que es Platero.
Este burrito ha venido al cumpleaños y no puede
celebrar todavía.
Espera que los niños le pongan su peluda cola donde va.
¿Pero dónde tiene el burro su cola?
¿Pero dónde tiene el burro su rabo?
¿Es largo como el del caballo o corto como el del conejo?
Hay que encontrarlo ya, no hay que demorar ni un minuto más
ir a abrazar al burro, sacarlo a pasear, a que coma hierba y nueces.


Uno, dos, tres niños se equivocan y le colocan el rabo
como si fuera un cometa de papel, errante.
Vamos, Emilia, recuerda lo que has visto antes
aunque tengas los ojos vendados
los luceros de tu cara te estarán alumbrando…
Sí, tibio, tibio, el cuerpo del burro ya comienza a contonearse:
sacude la cola: uno, dos, tres, de oreja a oreja
de este a oeste, de norte a sur,
nos vamos de la mano, nos vamos a celebrar.


Nara Mansur es poeta, autora de textos para la escena y crítico teatral. Ha publicado los poemarios Mañana es cuando estoy despierta (2000) y Un ejercicio al aire libre (2004). Recibió el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén 2011 por su cuaderno Manualidades así como el Premio de la Crítica Literaria 2011 por su libro Desdramatizándome. Cuatro poemas para el teatro. Sus textos Ignacio & María y Charlotte Corday. Poema dramático han sido llevados a escena por los grupos Teatro D’Dos y la Guerrilla del Golem. Actualmente es colaboradora del Estudio Teatral El Cuervo que dirige Pompeyo Audivert en Buenos Aires.

Saturday, February 18, 2012

THE KID, UNA REFLEXIÓN

Charles Chaplin y Jackie Coogan en The Kid, 1921


Por Sheyla Álvarez
(Desde el salón de clase)

Todos los videos de arte que hemos visto me encantaron pero hay uno que me tocó el corazón y que sobresalió entre todos los demás. Yo escogí la película The Kid de Charlie Chaplin porque sentí una conexión personal con el niño que aparece en la película. De pequeña pasé por algo similar y por eso, me siento más cómoda hablando sobre este video. El filme usa una táctica para tratar de hacer que nuestra mente trabaje el doble de lo acostumbrado, haciendo que el cerebro use las imágenes de la pantalla para procesar otras que nos ayuden a saber qué cosas los actores están diciendo.
En la película  hay mucha acción, movimientos y gestos que sirven para que podamos entenderla. Los gestos faciales son variados y a través de ellos percibimos el humor de las escenas y los sentimientos de tristeza, alegría, susto, misterio, y suspenso. Hay una escena en particular donde hay mucha acción, y es cuando el vagabundo (Charlie) se pelea con el hermano del niño que le quitó los juguetes a John (The Kid), también cuando los empleados del orfanato tratan de arrebatarle al niño y él no se da por vencido, luchando contra ellos para poder recuperarlo. El movimiento es una parte fundamental de la película, y se puede apreciar en el lenguaje del cuerpo, los personajes usan varios ademanes para comunicarse en la película.
El mensaje que se defiende es explícito, porque aunque no hay sonido la historia que se cuenta demuestra que nuestros padres biológicos no tienen por qué comportarse necesariamente como padres verdaderos, pues la sangre no determina quién va a ser parte de nuestra vida. Un padre verdadero no te abandona y piensa siempre en su hijo, y cómo ayudarlo. Como dije, el mensaje es explícito, lo cual se puede notar en el propio título de la película y en las escenas donde el vagabundo (Charlie) cuida al niño como si fuera su propio hijo. Más tarde, en la película aparece el padre biológico de John quien no se molesta en tratar de ayudar a su mamá a buscar al niño.




El concepto de la película, en mi opinión, refleja como aunque no seamos padres biológicos, podemos llegar a comportarnos como padres verdaderos. La película hace notar el hecho de que el vagabundo no dejó que su escasez de dinero le impidiera proveer alimentos para su hijo. Asumir esta responsabilidad voluntariamente nos enseña cómo Charlie expresa su compasión por el pequeño huérfano. Además me llama la atención que él no iba a ser reconocido por el gobierno como hoy en día que cuando alguien hace algo recibe premios y recompensas. Muchos ayudan a otros sólo para llamar la atención. El caso del vagabundo es totalmente diferente.
Pienso que muchos espectadores reaccionarían negativamente ante este tipo de película silente, porque están acostumbrados a los filmes que tienen sonido que los ayuda a entender la historia más fácilmente. Además la pereza hace que la persona le preste menos interés porque no puede captar el mensaje. La película desafía la práctica del arte y la vida porque la audiencia no está acostumbrada a utilizar la imaginación para procesar lo que alguien “dice” sin hablar. Uno cree que las palabras tienen más efecto cuando se trasmiten a través del sonido. Las categorías del tiempo y espacio se ven muy bien reflejadas en la película, gracias al vestuario, el diseño de los automóviles y la decoración de las locaciones se sabe que se trata del 1920.
Finalmente, creo que es bueno que todas las personas tengan acceso a este tipo de expresión creativa para deshacerse de energía negativa y para ejercitar sus mentes en la formación de imágenes que ayudan a saber de lo que los actores hablan, sin utilizar sonido.

