Tuesday, August 28, 2012

MI PLANETA MELODRAMA


Liliam Domínguez: Tourist_Info, C-Print
http://www.liliamdominguez.com./


Por Nara Mansur
 
de su poemario Un ejercicio al aire libre (2004)
 
 
Todo está tan tranquilo
la playa, las estrellas, los sillones
el cielo aparece recortado por esa ventana:
el mundo persiana, fragmentos de cosas distintas
vidas en extractos de perfumes
desfiguraciones, mirada-casa, sensación-hombre
conflicto anudado en el vecindario, esquina rota.
Mis gavetas están llenas de esquelas mortuorias
¿Quién las puso ahí?
Voy a colocar la bandera sobre el Reichstag
porque la guerra no ha terminado.
Sólo la foto la hizo en apariencia desaparecer.
Sólo el héroe desconocido y hermoso...
Pero seguimos concentrados detrás de la alambrada
aunque no se vean los huesos en las fotos
sino la risa de oreja a oreja
síntoma de la cirugía plástica de los bajos fondos.
Hoy casi todos tenemos una cama y sueños debajo
complejos y disecciones, murallas, enfermedades
un dossier de labios rojos y todos los creyones posibles.
Y la ilusión de que el que subió a lo alto del edificio
a quitar la tela
regrese de un momento a otro.


Nara Mansur es poeta, autora de textos para la escena y crítico teatral. Ha publicado los poemarios Mañana es cuando estoy despierta (2000) y Un ejercicio al aire libre (2004). Recibió el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén 2011 por su cuaderno Manualidades así como el Premio de la Crítica Literaria 2011 por su libro Desdramatizándome. Cuatro poemas para el teatro. Sus textos Ignacio & María y Charlotte Corday. Poema dramático han sido llevados a escena por los grupos Teatro D’Dos y la Guerrilla del Golem. Actualmente es colaboradora del Estudio Teatral El Cuervo que dirige Pompeyo Audivert en Buenos Aires.

Thursday, August 23, 2012

FAHRENHEIT


 
Foto: Isabel Pérez Lago


 
Por José Manuel Domínguez


Escribo en silencio mi poema interminable
el poema del hombre que igualmente no termina
un hombre al que le crecen cicatrices y recuerdos
que contempla al final del muelle el mar que sube,  la marea inmensa
y va tomando notas de cada instante de la luz, del sol oscuro
de cada visitante, de cada pez
cada medusa que asoma la cabeza blanda entre las aguas
de cada hombre o animal que pasa y grita
o simplemente grita sin pasar por mi poema


De todos ellos voy dejando el trazo
y de las uñas que se clavaron en mi espalda
de las veces que he pedido que me claven las uñas
también llevo la cuenta
de las súplicas de que me dejen marcas
para que luzcan como almejas despegadas
y cuando el mar suba y yo me inunde
quiero ser la parte alta de ese muelle
el último vestigio de tierra visitada
un lugar donde anclaron los navíos
y que el poema flote o se hunda inacabado


Quiero que pesen en mis hombros
uno por uno, todos los brazos, los viajes, las maletas
los frutos de la tierra, las voces de todas y de todos
especialmente las de aquellos que dijeron, ¿por qué no?
¿por qué no pesar también sobre tu espalda?
por qué no ser parte de ese ruido infinito que te habita
y aparecer tal vez algún día en tu poema.

 
José Manuel Domínguez es director de teatro, poeta y narrador. Estudió dirección y actuación en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Se estableció en Miami, Florida, en el año 2000. Le acompañan en su vida dos mujeres extraordinarias: su esposa Marángeli y su mamá Loli, así como su perro Sombra.

