Saturday, June 28, 2014

GARABATO No. 67


     

 
 
Por Eduardo Rodríguez Solís


      La niña Jesusa se fue caminando por la playa. El cielo estaba nublado y el ambiente era francamente húmedo. Las olas entraban con fuerza y se alejaban con lentitud.
      La arena estaba suavecita y casi no provocaba ruidos, si uno la pisaba.
      Pero esa superficie empezó a ablandarse, y uno como que se sumía.
      Fue entonces cuando la niña Jesusa se alarmó, pues sentía que algo vivo se movía ahí abajo.
      Hasta que salió una mano delicada. Era una mano de mujer… Luego, ese cuerpo extraño, sumido en la arena, se descubrió.
      Ahí estaba una sirena. De la cintura para arriba era una bella mujer… Y de la cintura para abajo, era un pez fuerte, lleno de vida.
      Y la niña Jesusa estuvo a punto de salir corriendo, pero la amable voz de la sirena la detuvo.
      --Yo soy, si quieres, tu amiga. Y si soy tu amiga, puedes recibir protección de mis dioses –dijo la sirena, que se llamaba Luz del Horizonte.
      La niña Jesusa supo entonces que las sirenas podían respirar en el mundo de los humanos y en las profundidades de los mares. Y que cuando una sirena se sumergía en la arena estaba a medias en el mundo de los humanos, y a medias en el mundo de la fauna marina.
      --¿Y por qué estabas enterrada en la arena? –preguntó la niña Jesusa.
      --Porque a veces me canso de moverme en el mundo submarino –dijo la sirena Luz del Horizonte.
      Entonces la niña Jesusa supo que todos los mundos tenían sus defectos y sinsabores… Es que, como ya lo sabía la niña Jesusa, vivir no era fácil… Porque la vida se te presenta a veces con piedras o rocas que te impiden caminar libremente.
      Y cuando se hicieron amigas, de no sé dónde, la sirena Luz del Horizonte sacó una pequeña guitarra, y se puso a interpretar una bonitas melodías. Esos sonidos organizados eran las voces infinitas de las profundidades.
      Y si escuchabas y entendías el sentido mágico de esta música, podías, si querías, ver a los dioses de las profundidades.
      La niña Jesusa entendió entonces que cualquier mundo tenía lugares buenos y malos. Y al hacerse amiga de la sirena Luz del Horizonte, se hizo de un segundo corazón… El primero del mundo de los humanos y el segundo del universo de las profundidades.
      Y teniendo dos corazones, el flujo sanguíneo se hizo equivalente a una cascada prodigiosa.



Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picadoSobre los orígenes del hombreDoncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
 

Saturday, June 21, 2014

GARABATO No. 66



 


Por Eduardo Rodríguez Solís
 

      Él se llamaba Minimán. Tenía una altura de ocho pulgadas. Tenía dieciséis dedos en total… Cuatro en cada mano, como si fuera pariente de Mickey Mouse.
      Un día, un tío que le gustaba subir a las montañas, le regaló una pluma bic, round stic, seca, sin tinta. Esa pluma inservible servía de estaca o bastón, y debía utilizarse en largas caminatas. La punta de la pluma era arma para defenderse de los ataques de gatos, perros y pájaros azules.
      Entonces, cuando caminaba Minimán, llevando su estaca, parecía un samurai japonés. Iba seguro, subiendo y bajando montañas, apoyándose siempre en su largo bastón.
      Un día, su monótona existencia tuvo un interesante descalabro. Atrás de un viejo árbol encontró una caja de cartón. Ahí dentro estaba una tortuga dorada, de sólida cerámica.
      En la parte de abajo había una etiqueta con un texto que decía “si me tocas tres veces, el mundo cambia”.
      Siguió Minimán las instrucciones y el día se volvió noche. Luego, repitió la rutina, y la noche se volvió día.
      Minimán, admirado por los acontecimientos, corrió con su estaca y su tortuga dorada hasta la cima de una montaña. Desde ahí, observó bien el paisaje que era verde y lleno de árboles frutales, y tocó tres veces a la tortuga mágica.
      Entonces el paisaje cambió y se volvió todo seco y sin árboles… Volvió a repetir la rutina, y la grandiosidad de lo verde, con sus árboles frutales, volvió a aparecer.
      Un poco cansado, se fue hasta el pueblo de los enanos, y se sentó en las escaleras de un tendajón. Apoyó su estaca en un poste y puso la tortuga dorada a la vista.
      Un hombre elegante (también enano), que parecía el dueño del universo, y que vestía con sedas finas y traía muchos diamantes en anillos de playa y oro, le preguntó si vendía su bastón y su Tortuga.
      Minimán supo que ese hombre elegante era un Rajá del lejano país Chururú. Tenía un palacio con treinta y cinco torres, y un harem de más de cien mujeres.
      Como el Rajá insistió con su pregunta, Minimán dijo que él no vendía nada, y que si lo hacía, pediría veinte guineas por su estaca y trescientas guineas por tu tortuga.
      Entonces el Rajá se carcajeó y dijo: “Estás más loco que una cabra”.
      Minimán se levantó y tomó su estaca y su tortuga dorada. Y se fue caminando hasta llegar a la orilla de un río.
      Ahí, desnudó sus pies y quiso lavarse sus ocho dedos. Luego, metió sus manos a la frescura de las aguas. Y en esas estaba, cuando un gato siamés, enorme, saltó y se puso cerca de su tortuga dorada.
      --Sácate de aquí –dijo Minimán, y quiso pinchar al gato con la punta de su bastón.
      El gato siamés tiró varias tarascadas, y volaron por ahí fragmentos de filosas garras… Y Minimán siguió atacando al gato siamés con su pluma bic, y aquel hijo de tigre se fue, maullando en tonos de descontento.
      Minimán dejó el río y se puso sus botas, y se fue con su estaca y su tortuga mágica.
      Llegó a su casa, y ahí lo estaba esperando el Rajá de Chururú.
      Uno de los criados del Rajá abrió un cofre lleno de diamantes.
      --Todo esto es tuyo, a cambio de tu bastón y tu tortuga –dijo el Rajá.
      Minimán no dijo nada. Sólo tomó una escoba y se puso en guardia, como si fuera un auténtico samurai.
      --Voy a contar hasta tres, y si sigues aquí, te agarro a escobazos –dijo Minimán.
      Y el Rajá y su larga comitiva se fueron por donde llegaron…
      Decepcionado y triste, el Rajá de Chururú, iba tirando diamantes, como si fueran pétalos de margaritas… Y el camino se iba volviendo sendero de luces de colores…


Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picadoSobre los orígenes del hombreDoncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
 

Saturday, June 14, 2014

GARABATO No. 65


 
 
 
Por Eduardo Rodríguez Solís
 

      Daba vueltas y vueltas en la cama, y no se dormía. Estaba difícil atrapar un sueño reparador. Estaba muy difícil.
      Pero al apretar fuerte los párpados se sintió como flotando entre las nubes.
      Y ahí, un viejo extraño se le apareció. Este ser era raro, muy raro. Era una cabeza con muchas greñas de cantante de rock and roll. Sus brazos salían al lado de sus orejas, y sus pies se movían debajo de su barba… Era una cabeza peluda, con brazos que salían de su cerebro, y con pies que surgían de su mentón.
      Ese viejo, más chico que un enano, se le puso enfrente y le dijo que se sabía que su deseo mayor era volar como los pájaros.
      Y que entonces, para lograrlo, tenía que hacer muchos aviones de papel.
      Esos caprichos de origami se tenían que guardar en las bolsas del pantalón del amante de los vuelos.
      Y, luego, ya estaba listo para la prodigiosa experiencia.
      Acto seguido, el sueño culminó y el hombre, todo sudoroso, abrió los ojos.
      Y metido en su triste soledad, se fue caminando hasta donde estaba una torre que pretendía atravesar las primeras nubes.
      Subió por la escalera vertical y llegó hasta las nubes que parecían de algodón de azúcar.
      Y abrió sus brazos, como si fuera una paloma o un cóndor, y empezó a flotar entre los vientos.
      Y subió y bajó, como si fuera un experto cardenal rojo, y se volvió de verdad un ser que dominaba las artes del vuelo.
      Y luego se fue con los vientos asirios, y se elevó hasta los primeros planetas… Y ya no se supo nada de él.
      (Esto puede pasar si uno se lleva a la realidad las cosas que son propiedad privada de los sueños. Esto lo digo, porque lo digo.)
      Pero, déjenme decirles que el viejo que era sólo cabeza, un día me vino a ver, con un cuaderno lleno de fantasías… Ahí, con letras rojas, estaba la leyenda del hombre que quiso volverse pájaro. Y en una bolsita de plástico llevaba muchos aviones de origami.
      Me regaló uno que parecía un jet 747… Este juguete de papel lo traigo como amuleto en mi cartera.


Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picadoSobre los orígenes del hombreDoncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
 

Sunday, June 8, 2014

GARABATO No. 64


 

 

      Por Eduardo Rodríguez Solís
 

      Ardilla Ludivina era un animalito que se alimentaba con semillas. Era una elegante ardilla que vivía sola (o acompañada de su sombra). Tenía una cola esponjada que, al estar hacia arriba, se veía desde cualquier punto distante.
      Guardaba comida para los tiempos difíciles. Y su alacena estaba debajo de una gran roca de río.
      Corría con rapidez y podía ser muy buena para los trancazos. Entonces, y sólo entonces, parecía discípula de Cassius Clay.
      Pero un día su vida cambió. Es que el amor se había hecho presente.
      Un conejo blanco era el culpable de esa nueva vida.
      Pero los dos animalitos (la ardilla y el conejo)  se cuestionaron sobre los efectos de la cigüeña… Si tenían un hijo, ¿iba a tener las orejas grandes y la cola esponjada? Terrible interrogante.
      Pero gracias a los cielos, el regalo de la vida vino por partida doble. Y en el nido que se había hecho se depositaron dos seres. Un conejo y una ardilla.
      El conejito se alimentó siempre con semillas de girasol y la ardilla lo hizo con zanahorias tiernitas.
      Ardilla Ludivina, la mamá de las criaturas, abrió un camino que empezaba al principio del arco iris y terminaba al final. Ahí jugarían sus babies.
      El conejo blanco, el papá, sembró muchos árboles para tener sombra en los calurosos veranos.
      Y los padres de las criaturas reclutaron a una escuadra de pájaros azules, para cuidar a los niños… Y contrataron al viejo búho del bosque como maestro de las primeras letras.
      Pasó el tiempo, y la cigüeña hizo otras visitas, siempre con regalo doble… Es que el mundo de estos animales tenía un equilibrio perfecto.

 
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picadoSobre los orígenes del hombreDoncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
 
 

Wednesday, June 4, 2014

GARABATO No. 63


 
 
 
Por Eduardo Rodríguez Solís
 

      Era un enanito aventurero y audaz. Traía en la cabeza, de noche y de día, un dedal, como los que usaban las abuelitas en su costura, y llevaba siempre, a la mano, un alfiler con punta afilada y bolita de plástico en el otro extreme.
      Con el dedal se cuidaba la cabeza, pues el dueño de la casa donde deambulaba, comía ciruelas y aventaba las semillas al suelo… Y esto, a veces lo hacía con fuerza o con rabia… Y el dedal era entonces como un casco de futbol americano, que atenuaba los golpes de lo lindo…
      Y con el alfiler picoteaba a los gatos, que a veces lo correteaban, y que eran una docena, sin contar a los mininos que llegaban como invitados a la hora de la comida…
      Es que este Rupercio, el dueño de la casa, servía comida gatuna en raciones grandes.
      Pero un día soleado, Chico Chiquito, el enano de nuestro cuento, se fue a bañar a la fuente  de azulejos azules, que era casi propiedad privada de unas ranitas.
      Y Chico Chiquito dejó su casco y su espada en una hendidura de la fuente.
      Y un loco caracol, que coleccionaba de todo, desapareció o robó estas cosas de metal que le daban protección al enanito.
      Entonces, al terminar Chico Chiquito su sabroso baño se sintió muy miserable sin sus armas protectoras… Ya no tenía su espada puntiaguda, con la que les picaba la panza a los gatos que lo perseguían, y ya no tenía su casco protector de los proyectiles que salían de las ciruelas.
      Y su primera noche después de esto fue una tragedia para Chico Chiquito, el enano de nuestro relato… No pudo cerrar los ojos para caer en un placentero sueño. Se sentía desprotegido. Le caían en la cabeza las semillas de ciruela, y casi le perforaban el cuero cabelludo. Y los gatos, conocidos o extraños, lo perseguían y Chico Chiquito no podía picarles la panza.
      Pero donde las cosas se pusieron al rojo vivo, fue en la casa de los caracoles. El caracol mayor, el que se creía el mero mero de esa familia, el caracol loco, había llegado a su casa convertido en un “gato con botas”. Traía un dedal en la cabeza y levantaba muy arriba un alfiler de costura, que era ahora su espada de mosquetero.
      Pero la esposa del caracol, se puso sus pantalones y empujó al loco caracol fuera de la casa, y lo obligó a devolver ese casco y esa espada que no le pertenecían.
      Entonces, antes de que cantara el viejo gallo, el enanito Chico Chiquito ya estaba de nuevo con su casco bendito y su alfiler mágico.
     Y cuando tuvo sus amados enseres a la vista, les dijo: “¿Dónde andaban, amigos míos?” Y el dedal y el alfiler se guiñaron entre sí un ojo, como diciendo: “Estábamos muy cerca y muy lejos… Pero ya estamos aquí, cerca de tu corazón.”
      Entonces, Chico Chiquito suspiró tan profundamente que, estando al principio de una escalera, perdió el equilibrio y se fue rodando, escalón tras escalón.
      Caía estrepitosamente, pero estaba feliz como una lombriz.
      Se carcajeaba como una hiena, y transmitía su felicidad a enanos, a gigantes, a los animales del bosque y a todos los árboles, plantas y flores que se veían por todos lados.



Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picadoSobre los orígenes del hombreDoncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)