Thursday, February 16, 2012

HUECO PERFECTO




Por Eduardo Rodríguez Solís


      Ese chimpancé se llamaba Crucru. Era activo a morir. Le gustaba ser el primero en todo. Era a veces muy arrogante. Pero cuando pasaba una noche de invierno, con frío intenso, se olvidaba de todo y se acurrucaba muy pegado a sus hermanos o los que estuvieran por ahí. Necesitaba el calor de algún cuerpo.
      Le encantaba que los niños iban a verlo en esa gran jaula de ese zoológico privado, que estaba en Galveston, muy cerca de Houston. Se ponía como loco y gritaba de muchas formas, levantando los brazos. Y cuando algún niño le aventaba un plátano, se ponía muy serio y comía, de espaldas al público, y luego agarraba las cáscaras y se las arrojaba a los niños…
      Pero esos proyectiles que aventaba parecían como strikes de un pitcher de las Ligas Mayores de béisbol… Cuas, y ahí iban las cáscaras de plátano, y le pegaban en la cabeza a un niño… Y el público reía por esa gracia del animal, pero a él como que no le gustaban esas carcajadas infantiles.
      Crucru, el chimpancé, a veces se ponía melancólico, y se trepaba a una rama muy alta, y se ponía a observar el panorama, y pensaba en la libertad que no tenía.
      Imaginaba que estaba en una selva verdadera, con árboles altos y frondosos, con calor, con humedad, y con muchos ruidos de insectos y pájaros. Pasaba de árbol a árbol con unas lianas largas y fuertes. Andaba ahí con sus semejantes… Y podía correr a cualquier lugar, y nunca se encontraba la desgracia de una reja, como las que tenía en el zoológico.
      El dueño del lugar, un tal Robert Fresana, todos los días, muy temprano, llevaba alimentos a los animales. Y cuando llegaba a la jaula de los changos, siempre sonreía, y Crucru, el chimpancé de nuestro cuento, se daba cuenta que ellos, los changos, eran los animales favoritos de Robert Fresana.
      Entonces se sentía Crucru muy orgulloso porque era un chimpancé. Y se iba hasta donde había un espejo de agua, y ahí se contemplaba… A veces sonriente… A veces triste… A veces aburrido… Pero se daba cuenta que, a pesar de su estado de ánimo, él seguía siendo un chimpancé, un animal favorito de Mr. Fresana.
      Pero Crucru una vez, harto de ser una especie de payaso para los niños, se quiso salir de la gran jaula, para buscar nuevos horizontes en su vida… Y se puso a pensar… “Me voy a salir de esta jaula y me voy a meter a otra.”
      En un rincón donde había muchas rocas, se puso a excavar poco a poco… Y esa acción se volvió una rutina diaria… Con sus uñas, que había dejado crecer para facilitar la faena, se iba detrás de las rocas y jalaba la tierra… Y se fue volviendo un experto excavador…
      Hasta que hizo el hueco perfecto.
      Pero resulta que el buen Crucru tenía miedo de salirse de su jaula. Le faltaba valor, no se decidía… Cambiar la vida no era fácil… (Nada era fácil en esa vida de simio.)
      Por eso tomó unas piedras y disimuló el hueco… De ninguna manera quería que Robert Fresana descubriera sus intenciones.
      Desde ese día reflexionaba en silencio… “Si me salgo, ¿para dónde me voy? ¿Cuál es la jaula ideal para una nueva vida?” Y en su cabeza daban vueltas muchas alternativas y posibilidades… Pero no se decidía… Le faltaban, quizás, agallas…
      Una noche soñó que estaba dentro de un castillo. Era el castillo del Rey Robert I, y la montaña donde se levantaba ese viejo palacio era la montaña de Fresana… El Rey Robert era muy bueno con él, porque siempre le ponía su plato con tres plátanos deliciosos. Él, Crucru, el chimpancé, pelaba los plátanos y, de ninguna manera, arrojaba las cáscaras al Rey…
      En una de las torres del castillo estaba encerrada una princesa, que cantaba canciones antiguas, y a veces lloraba… Estaba sola en el mundo y nadie se ocupaba de ella…
      Hasta que un día, en otro sueño, apareció una cigüeña. Era el ave que repartía los niños recién nacidos en esa región… Y Crucru, el chimpancé, al parecerle muy bondadosa la cigüeña, quiso hacerse amigo de ella… Pero el ave no hablaba con nadie… Era muda como una tapia.
      --Habla, cigüeña. Habla, cigüeña –gritaba el chimpancé Crucru.
      Pero la cigüeña permanecía en silencio total.
      Ese sueño que tenía Crucru, se repetía todas las noches. Y siempre lo mismo… Las mismas cosas, las mismas canciones de la princesa…
      Y en el sueño, el chimpancé, a veces deseaba ir hasta la torre donde estaba la princesa… Pero nunca lo hacía… Le faltaba valor… Agallas…
      Imaginaba que llegaba a la torre con un laúd, y se ponía a tocar tonadas del tiempo de Shakespeare… La princesa abría la puerta de sus aposentos e invitaba a pasar al chimpancé… El chimpancé Crucru se volvía entonces el Príncipe Azul de los sueños de la princesa, y se abrazaban, y se hacían promesas de amor…
      Pero todo era un miserable sueño o ensueño, donde nada era verdad, donde todo era fantasía y cuento de niños.
      Los deseos no se cumplían, porque en los sueños nada se cumple, desgraciadamente… A ese chimpancé le faltaba valor… Agallas…
      Hasta que Crucru, el chimpancé, se decidió.
      La noche estaba sin estrellas y la luna apenas si se veía. Muy pocos grillos cantaban y muy lejos se escuchaba el sonido de un acordeón. Salía de ahí, de ese instrumento triste, algunas baladas de los tiempos de la alemana Marlene Dietrich. Era música un tanto siniestra y melancólica. Música de amor y desamor.