Monday, August 20, 2012

JUGUETE DE ORIGAMI

Foto: Eduardo Rodríguez Solís



Por Eduardo Rodríguez Solís


      La bruja ya tiene mucho tiempo conmigo. Primero andaba en el coche, colgada del espejo. Me acompañaba a todas partes y era difícil dialogar con ella. Es que se trataba de una bruja de juguete, de trapo.
      Su capucha y todo su vestido son negros. Y en la mano derecha lleva una manzana. Es que es, ni más ni menos, la bruja de Blanca Nieves.
      Según su etiqueta fue hecha en Tailandia. Cosa rara, porque casi todas las cosas que nos rodean son fabricadas en China. Qué le vamos a hacer. Aquellas gentes de Oriente (todas) hacen todo. Por eso su economía ha crecido. En cambio nosotros dormimos siempre la siesta del fauno.
      La bruja tiene una verruga bien grande. Es parte de su personalidad. Sus ojos están siempre abiertos al máximo. Aquí no hay pestañeos.
    Yo la conocí en el cine, pues varias veces me llevaron a ver esta película de Walt Disney. Me pareció un personaje muy malo, muy descarado. Y cuando aparecía en escena, yo subía mis piernas a la butaca, pues pensaba que la bruja me podía pellizcar por debajo.
      En esa época de mi niñez dejé de comer manzanas. “Si me meriendo una de esas frutas, a lo mejor me quedo dormido toda la vida”, le dije una vez a una niña vecina… Ella enseguida me dijo que las cosas del cine eran asuntos de la fantasía.
      Yo jugaba con mis pensamientos. Blanca Nieves era mi linda vecina y yo era el príncipe que la iba a despertar con un beso… El bosque de nuestra historia era inmenso y fácilmente te podías perder ahí.
      --Te voy a enseñar un escondite –me dijo la niña Ángeles--. Arriba de esa montaña hay una cabaña abandonada. Dentro, hay pinturas muy bonitas.
      En mi imaginación nos fuimos corriendo un día de mucha lluvia. Íbamos con la ropa empapada. Había mucha emoción en nuestros corazones. Y todos esos cuadros que vimos nos fascinaron. Pero Ángeles se quedó muda ante un paisaje que tenía al fondo una cascada.
      --Algún día vamos a llegar a ese lugar –le dije--. Entonces vamos a subir hasta las últimas rocas, y desde ahí nos aventaremos por la fresca corriente.
      --Pero siempre nos persigue la bruja –dijo ella--. Ella nos observa con esos ojos que siempre están abiertos. Es como un detective que trae una lupa en la mano.
      --Con esa lupa ve hasta los insectos –decía yo.
      Nunca estuvimos juntos Ángeles y yo viendo la película de Blanca Nieves. Éramos vecinos, pero pertenecíamos a clases distintas. Ellos eran de sangre europea, y yo tenía mucho de indio azteca. Pero uno era propietario de su propia imaginación, y ahí, uno era el rey y soberano. Y uno hacía y deshacía con los pensamientos. Entonces sacaba de la cabeza serpentinas de colores. Había tiras rojas, amarillas, azules, del color que fuere…
      Tronaba uno los dedos y uno se volvía como un Houdini extraordinario. Y si uno deseaba que el cielo fuera color de rosa, se volvía de ese color. Uno entonces caminaba con una varita mágica… Dios… Uno era Dios… Como los escritores, como los pintores de altos vuelos.
      Un día la dichosa bruja me cerró un ojo, como diciendo, “cuidado, que aquí viene una sorpresa”. Yo me alboroté demasiado y me fui corriendo a un parque, y me senté en una fuente.
      Llegó por ahí un vendedor de “alegrías”. Yo compré una. Eran como dos plaquitas dulces, como una tostada, con una embarrada de cajeta en medio. (Bocado de cardenal.)
      Yo pregunté por qué se llamaban esas golosinas “alegrías”. Y el viejito me dijo que esos bocados estaban llenos de verdad, de alegría.
      --Antes, en los velorios, se repartían estas golosinas –dijo el viejo.
      Mientras todo eso pasaba, me pude dar cuenta que la bruja de Blanca Nieves estaba enjuagando su manzana en la fuente. Y, extrañamente, el líquido fresco y transparente se volvía plateado.
      --¿Qué andas haciendo? –le pregunté a la bruja.
      El personaje de Walt Disney se llenó de enojo y me sacó la lengua.
      Yo metí la mano al agua y le aventé un salpicón. Y ella, la brujita, se esfumó, dejando en el aire unas burbujas como de jabón.
      Me fui entre los árboles y busqué a esa amante de las manzanas, pero no había rastros. La bruja encantada, con su ropa toda negruzca, con su cara de maldosa, por no decir cara de diablo, se había largado a otros lares.
      Entonces, fui por otra “alegría”, y me la fui comiendo mientras me acercaba a la casa.
      Y resulta, queridos amigos de las fábulas y los cuentos, que la brujita de trapo ya no estaba en su sitio. Había desaparecido, y encima de la almohada de mi cama, descubrí un papel doblado como un avión.
      En el fuselaje había algo escrito.
      Desdoblé aquel juguete de origami y traté de entender las palabras. La lluvia caía con fuerza y  mucha melancolía se apoderaba del ambiente.
      “Amigo de las brujas y los duendes… Cuando veas a una bruja enjuagando manzanas, no destruyas la ilusión. Déjala vivir, déjala construir castillos o palacios de cristal… Que la ilusión se vuelva como un himno, como una coral… Que esa situación dramática se sostenga… Porque la vida de todos la necesita… Y si terminas de leer estas palabras, si ya lo hiciste, reconstruye el avión de juguete y lánzalo por la ventana…”
      Obediente, silencioso, doblé el pliego, y me fui hasta la ventana. Dejé entonces que el viento de la noche se sintiera, y arrojé con mucha fuerza el juguete de origami.
      El avión de papel se fue planeando, y subió y bajó… Hasta que un aire lo empujó hacia los cielos…
      Yo lo busqué, pero se me perdió en las penumbras…



Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)           

Wednesday, August 15, 2012

EL JARDÍN DE LOS FINZI CONTINI





Por Nara Mansur

de su poemario Un ejercicio al aire libre (2004)


La conversación fue en idioma tartamudo con largas pausas
con la lengua como un tropel
agazapada, saltando, preparada para decir:
“angustia de tenerte en mis brazos”
pero en palabras incorrectas
muy bajitas: “angustia de sentirme abandonada”.
Palabras que comen harina y guayaba
con un poco de gracia en el refinamiento de la servilleta:
azúcar refino, labio pispireto, guayaba sentimental
con un refinamiento en el desapego
una sonrisa de globo roto, un pinchazo en la oreja.
No te quiero, no te quiero. Me olvido. Me sulfato.
Agonizo.
¿Cómo soportar su mirada vacía
sin ojos
el delicado proceder del merengue?
¿Qué es lo que usted me está diciendo?
¿Usted dijo huelga? ¿Usted se queja?
En medio de una sola frase mía toda de pausas
rellenó de silencios la laguna de la leche cerebral.
¿Quién será más fuerte, el débil que se enfurece
o el fuerte demasiado confiado de sí, debilitado?
Cierro los ojos (lo único que me quedaba abierto)
soy una ruina con merengue en las comisuras
soy una mujer con los ojos muertos
no digo nada, no veo nada.
No enseño nada, ni mis ojos ni mis labios
nada.
Soy nada.
Lloro por el kitsch totalitario
por el llantén malgastado en una clase de botánica.
Lloro por preguntar.
Lloro porque no saben bien mi nombre
ni mi ocupación
no saben qué he estado haciendo estos diez años.
No tengo ninguna misión que cumplir
acabo de darme cuenta.
Hago el bien por generación espontánea
como gen adquirido por contagio familiar.
Una familia, un reino, el jardín de los Finzi Contini.


Nara Mansur es poeta, autora de textos para la escena y crítico teatral. Ha publicado los poemarios Mañana es cuando estoy despierta (2000) y Un ejercicio al aire libre (2004). Recibió el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén 2011 por su cuaderno Manualidades así como el Premio de la Crítica Literaria 2011 por su libro Desdramatizándome. Cuatro poemas para el teatro. Sus textos Ignacio & María y Charlotte Corday. Poema dramático han sido llevados a escena por los grupos Teatro D’Dos y la Guerrilla del Golem. Actualmente es colaboradora del Estudio Teatral El Cuervo que dirige Pompeyo Audivert en Buenos Aires.

Saturday, August 11, 2012

LLANTO DE NARCISO

Liliam Domínguez: Mecedora, C-Print
http://www.liliamdominguez.com./


Por José Manuel Domínguez

A María Elena Diardes


‒Así es la vida ‒dijo McDunn‒. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
                                                                                     Ray Bradbury, La sirena