      Crucru se acababa de deslizar por el hueco y ya estaba gozando de una cierta libertad… Y ahora tenía que buscar otra jaula, para iniciar una nueva existencia…
      De pronto, el chimpancé tronó los dedos y dijo: “Ya está… La jaula de las cigüeñas.” Y se fue en busca de su nuevo lugar.
      Escarbó en una esquina, hasta casi el amanecer… Y se pudo meter… Y se fue cerca de los nidos de las cigüeñas… Y ahí, extrañamente, se encontró, frente a frente, con la cigüeña de sus sueños…
      Pero ahora la cigüeña hablaba. Y esto fue lo que dijo:
      En los sueños de cualquiera, tengo dos personalidades. Soy una cigüeña que no habla y soy también una princesa triste que está en la torre de un castillo… Pero mi tristeza se puede echar por la borda, puede desaparecer mágicamente, si alguien me declara su amor.
      Luego la cigüeña dijo que, de pequeña, ella vivió cerca del mar. Y que le gustaba observar los movimientos de los barcos. Y que cuando hacía esto, se imaginaba  a sí misma como una viajera que visitaba muchos puertos…
      Y por no obedecer a sus padres, la mandaron a ese castillo, y ahí el Rey Roberto I, la transformó en princesa y la encerró en su torre.
      La cigüeña, que ya se había convertido en princesa, le preguntó a Crucru, el chimpancé:
      --¿Me quieres o no me quieres?
      El chimpancé cortó una margarita y le fue quitando sus pétalos…
      --Me quiere… No me quiere… Me quiere… No me quiere…
      Y resultó que la quería… Y entonces, le declaró su amor…
      En esa gran jaula de las aves se celebró una boda real… La princesa, que ya no se sentía triste, se casaba con Crucru, el chimpancé.
       Las rejas y los árboles se engalanaron. Todo se llenó de listones de colores. Y llegaron los músicos y tocaron muchas veces, hasta cansarse, la Marcha Nupcial, que tanto hemos escuchado en las bodas simples y elegantes… Era música que se hizo para “Sueño de una noche de verano”, una obra de William Shakespeare…
      Sonaron unas fanfarrias y dos hombres pintados de color plata abrieron la puerta de la gran jaula. Entró por ahí Robert Fresana, el dueño del zoológico, seguido por una veintena de payasos. Eran payasos-malabaristas, que se aventaban antorchas encendidas.
      Emocionado, el chimpancé Crucru se subió a una roca y habló lo siguiente:
      --Me gusta lo que me ha dado la vida. Me gusta mucho… Pero esta ceremonia nupcial ha sido de reyes. He sabido de bodas y tengo recuerdos de muchas. Pero pienso que la mía ha sido algo excepcional… Y lo quiero agradecer… Porque los dioses han estado conmigo y no me han abandonado… Y si se ven lágrimas en mis ojos, no ha de creerse que estoy triste… Son lágrimas de felicidad…
      Toda la concurrencia aplaudió, mientras caía del cielo una lluvia de papeles de colores. Eran papeles que traían leyendas agradables. En una se leía: “La unión de dos seres es una cosa divina. Busca tu unión.” En otra, había lo siguiente: “Estas ocasiones están llenas de sonrisas y de actos celestiales.”
      En el centro del zoológico, Mr. Fresana mandó construir un castillo, con tres torres. Ahí se fueron a vivir Crucru, el chimpancé, con su princesa de los cuentos. Llenaron su castillo de felicidad y siempre los grandes portones los dejaron abiertos, porque querían que los caminantes entraran a descubrir la verdadera vida.
      Vivieron muchos años, pero no tuvieron familia. Se quisieron conservar como la linda pareja que eran… Cultivaron un jardín muy grande, y sembraron toda clase de semillas… Las flores más hermosas de la región se podían ver ahí… Y los sábados y los domingos mucha gente los visitaba… Y todos regresaban a sus casas con una canastita llena de flores… Eran las flores del amor…
      Cuando Robert Fresana cerró el zoológico, liberó a los animales… Y todos juntos (leones, elefantes, changos, aves) se fueron a vivir al enorme jardín de Crucru, el chimpancé, y la princesa… Fueron recibidos de muy buena manera.
      Crucru estaba feliz por ver a sus amigos, y la princesa (que ya no era cigüeña) se sentía en el paraíso al estar entre tanto animal amistoso.
      Todos los animales que llegaron al jardín y la pareja enamorada, que vivía en el castillo, formaron un mundo nuevo, un mundo distinto, donde todos tenían su lugar… Hicieron de su vida una leyenda… Y esa leyenda se recuerda aquí y en muchos lugares…
      Robert Fresana, según se supo, se fue a vivir a un bosque muy lejano, y ahí tuvo la idea de hacer otro zoológico. Y trajo animales de todo el mundo… excepto chimpancés y cigüeñas.
      Es que quiso que la leyenda de amor de este cuento fuera única, para evitar que otros chimpancés y otras cigüeñas opacaran la grandeza de aquel idilio... Aquel idilio que se levantó muy por encima de las torres del castillo…
      Y dicen que en las noches del castillo, cuando es la hora de dormir, cuando la princesa experimenta sus dulces ensueños, Crucru, el chimpancé de este cuento, come plátanos, de espaldas a los niños… Y luego, arroja las cáscaras de la fruta, como si fuera un pitcher de Las Ligas Mayores… Y se oyen los gritos de felicidad de los niños, como en aquel primer zoológico de Mr. Fresana…


Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)

Monday, February 13, 2012

LA NOCHE DE SAN VALENTÍN




Por Eduardo Rodríguez Solís


      No le gustaba su nombre. O más bien, su género. Era un hipopótamo, pero la palabra era muy larga, y no le agradaba. El prefería Hipo, pero los animales y la gente a lo mejor pensaban que se trataba de una especie de malestar o enfermedad menor. Hipo… Y se ponía a pensar en aquel Papa que murió de un ataque de Hipo.
      Hipo vivía al lado de unos estanques, donde había unos lodazales endemoniados. Ahí se revolcaba y se la pasaba de lo lindo. Ahí estaba su palacio, un edificio de lodo y agua turbia.
      Hipo estaba siempre solo y nadie, absolutamente nadie, quería estar con él. Era un animal muy grotesco, casi un fantoche… Era grande, voluminoso… Necesitaba mucho espacio para respirar.
      Era muy feo y ya tenía ganas de tener una novia. Y después de la novia, venía la planificación de una boda con bombos y platillos, como debe de ser… Pero, nadie se fijaba en él… No parecía una estrella del cine…
      Pero, vivía su vida, tenía que hacerlo… Todos lo hacían… Y a lo mejor, en la próxima le iba mejor… Ah, porque en el mundo de los grandes animales, había la creencia de que una vez terminada una vida, el alma de uno se metía en otro cuerpo, de algún recién nacido. Por eso aceptaba su cruz y su resignación.
      Viviendo esa existencia, hemos de decir que, todos los días, cuando el sol estaba bien vertical, se salía de sus lodos y se iba al estanque a enjuagarse, y luego se ponía perfume de rosas y se alejaba, caminando lentamente, buscando, siempre buscando…
      En su búsqueda estaba el objetivo de una mujerona del género que fuera, no necesariamente Hipo… Podía ser una leona, una perra, una cebra, un pulpo hembra… O lo que fuera…
      Y resulta que un día de mayo, algo nuevo apareció en su vida. Pero no era una damisela… Era un gorila, que se veía muy feroz. Estaba fuerte, demasiado fuerte. Daba miedo verlo de frente.
      --Yo te conozco bien –le dijo el gorila, mientras jugaba con unos huesitos de fruta pintados de colores. Aventaba hacia arriba una pelotita de ping-pong y, con la misma mano, recogía huesitos de colores. Se divertía de lo lindo.
      --¿Quieres jugar? –le preguntó el gorila.
      Hipo dijo que sí, pero no tenía huesitos… Entonces el gorila fue hasta donde tenía un costal y sacó una bolsita de plástico llena de huesitos de colores.
      --Te los regalo –dijo el gorila.
      Estaba contento Hipo. Ya tenía sus semillas o huesitos de ciruela… Había en su pequeño tesoro de todos colores. Pero él estaba fascinado con los amarillos y con los verdes… Luego, el gorila metió una mano en su costal y sacó una pelota de ping pong. Pero esta pelotita era de color rosado.
      Jugaron hasta que el cielo se puso color gris plomo. Entonces recogieron todo y se fueron a una cueva que tenía muchas entradas. Ahí dentro había demasiados animales… Había conejos y ardillas… Había caracoles y grillos… Había ruiseñores y cardenales…
      Se fueron hasta el fondo, donde había un salón muy grande, con rocas que tenían formas diversas… En las rocas había espirales y rombos… Y caras de animales hermosos, pero también había rostros de seres extraños… Y en el centro del gran salón se pusieron a platicar.
      Se supo entonces que Hipo era huérfano y que vivía solo, arriba de una montaña. Tenía pocos amigos y no le gustaba ser lo que era… No le gustaba ser un hipopótamo… Y cuando se le preguntó cuál era su deseo de existencia, dijo enseguida que quería ser un tigre o una pantera.
      Y cuando se le preguntó si quería ser un hombre o una mujer, dijo que eso no le gustaba… Porque los hombres y las mujeres maltrataban a los animales.
      Después de un silencio prolongado, el gorila se dio cuenta que era su turno. Y entonces llenó de aire sus pulmones y empezó con lo suyo…
      Dijo que la selva le gustaba porque ahí había de todo. Pero dijo que el mundo de los hombres y de las mujeres no era tan malo, ya que a él, el gorila, se le estaba dando una gran oportunidad.
      --Me van a convertir en un artista –dijo.
      Habló entonces de Hollywood y de sus películas. Y comentó que ahí ya le decían King Kong II, porque lo iban a utilizar en una nueva versión tridimensional de la vida y el gran amor de King Kong…
      --Pero tú estás muy sentimental –le dijo King Kong II a Hipo.
      Hipo suspiró y dijo que ya necesitaba una novia. Pero dijo que no sabía dónde buscar.
      --Me han dicho que busque en el Internet –dijo Hipo--… Pero yo no tengo computadora. Yo estoy chapado a la antigua.
      Estos animales se hicieron buenos amigos, y tanto, que hasta Hipo se fue para Hollywood, porque King Kong tenía que hacer unas pruebas de maquillaje. Y andaban los dos animales muy contentos, entre tantos artistas, entre tantos extravagantes.
      --A mí me gustaría ser un astro del cine, pero no me ayuda mi cuerpo –dijo Hipo.
      --Yo pensaba lo mismo de mí, y ya me ves, hecho una estrella rutilante… Bueno, eso es lo que voy a ser pronto –dijo King Kong II.
      Y se vino la noche de San Valentín, y ahí andaban nuestros amigos, en una gran fiesta que se daba en una casa que tenía más de diez jardines… Había actrices y actores, y además, un perrito salchicha, que ya era una estrella rutilante, pues había hecho una cinta que estaba teniendo mucho éxito en las salas de cine.
      Y la gente se estaba fijando en King Kong II, sabía que una nueva versión del legendario filme venía en camino.
      --¿Y usted va a escalar el Empire State? –preguntó una mujer muy sofisticada.
      King Kong II dijo que él tenía que seguir las instrucciones de su director, pero, dijo, que eso de escalar el rascacielos era ilusión. “No todo es real en el cine”, comentó.
      Todo mundo empezó a bailar. Había música de rap y música de disco. Todos se movían como licuadoras, como rehiletes… Pero el pobre de Hipo, estaba ahí, medio abandonado, en la soledad total… Pero, gracias a los cielos, se acercó una muchacha rubia, con su cabello estilo afro…
      --¿Eres tú un tapir? –preguntó la chica.
      --No. No soy un tapir… Soy un hipopótamo… ¿Qué? ¿No se nota? –dijo Hipo, con un poco de pena.
      La rubia del pelo estilo afro le dijo a Hipo que ella no bailaba porque no podía… Entonces le enseñó sus pies. De un lado usaba un zapato con una gran plataforma… Había tenido polio de niña y su crecimiento en una pierna fue insuficiente.
      --Ese es mi gran defecto –dijo la rubia del pelo estilo afro.
      Ella estaba ahí, en Hollywood, porque tenía una bella voz, que usaban a veces al hacer doblaje.
      --Hay muchas actrices que no tienen buena voz –dijo ella.
      --Qué bueno. Así tienes mucho trabajo –dijo Hipo.
      El Hipopótamo de nuestra historia se hizo amigo de la rubia del pelo estilo afro. Se volvieron inseparables. Ninguno podía vivir sin el otro. Eran tal para cual. Y hasta se decía que eran novios… Y lo fueron, porque hasta hicieron un pacto de sangre y se cortaron un poco en una mano y en una pata.
      La película nueva de King Kong se hizo en seis semanas, y las sesiones de filmación fueron muy intensas, y King Kong II perdió muchísimo peso… Casi se quedó en los puros huesos…
      Y hablando de huesos, la pareja de enamorados se la pasó día y noche, muy contenta, jugando con huesitos de ciruela… Aventaban las pelotas de ping pong hasta casi la luna y se carcajeaban al recoger los huesitos multicolores… King Kong II sufría con sus escenas que se tenían que repetir hasta el cansancio y ellos, la pareja de amantes, jugaban plenamente, como buenos amigos con alma de niño, que eran.
      La película, la nueva versión de King Kong, con sus vistas tridimensionales, tuvo un éxito tremendo. Hubo colas de varias cuadras en los cines. Y había gente que se iba en las noches, a hacer cola al cine, con su sleeping bag… Era una locura… Todo el mundo quería meterse al universo del nuevo King Kong… Era la moda, y todos corrían hacia ella…
      Desde el estreno de la cinta, a King Kong II se le perseguía. Miles de mujeres y animales del sexo femenino lo buscaban y no lo dejaban respirar. Querían tocarlo, querían estar cerca de él, querían olerlo…
      King Kong II y su amigo Hipo se cansaron de Hollywood, y regresaron a la selva… Pero detrás de ellos venía la esplendorosa rubia con cabello estilo afro… Ahí iba, medio cojeando, siguiendo a su amigo, al amor de su vida, al gran hipopótamo…
       Ya en la selva, se separaron los amigos. Cada quien jaló por su camino. Había que seguir con la vida. King Kong II se volvió un ídolo y había una cola de damiselas que quería amor del bueno, amor hollywoodense… Hipo, el hipopótamo que buscaba siempre a una novia, sea del género que fuese, ya estaba tranquilo, con su hermosa rubia del pelo estilo afro.
      Y una vez, que los amantes caminaban al filo de una barranca, se toparon con un viejo que tenía cara de conocido.
      --Se parece a Spencer Tracy –dijo Hipo.
      --Sí. Se parece a Spencer Tracy –comentó la rubia de pelo estilo afro.
      Y los dos, enseguida se acordaron de una de las películas que hizo este actor Spencer Tracy. Se trataba de “El viejo y el mar”, una cinta que se hizo en Cuba, donde se narraba la odisea de un viejo pescador.
      El viejo dio varios giros, como si fuera un bailarín de ballet clásico… Luego, hizo varias reverencias ante la pareja, y después abrió los brazos.
      --¿Y usted cómo se llama? –preguntó la rubia del pelo estilo afro.
      --Yo soy Spencer Tracy, el que fue afamado actor –dijo el viejo--. Y ahora soy el que puede cambiar las cosas.
      Y sacó un álbum donde había fotografías de seres que habían obtenido una transformación, gracias a su sabiduría, gracias a su magia divina…
      Hipo, el hipopótamo dijo que él quería ser un tigre y la rubia del cabello estilo afro dijo que ella quería ser una bailarina de verdad. Y esos deseos eran absolutos y eran anhelos que habían nacido en sus ensueños.
      El viejo sacó de algún lugar unos polvos dorados y los echó al aire, mientras decía unos versos muy extraños.