Iván está de vuelta. Tras el silencio de sus padres se puso de pie sin decir nada y vino a mirar por la ventana de la habitación que alguna vez fuera la suya. Vino a llorar con la cabeza colgada en el vacío, a dejar que las lágrimas queden suspendidas por instantes en el aire; a que el viento díscolo juegue con ellas y luego las deje perderse una a una en el vapor de la avenida. Iván va a descubrir que más allá del dolor, de ese taladro  incandescente que está quebrantándolo, está a punto de comenzar a contemplarse a sí mismo. Dentro de un instante un fantasma conocido podría aparecer ante él: el fantasma de los momentos concientes que lo agobia y que lo hace manotear en el aire recordándole lo bien que se ve mientras llora. Ahora levanta la cabeza para volver a mirar  hacia el mar oscuro, y las cortinas de las ventanas parecen velos de novia volando con el viento. Está sin camisa, inmóvil, y no entra nadie a la habitación del apartamento del piso noveno. Su figura de espaldas recuerda la de una foto tomada por uno de sus amigos al final de la adolescencia en unos arrecifes. Sobre las rocas, también sin camisa, miraba al mar. Pero aquella foto es en blanco y negro, en gris. Todo es gris porque lloviznaba; el típico día de la temporada de huracanes en la isla y la espuma de las olas vuela en el aire con el viento.  Ahora no, ahora es de noche, es abril y han pasado los años pero allí está la misma figura enmarcada por una ventana. Ya no es un adolescente, sino un hombre de espaldas, absorto en el reflejo de las luces de la avenida sobre el mar.
Él sabe que las peores noticias llegan siempre de noche, resbalándose por su vida silenciosamente, como si pudieran suceder sin que él fuera a reconocerlas, como si pudieran traspasarlo y seguir su curso incógnito, avergonzadas de no estar a la altura de las circunstancias. Cuando llega una de esas noticias devastadoras, a Iván le dan deseos de saltar en el agua del río donde se bañaban Yipsi y él, cuando eran casi adolescentes. Pero esta vez, la noticia tuvo que ver con ella. Iván no quiere acordarse de ese río pero un flashazo le pasa por la mente; una chispa inesperada de electricidad que activa lugares y momentos de la memoria y hace que los recuerdos aparezcan al azar, siguiendo su propia lógica: de la línea del horizonte que ha borrado la noche, surge un barco tanquero, y tras el tanquero una barca con una linterna en la proa: “El dulce abismo”, el fondo oscuro de la noche, la luz de un quinqué en el fondo, que cuelga de un horcón en la casa de ella, una casa vieja, con dibujos polvorientos de hojas y árboles que empapelan una pared de su cuarto.
El polvo los ha ido cubriendo por años y entre ellos está el de un barco, que es el único que Yipsi no ha dibujado. Es un regalo de él, de cuando eran niños, y descansa en una esquina de todo aquel bosque fantástico. Al dibujo de Iván, Yipsi le añadió un avión y una barca más pequeña y siempre regresa a él para restaurarlo cada vez que viene de visita a la casa de sus padres, porque es uno de los pocos recuerdos que le quedan de Iván, del Iván de aquellos años de la niñez, porque se fue hace ya tiempo y ahora casi no escribe, no envía fotos, nada. Es difícil haberlo tenido tan cerca, haberlo abrazado y besado cuantas veces se le antojara, haberlo curado de amores y borracheras, haberlo retratado en todas las formas posibles y a todas horas y ahora no tenerlo más. Iván no lo sabe o no lo siente. Yipsi no sabe cómo curarse sola, no tiene adónde correr ni a quién llamar. Ya no tiene el cuerpo del amigo que ha deseado en silencio, su modelo, ese Narciso preferido a todos los Narcisos inmaduros que ha deseado y tenido; todos menos él. Está a punto de terminar su último cuadro, un Narciso con la figura de Iván, atraído hacia el agua no por su propia figura sino por un jacinto carnívoro tropical que lo observa aburrido, esperando a que caiga para engullirlo.
             Al dibujo que le dejó el Iván niño, le siguieron muchos objetos, algunas notas en la puerta, libros dedicados y un farol de barro cocido que Iván le regaló por uno de sus cumpleaños, pero ella siempre vuelve a aquel dibujo. Al principio siguió los trazos y los colores originales, pero ahora es casi otro dibujo. Para salvarlo de que el tiempo lo destruyera, el original restaurado se ha ido convirtiendo en otra pieza de la naturaleza muerta de Yipsy. Algunas hojas tímidas van adornando la firma de Iván, y dan origen a las guías de una enredadera musgosa que acabará por atrapar al barco antes de que el tiempo y la humedad despeguen el dibujo de la pared. Por los bordes, otras hojas y ramas comienzan a caer desde los dibujos vecinos, lamiendo las orillas de la hoja de papel como la marea alta va lamiendo las arenas de las dunas hasta inundarlo todo. Sin embargo, ni toda la fuerza de la selva, ni los intentos salvadores de Yipsi van a impedir que un día el barco se vaya al fondo después de que el tiempo lo haya agujereado, y que de ese espacio en blanco en la pared nazca una ventana en una habitación vacía que da al mar frente a la cual flota el fantasma que Iván descubre en la contemplación de sus propios pensamientos, en la manía torturadora de sí mismo que lo hace intervenir en la secuencia de sus recuerdos para que todo sea perfecto, para que todo se cierre como un círculo porque así creía él que era la vida. Ahora, parado en la ventana,  se da cuenta de que en muchos años no ha vuelto a revisar esa creencia y de que hay muchas historias que se le han quedado sin cerrar.
‒No, no nos iremos lejos ‒decían Yipsi y él cuando planeaban algo, pero los padres sabían que era muy difícil mantenerlos bajo techo cuando había tanto campo afuera para correr, tantos senderos seguros que iban de un lado al otro de los hoteles, la piscina, las tiendas, el parqueo. Luego, más allá, estaban los senderos desconocidos, los que invitaban, los senderos que se alejaban del área y llevaban hacia otros caminos que se perdían en las montañas y que sólo la gente del lugar sabían adónde iban a parar. La mirada de Fermín, el padre de Yipsi, y la del padre de Iván habían cambiado. Sabían que los hijos estaban creciendo y el mundo se iba dilatando para ellos, hasta comenzar a rozar esas historias de lugares maravillosos que había por allí y que hasta entonces los niños sólo conocían de oídas: las cascadas, las pocetas de aguas cristalinas, los manantiales borboteantes al borde del camino, y por supuesto, el pequeño río que corría por debajo de una montaña y que en su camino se encontraba con lugares donde la montaña se interrumpía y entraba la luz del sol a raudales. Al fin, el río se liberaba completamente de la protección de la montaña y dejaba de ser subterráneo para correr a cielo abierto. En esos lugares donde la cueva se abría al cielo, aparecían sobre las rocas y  las paredes unos minúsculos paraísos, unos oasis de tierra blanda, en medio de un paisaje de piedra y agua, donde crecían matas de plátano espigadas, apuntando con descaro al mínimo cielo. Con el paso de los años, los helechos de las paredes y las espigas de mariposas blancas a la entrada convirtieron la gruta en una oda a la humedad, a la oscura femineidad de la tierra ante los ojos fascinados de Iván.
Ese lugar era ya una referencia gastada de sus padres y de los guajiros que pasaban por allí cargando una caja de cartón en las parrillas de las bicicletas, o unas alforjas a lomo de mulo. De esas cajas y alforjas a veces salían frutas, o paquetes de café sin tostar, o la cabeza de un pollo cautivo con cara de drogadicto que tenía las patas amarradas y que a Iván y a Yipsi les daba tanta pena que en más de una ocasión planearon que uno entretuviera al guajiro mientras el otro le soltaba el lazo de las patas al pollo. Sin embargo, nunca llegaron a hacerlo. Una tarde, Quintana, el guajiro favorito de los niños, de labios finos y voz aflautada, el único guajiro que habían conocido que usara espejuelos montados al aire, les mostró unos platanitos maduros, diciendo que eran de ese lugar con el que ya Yipsi e Iván soñaban: la cueva de La Batata. Iván inhaló profundamente el aire tratando de sentir el olor de Quintana, su transpiración, el olor a jabón de su ropa, el olor de la fibra de yarey del sombrero, como si los olores de alguien que había estado allí pudieran ayudarlo a transportarse al lugar. Entonces se dijo: “Quintana viene de allí”, y se quedó en silencio para ver si podía sentir el rumor del río.
El campesino, en el que Iván nunca se había fijado detenidamente, se transformó en un ser revelado, y cada surco de su cara se convirtió en un camino entrañable para él. Iván miró los árboles a la espalda de Quintana, un carro de turismo que pasaba y la cara de Orange, el dulcero del pueblo que entró con su camisa de cuadros azules por una esquina en el segundo plano de su visión. Los arbolitos plásticos de su granja de juguete, su modelo en miniatura de un Ford 1924 y los dibujos de la pared del cuarto de Yipsi pasaron de largo ante sus ojos, a la misma velocidad que la sonrisa del dulcero desaparecía de su rostro al darse cuenta de que Iván lo veía pero no lo miraba. Yipsi le dijo adiós y Orange volvió a sonreír, pero Iván estaba absorto. El mundo había crecido de golpe.
Iván se fijó por primera vez  con detenimiento en la marca de los espejuelitos de Quintana, “Sakuda”, y el dibujo de surcos en el metal de las patas alrededor de la marca. Los cristales brillaron con un brillo que no era blanco, sino dorado claro, y vio de refilón la cadena que colgaba de su cuello asomando entre vellos canosos y el tabaco torcido que emergía del bolsillo de su camisa.
‒Quintana, ¿qué quiere decir Sakuda?
Yipsi rió.
‒No sé, mijo. Está en japonés.
Yipsi volvió a reír.
‒Y La Batata, ¿qué quiere decir?
‒No sé. Es el nombre de una cueva de donde sale un río que corre por entre las lomas. Si caminas hasta el fondo de la cueva, sales a cielo abierto otra vez, como si fuera un túnel, no muy largo, y allí hay unas matas de plátano silvestres. Los turistas que han comido de ellos dicen que son los mejores del mundo entero. ¿Me entiendes? Los mejores de todo el mundo. Niños, ¿ustedes se figuran lo que eso quiere decir?
‒Quintana, ¿usted conoce algún turista japonés?
‒No, ¿por qué, mi’jo?
‒¿Y entonces de dónde se sacó esos espejuelitos?
‒¡Ah! Mi hija vive allá.
Yipsi preguntó:
‒¿Dónde queda eso?
‒¿Qué? ¿Japón?
Yipsi lo miró tapándose la boca para aguantar la carcajada.
‒¡No! La Batata, la cueva esa de la que usted habla.
‒Ah, miren, en el tope de esa montaña hay una casita vieja. Si cogen por la veredita esa sin desviarse, van a desembocar en un claro y en medio de ese clarito está el bohío del que les hablo. Si cruzan el solar que lo circunda, se van a encontrar un camino que baja. Es un trillo, no hay salida a ninguna otra parte… ese camino por donde van a agarrar que desemboca en ese llanito, y el trillo que está del otro lado del bohío, claro está. Si agarran por ese trillo pa’bajo, allí mismo un poquito más alante van a ver el río. Siguen por ahí derechito y enseguidita van a ver la cueva. Pero díganles a sus padres. Ellos saben donde está y ustedes solos no pueden ir, ¿eh?
 ‒Caminar entre los árboles, el tope de la montaña, una casita vieja, cruzar el terrenito, buscar el trillo, bajar. Iván, que no se te olvide.
‒Al final del camino está la salida, un trillo entre la hierba, no hay pérdida, ¿verdad que no?
‒No ‒dijo Quintana‒. Todo lo demás es abismo y matorrales.