                                    Rompe lo bueno
                                    y acaba con todo.
                                    Pero nunca nunca
                                    que te lleve el viento…

      Los polvos se volvieron humo, y del humo saltaron chispas rojas y azules… Y se escucharon tambores y cornetas.
      El milagro ocurrió. Spencer Tracy, cubierto de gloria.
      El tigre rondaba por todos lados, y una bailarina se movía fervorosamente en el escenario de la vida. Los deseos se habían hecho realidad. Los dioses estaban del lado de los enamorados…
      Spencer Tracy, el viejo, sacaba fotografías del afortunado suceso…



Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)

Saturday, February 11, 2012

EL CABALLISTA



Por José Manuel Domínguez

A P.J. por el recuerdo de la hoguera

I. Pobre Ares. Se había hecho tantas ilusiones… Hasta nosotros comenzamos a pensar que era posible que él y Anaida se empataran; uno nunca sabe. Pero no. Para Anaida no había llegado el momento de  empezar a lavarle calzoncillos a un novio. Ella no era de ese tipo. Era más alante, sí, pero todos nos equivocamos.
Ares esperó el momento perfecto para declarársele. Había tenido que aguantarse hasta que otros dos o tres fueran bateados con el no rotundo de Anaida que debía doler muchísimo, porque era linda esa muchacha. Linda de verdad y hasta nos desazonaba verla sola.
--No es justo que una muchacha como ella no tenga novio. Hay que hacer algo caballeros…
Y el momento llegó: noche de viernes. Al otro día no teníamos que ir al campo; por suerte, porque los sábados siempre se trabajaba medio día. Lo que pasó fue que no paraba de llover, y para el sábado habían anunciado un frente frío que venía con granizo y todo. La gente estaba tan feliz que hasta las hembras se habían puesto a jugar pelota debajo de la lluvia. Anaida miraba el juego y alentaba a las amigas pero no jugaba. Las amigas la adoraban y agradecían que aunque no jugara, diera gritos y abucheara al equipo contrario. Tenía algo especial, algo que la hacía muy especial, pero sin bulla. Verla a ella de líder nos tenía a todos hipnotizados, mirando desde la ventana del albergue. Las hembras lo sabían; se sabían observadas y deseadas, aunque a los 17 años hasta el deseo es inmaduro, imperfecto. Con su camiseta roja y una gorra que le quedaba muy sexi, el moño de pelo castaño saliendo por la abertura de la gorra y la ropa mojada por la llovizna que se le pegaba al cuerpo hacía que ella y todas las demás se la pasaran moviéndose, despegándose la ropa y mirando de reojo al albergue a ver si todavía los varones estábamos en las ventanas…
--Qué ojos tan lindos tiene, flaco, ¿no?--, le dije a Ares que se limpiaba la boca con el dorso de la mano cubierta de vellos gruesos.
Me parece estarla viendo ahora, después de tantos años. Es que aquella tarde fue inolvidable. Yo lo sabía, estaba consciente de lo que estaba pasando y me decía: “Este es un momento que no voy a olvidar nunca”; y casi nunca fallaba con esas cosas.
Ah, que felicidad no tener que trabajar al otro día, gracias al mal tiempo bendito. La escuela al campo ya casi se estaba terminando. Había ambiente de fiesta en el campamento por todos lados: la risa de ver a las hembras jugando a la pelota, los maestros tomando ron con algunos de los estudiantes, la música que alguien hacía sonar temprano en la radio, y sobre todo, el olor a lluvia… El  tono verde más oscuro iluminado por el último sol de esa tarde me hacía sentir como el tipo más afortunados de la vida. Yo miraba a Ares, a Yordano, a los jimaguas, y pensaba en silencio en lo rico que era estar vivo. Entonces apareció Leonel, el profe de Geografía:
--Apúrense muchachos que en 5 minutos comienzan a servir la comida.
                --En 15, profe. Dénos 15 minutos que no nos hemos bañado todavía.
--Voy a mandar a parar el jueguito de las niñas ya, porque si no vamos a tener que cerrar muy tarde el comedor. En 10 minutos sirvo la comida y se acabó. El que no esté en la fila a las seis y media se queda sin comer.
                -- ¡El último es la peste! --dijo Yoselis.
 --Caballero, ¿quién me presta sus chancletas? Yo me baño rapidito…--, se apresuró a decir Yordano.
 --Yorda, a ver si me prestas el pulóver tuyo de camuflaje esta noche--, pidió Ares sin abrir mucho la boca para hablar.
 --¡Jum!, este huevo quiere sal…--, escuché decir a Michel desde la litera de al frente.
 --Este tipo siempre tiene la oreja pará--, replicó Ares entre dientes, y creo que fui el único en oírlo.