                II
El llanto de los últimos años ha ido madurando. Se ha convertido en algo que ha adquirido vida propia e Iván no sabe cómo recuperarlo. Es algo que ocurrió lentamente, cuando creyó que madurar significaba reprimir emociones y su vida se dividió en varios trenes descarrilados que con el tiempo han ido encontrando rutas propias y desconocidas. Entre esas rutas Iván se va moviendo sin saber cuál lo va a llevar al encuentro de lo que al final de la vida se debe encontrar.
‒¿Y qué es lo que se debe encontrar al final de la vida? ‒le preguntó Iván al padre Carlos Manuel en su oficina de la arquidiócesis bajo la mirada perdida del retrato original de Martí que Iván había visto en sus libros de lectura de tercer grado.
‒Ah, eso es algo que sabremos el día del Juicio Final, a la hora del té.
Iván recuerda haberse volteado a mirar la cara del sacerdote y haber visto en su rostro la expresión de alguien que parecía haber asistido a muchos juicios finales y haberse tomado el té a muchas horas diferentes. ¿Era sólo su rostro o aquel hombre sabía de verdad de qué estaba hablando? Martí, severo, miraba hacia delante con su traje oscuro y desde la eternidad sonreía. Tal vez hubiera preferido un gin tonic a la taza de té, pero ni modo, el juicio final es el juicio final.
Iván pasa revista en su mente a aquellos intercambios retóricos con el sacerdote gracias a los cuales creía estar graduándose de algo. Ahora se pregunta cómo una frase tan vaga, pudo haberle dado paz alguna vez, cómo pudo repetirla a los amigos en momentos en que alguna pregunta de la adolescencia se quedaba como una nube, flotando en el aire sin respuesta.
Después de haber perdido el control sobre las más pequeñas propiedades, sobre el mínimo patrimonio de emociones que traemos al llegar y sobre el que se construye el monumento de nuestra vida, Iván ha aprendido que sólo le queda dejarse llevar. Al igual que él, su llanto se deja llevar, se deja ir. Iván piensa en eso, en su propio llanto que es tan ajeno a él como el hombre que cruza la avenida y se acerca al muro.
Contempla:
“Hay otras vidas fuera, hay tantas vidas que no nos pertenecen, que nadie sabe cuánto van a durar y que transcurren ajenas a la nuestra, serenas en la ignorancia de que otras vidas existen al lado nuestro, se bañan en ese mismo mar, se van. Se van y no dejan nada o casi nada que uno pueda recordar.”
Así ha aprendido Iván a contemplar las lágrimas que se van, esperando que algún día le hablen, se sienten con él, lo besen y despierten el deseo de amar otra vez. Hay que dejarse llevar. Y eso es lo que hace. Deja que el aire le lleve los pensamientos, el pelo, los sollozos, todas las cosas que no tiene con quién compartir, a quién dejar, todo lo que no tiene un lugar para descansar en aquella habitación vacía. Tal vez sea sólo cuestión de esperar. Sí, esperar el día señalado, a la hora del té y mientras tanto, contemplar. Contemplar a los otros, lo que otros contemplan, contemplarse a sí mismo mientras contempla el mar oscuro de noche y pensar en el regreso. Si la cabeza pudiera vaciarse, si la mesa de noche con las gavetas vacías pudiera volver a vaciarse, si la cama pudiera desaparecer, y si el tráfico se detuviera y todo quedara en silencio, oscuro, bien oscuro, si un apagón borrara la Habana una vez más en este momento y Yipsi apareciera en su cuarto, tirándolo todo por donde quiera, criticando su desorden, impregnándolo todo de su olor y su risa, prendiendo inciensos y fregando las tazas para prepararle un té de lilas que le han traído sus amigos budistas directamente de las laderas del Monte Kailash.
‒¿Y de cuándo acá en el Tíbet hay lilas, Yipsi?
‒¿Qué sabes tú de lo que hay y de lo que no hay en el Tíbet, Naricita? ¿Con quién te crees que estás hablando, con una de esas snobistas amigas tuyas que creen que Gelsomina es un producto para el pelo?
‒No, con alguien que no ha visto el Tíbet ni en fotografías.
‒Lo he visto. En fotografías, en los ojos de mis amigos que vienen de allí y en mis viajes astrales, para que lo sepas. Por desgracia, yo sé que ninguna de esas visiones vale nada para alguien instruido en la doctrina materialista del marxismo.
‒Si quieres que te diga la verdad, aunque me hubiera instruido en la psicotrónica de los mayas, dudaría mucho de tus viajes astrales y de lo que se ve en los ojos de tus amigos budistas porque no se sabe quién está más alucinado, si tú o ellos.
‒Dudar no es descartar, Iván, mucho menos descalificar. Aunque en medio del absurdo épico de tus cargas al machete y tu fanfarronería machista todo se pueda pasar por una orden de a degüello. Iván, si las fotos y mis sueños, si mi imaginación o mis visiones, si los ojos de mis amigos no fueran suficientes, ¿quién te dijo que hay que estar en algún lugar para saber lo que hay allí?
‒La desinformación enemiga.
‒¿Cuál de las dos, la interna o la externa? Porque hay enemigos por todas partes y dependiendo de donde vengan, la naturaleza de la desinformación varía.
‒Las dos. Entre las dos el individuo va conformando un discurso alternativo que termina por distorsionar considerablemente la realidad.
‒Gracias ‒dijo Yipsi‒. Esa desinformación, que como tú dices distorsiona la realidad, es la que te ha hecho creer que no hay lilas en el Tíbet, pero sí las hay, y hay muchas más cosas que no puedes ni imaginar porque los límites de tu insularidad cautiva, no te dejan creer en otra cosa que en escombros.
‒Te estás poniendo muy densa.
‒Muy bien. Siéntate y después de probarlo, me dices si hay o no hay lilas en el Tíbet.
‒De acuerdo.
‒Te has vuelto más ordinario que un Kiko*, pero cuando pruebes el té, florecerás otra vez, mayá drusiá. Un té de lilas tiene poder para que la vida recobre su perfume y su vigor para ti.
Ah, Yipsi. Si todo el deseo de ser feliz se pudiera cambiar por tu voz llamando desde abajo para que yo te tire la llave de la puerta... Pero no hace falta decirlo, Yipsi no vendrá. Y entonces, ¿por qué lo digo? ¿Por qué lo pienso? ¿Para qué decir que no hace falta decirlo y repetirlo otra vez?
Por eso mismo, porque el llanto ya no es suyo, y se puede hablar con todo, con las preguntas de uno mismo y hasta con los fantasmas. Si no contestan, uno puede manotear en el aire y partirlos en dos o en tres, o en mil pedazos, en una nube de copos de nieve que se derretirán al toque de su mano ardiendo. Uno puede hacer lo que quiera. Un día los fantasmas hablan, otro día no. El mar oscuro de noche es lo único inmutable en estas noches de verano que caen sobre los trópicos como una gran lona ardiendo...