II. Le di de mi colonia, sí, y se echó gel y todo en los pinchos, pero nada: “strike” cantado por el centro. Otro más para la lista de Anaida. Nadie lo podía creer. Pobre Ares: estaba hecho leña.
 El sábado por la tarde, sin mucho alboroto, pidió permiso para ir a visitar a los tíos que vivían en Los Palacios, y se fue. Según él, su mamá había dicho que el domingo no vendría, y entonces nos pusimos de acuerdo para ir a esperarlo al entronque cuando regresara.
La última guagua pasaba a eso de las siete. Después de esa hora, no había nada más hasta el otro día, pero la cosa se puso buena el mismo sábado por la noche. Quedaban tres o cuatro gatos en el comedor viendo la segunda película, y casi todo el mundo ya se había acostado cuando entró Gustavo Pardo, el director del campamento, un gordito calvo que se movía como un pingüino  dando alaridos y moviendo los brazos en todas direcciones:
--¡De pie, de pie, que viene gente!--. Era su grito de guerra, y avanzaba balanceándose y dando golpes contra los tubos de las literas, poseído.
Así nos había despertado otras dos veces en esa misma escuela al campo para avisar que venían los caballistas. Los tipos pasaban a caballo por frente al campamento, daban gritos y lanzaban piedras y teas encendidas contra los albergues y el comedor. Luego desaparecían con la promesa de que volverían, en el peor estilo de las películas del sábado. Lo peor era cuando entraban al campamento. Aprovechaban que la gente estaba distraída con dos o tres de ellos que corrían de un lado a otro por el camino, mientras alguno, a veces el más atrevido se metía por atrás, daba una vuelta y desaparecía volándose alguna cerca. Sin embargo, la gente estaba más o menos organizada. Sabíamos que cuando venían los caballistas había que correr al comedor a buscar bandejas. Y las bandejas salían volando como un platillo, y al caballista que le diéramos un viaje… Pero era difícil. Se movían muy rápido y las bandejas pasaban de largo al otro lado del camino.
 --¡De pie, carajo, que viene gente! ¡De pie!--. Repetía el director a voz en cuello.
Salimos en tropel por el frente del albergue y entonces lo vi pasar de largo. No venía nunca de frente. Era uno solo y se cuidaba muy bien de los tiradores de bandejas. Pero pasó un buen rato, un cuarto de hora o algo así, y no volvió a aparecer. Los profesores les dijeron a los muchachos de doce grado que se quedaran vigilando, acostados ante la cerca del campamento. El resto, los de décimo y onceno  nos fuimos dispersando poco a poco. Se nos ocurrió ir  a visitar a las hembras antes de acostarnos pero primero fuimos a lavarnos las manos, Yoselis, el Yorda, y yo. Llegamos a los lavaderos que estaban al fondo del campamento, un lugar más oscuro que el resto de las otras áreas, iluminado por una bombilla incandescente, casi anaranjada y a punto de fundirse. Entonces Dioscelis tuvo una de sus ocurrencias:
--Caballeros, ¿se imaginan que se nos aparezca el caballista por acá atrás?
Casi intuitivamente, al mismo tiempo, como si la mirada de ese tipo hubiera sido capaz de calarnos a todos hasta los huesos, levantamos los ojos. Allí, del otro lado de la cerca, estaba él, mirándonos como una criatura extraña, como si viera por primera vez a tres seres humanos.
Nos quedamos mirándolo paralizados, sin saber qué hacer, ni poder movernos del miedo. Nadie se atrevió a gritar, ni a salir huyendo. Era una figura blanca, con el rostro apenas perceptible, pero la forma del caballo y su silueta con la cara cubierta estaban claras. Los cinco segundos en que el corazón y la respiración se paralizan duraron una eternidad. Entonces, el caballista se fue en silencio, como si estuviera triste, lentamente, como si supiera que no íbamos a dar la voz de alarma. Era como un regalo que nos había hecho:
--“Ustedes son los únicos que me van a ver así.”
Nos quedamos paralizados medio segundo más y luego nos fuimos de allí como pudimos.  A través de una de las ventanas del albergue de las hembras vi a Anaida con los ojos enrojecidos. Las señales de la histeria todavía se veían por todos lados y cada una contaba el cuento como le daba la gana, menos Anaida que parecía más tranquila.
--Pero vieron a uno solo, ¿no?--, pregunté yo.
--¡Claro Madrigal, pero si no te estamos diciendo que casi se mete dentro del albergue!--, me contestó Yipsy, --Maité, Anaida y yo íbamos saliendo en ese momento, cuando lo vimos de frente--. Las dos muchachas se quedaron calladas y nosotros nos volteamos a esperar lo que Anaida iba a decir, pero siguió en silencio. Maité salió de atrás de una maleta de ropas hablando a gritos, y entonces uno de nosotros les dijo que lo acabábamos de volver a ver. Las profesoras dijeron que iban a apagar las luces y nos mandaron a dormir.