*Se refiere a un tipo de zapato plástico poco atractivo y muy incómodo que se fabricara en Cuba durante los 70s.


José Manuel Domínguez es director de teatro, poeta y narrador. Estudió dirección y actuación en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Se estableció en Miami, Florida, en el año 2000. Le acompañan en su vida dos mujeres extraordinarias: su esposa Marángeli y su mamá Loli, así como su perro Sombra.

Wednesday, August 8, 2012

NARA DECOR




Por Nara Mansur

de su poemario Un ejercicio al aire libre (2004)

 

Quiero hablar de las usurpaciones
de los artilugios
de lo importante y lo accesorio
tierra árida por donde camino, tu vientre quizás
tan liso y tan blanco, pequeñas marcas en las piel
quizá Flogar o Fin de Siglo
de cumpleaños los pájaros salidos de la jaula.
Mi inconsciente libertad, mi bata correspondiente
flores, deshechos, panes y peces
artilugio al fin: soy lo accesorio y lo importante.
Esta operación supera nuestro asombro
niña vieja, niña papalote.
Por todo el cuerpo los vómitos
cuando digo esas palabras
que no superan nara de nara
claro que lo que quieres es esa vida:
los caramelos sin que te cuesten las rodillas.


Qué valiente me siento cuando digo esas palabras:
qué ganas de oírlo
tan parecido a las ronchas por todo el cuerpo.
Algo como una herida se va abriendo despacio
y me siento en las piernas del abogado del diablo
no más, caramelos quizás sí, pero no más.
Ya sabes cómo me ordeno mi ineficiencia:
un saludo al entrar pero no al salir
como si uno no se fuera nunca de ningún sitio.
Tus hombros atrás: ¿produciré algo parecido a lo que quieres?
Sueño sueño sueño niña niño pañuelo.
Tengo puestas las mismas vestiduras de antaño
el cupón roto de la libreta pisoteada ¿te acuerdas?
Acumulé sensaciones para repartir
entre los pobres de la Tierra
te coloqué a ti después del sitio del asedio
pero no me bastó.
Los caramelos están en el mismo bolsillo del traje
(a eso le llaman menudencias, bagatelas).


Sabes que nada es definitivo, Nara.
El peine es para cuando termines de llorar
y te parezca que estás desaliñada, que debo cuidarte
y si me miras ¿y si no me miras?
Puedo recordar solamente uno o dos juguetes.
Lo tengo puesto sí, con todos los atributos
la batalla, sí, los juegos, sí.
Sabes que nara de esto es definitivo, lo sabes.
Puedo recordar el trance de la usurpación
lo dicho, lo escondido, lo que obtuvo el aplauso.
Despliega el oído más atento, la fe, la costumbre
estas palabras sólo me sirven para guardar el silencio.