III. El domingo también amaneció lloviznando y a eso de las seis Yordano y yo nos escabullimos sin que nos vieran los profesores para ir hasta el entronque a encontrarnos con Ares. Lo extrañaba. Tenía ganas de hacerle el cuento del caballista.
Marabú y malezas inútiles eran lo único que había por todo aquello, hasta que justo a medio camino entre el campamento y el entronque, aparecía una granja de ocas. Más allá, en terrenos un poco más altos, estaban las vegas de tabaco, invisibles desde esa parte del camino.
 Al llegar a la parada, nos guarecimos en la caseta; ni sombra de guagua, ni carreta, ni caballos tampoco, gracias a Dios. Nada que se moviera. Era una de esas tardes en que el sol había sido gris por un día entero.
-- ¿Faltará mucho para las siete?--, le pregunté a Yordano.
--No creo--, me dijo, --pero tengo la impresión de que estamos aquí perdiendo el tiempo.
--Oye, que la guagua procure pasar rápido, porque si no  me voy echando pa’l campamento; que Ares regrese solo.
--La guagua no va a pasar.
--¿Qué dices?
--En un rato empieza a oscurecer, Madri --, me dijo el Yorda tirando bolitas de papel mojado a un charco frente a nosotros como si estuviera melancólico.
-- ¿Qué te pasa?
-- Nada, vámonos.
La guagua nunca pasó. Estaba claro que no pasaría con el tiempo tan malo que había estado haciendo durante todo el fin de semana. Por lo menos eso fue lo que nos dijimos para no sentirnos culpables. Corrimos por el camino tan rápido como la llovizna y el fango nos permitieron. Atravesamos por un trillo que había por dentro del marabú, un atajo que nos había enseñado un jefe de campo. De allí al campamento todo nos era mucho más familiar, pero la cantidad de fango era mayor.
Llegamos a la primera casa de tabaco cuando ya era casi completamente de noche. Las puertas se habían quedado abiertas de par en par y el tabaco seguramente se habría humedecido. El Yorda y yo miramos adentro por un instante, sentimos el olor dulzón del tabaco húmedo que se mezclaba con el de madera quemada. La sorpresa no estaba dentro de la casa oscura sino fuera. Allí, casi al lado de la casa de tabaco, vimos los restos de una hoguera. Nos paramos bajo la lluvia a contemplar maravillados el fuego que estaba ardiendo todavía dentro de algunos de los troncos y los tizones encendidos. Hasta hoy, ese es uno de los grandes misterios que conservamos en la memoria el Yorda y yo. De vez en cuando hablamos de eso, aparece en algunas historias de cosas raras que nos sucedieron y seguimos sin entenderlo. ¿Quién había encendido esa hoguera allí, al lado de la casa de tabaco, a espaldas del campamento, y cómo era que seguían esos tizones encendidos? El que fuera, la había abandonado hacía poco, o tal vez alguien, alguno de los pocos padres que vinieron de visita, la había encontrado y la habían vuelto a avivar. Acercamos las manos un instante, atraídos por el calor, por la luz que salía de allí, y una sensación atávica, familiar nos recorrió. Hice la pregunta que el Yorda no se atrevía a hacer, pero que estaba flotando en el aire, imposible de ignorar:
-- ¿Quién encendió esto? ¿Tú crees que alguno de los padres haya venido hasta acá y se haya puesto a cocinar aquí?
-- ¿Debajo de esta lluvia? Me dijo el Yorda. ¿Tú estás loco Madrigal?
--¿Y entonces?
 Nos miramos en silencio y sentimos el miedo otra vez; el mismo miedo que habíamos sentido la noche anterior ante el caballista, y el miedo a la soledad, a la noche, a la lluvia. Miré alrededor para asegurarme que nadie nos observaba pero estábamos solos; en medio de un campo desierto, aunque el campamento estaba al otro lado del campo, atravesando el camino.
--Esto es lo mismo que deben haber sentido los hombres al principio de los tiempos--. Fue lo que se me ocurrió decir, siguiendo un impulso de filosofar que me sacudía violentamente de vez en cuando.
-- No hables más basura y corre--, me respondió sin piedad.
Cuando llegamos al campamento, Ares estaba allí, fresco como una lechuga: el mismo de siempre. Como si nada hubiera pasado, como si nos hubiéramos visto diez minutos antes. Nosotros enfangados, todavía con algo de pavor en el alma y él limpio y radiante.
--Cabezón, ¿y tú por dónde viniste?
--Por el camino. ¿Por dónde iba a ser?
--Imposible--, le dije, --cuando regresamos la guagua no había pasado, atravesamos por el trillo de Amparito, ¿y tú llegaste primero que nosotros…?
Ares se quedó mirándonos como si fuéramos unos extraños, unas criaturas que viera por primera vez.
--No sé lo que hicieron ustedes, pero yo vine por allí--, dijo señalando al camino, oscuro y anegado.



José Manuel Domínguez es director de teatro, poeta y narrador. Estudió dirección y actuación en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Se estableció en Miami, Florida, en el año 2000. Le acompañan en su vida dos mujeres extraordinarias: su esposa Marángeli y su mamá Loli, así como su perro Sombra.