Como si no pasara nara
los verdugos limpian los cuellos donde antes hubo besos
algún resto de semen o de loción refrescante.
El rey se llama El Gran Besador
y prepara nuestra tumba.
Le tenemos una gran confianza
como es aconsejable.
Ay, qué espectáculo tan alucinado:
sonrisas de una noche de verano
volatineros, gaseosas, escarpines.
Claro que debemos dejar de serlo
ay, mi sueño, ay mi apetencia
ay mi regocijo, ay qué canallas estos niños.
Mamá soy yo, volví, estoy aquí
mira todo lo que te he traído
¿no me reconoces?
¡Cuánto brillo, cuánta memoria, cuántos compañeros!


Nara Mansur es poeta, autora de textos para la escena y crítico teatral. Ha publicado los poemarios Mañana es cuando estoy despierta (2000) y Un ejercicio al aire libre (2004). Recibió el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén 2011 por su cuaderno Manualidades así como el Premio de la Crítica Literaria 2011 por su libro Desdramatizándome. Cuatro poemas para el teatro. Sus textos Ignacio & María y Charlotte Corday. Poema dramático han sido llevados a escena por los grupos Teatro D’Dos y la Guerrilla del Golem. Actualmente es colaboradora del Estudio Teatral El Cuervo que dirige Pompeyo Audivert en Buenos Aires.

Monday, August 6, 2012

VITO, MODESTO Y CRESCENCIA







Por Eduardo Rodríguez Solís


      José Luis tomó el misal que se caía de viejo y lo abrió a la mitad. Había una hoja teñida de amarillo por el tiempo, donde se dibujaba una oración.
      Concentró su mirada en las palabras e hizo una lectura muy teatral, muy del teatro de Shakespeare, en voz alta: “Suplicámoste, Señor, que, por la intercesión de tus santos mártires Vito, Modesto y Crescencia, concedas a todos los fieles santos horror a la mundana sabiduría, y gracia, para hacer cada día nuevos progresos en aquella santa humildad, que tanto os agrada, a fin de que, huyendo y menospreciando todo lo malo, se apliquen libre y generosamente a practicar todo lo bueno. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.”
      Dudó luego en ponerse sus extraños anteojos, con minúsculas perforaciones para ver la verdad y nada más que la verdad, y decidió mejor salir de su casa con los ojos libres.
      Se plantó, como siempre, al lado de un roble inmenso, y se puso a esperar el milagro de todos los días.
      Y vino entonces la reconstrucción de los hechos de esta historia.
      Un día, estaba José Luis en el mismo lugar, cuando tuvo ante sus ojos a una mujer que más bien parecía modelo de ropas super modernas. La figura se acercaba, trotando. Era una negra de las que se denominan “pico de águila”. Su nariz era delgada, medio chatita, y sus labios no eran carnosos y salidos, como la mayoría de “la gente de color”. Era lo que se llama “una belleza occidental”.
      Su figura, su cuerpo, tenía sus curvas muy finas y harto sensuales. Ah, pero su cabeza era distinta. El pelo era corto, como de muchacho, y tenía franjas que daban toda la vuelta, con colores distintos. Verde bandera, naranja, azul celeste, rojo sangre y una rodaja, hasta arriba, de color amarillo.
      Parecía, claro que sí, una princesa de un castillo encantado.
      Sonreía a veces, y de su boca se asomaba una dentadura perfecta.
      José Luis no podía casi respirar. Esa aparición era milagrosa. Y pensaba que sus impresiones eran semejantes a las que tuvo Juan Diego ante la virgen de Guadalupe.
      Pero las cosas eran distintas. La virgen del Tepeyac, la idolatrada imagen mexicana correspondía a la santidad, y la negra “pico de águila” era otra cosa, a lo mejor la imagen o el símbolo del amor, que se añora y que no se tiene.
      Cuando la dichosa aparición se fue alejando, cuando casi se perdió en la esquina de la calle, José Luis trató de acomodar las piezas de un rompecabezas para asegurarse de que esta mujer hermosa, singular, vestía la misma ropa de una gordita que siempre pasaba corriendo por su calle. Y entonces pensó que su imaginación había confundido las imágenes.
      En un ensueño o un acto real había tenido ante su vista, unas dos semanas atrás, a una negra extravagante, con el cabello corto y pintado en franjas de colores. Claro. Eso es lo que había pasado… La figura de la gordita que corría se había transformado en esa mujer exuberante, de alma africana… Y todo, gracias a la imaginación.
      Al día siguiente pasó lo mismo. Y todo se repetía de igual forma. Pero el comportamiendo de la negra “pico de águila” parecía diferente, ya que cuando pasó junto a José Luis, iba la bella mujer cantando una balada de Juliette Gréco, mientras arrojaba cuadritos de papel azul.
      En los pedacitos de papel había cuatro palabras que se repetían. Y juntando los trozos se leía la frase: “Vive el camino azul.” Y esa frase que se tenía que adivinar tenía mucho que ver con la tristeza (porque azul es tristeza).
      Extrañado por lo que le estaba pasando, y siguiendo la recomendación de un amigo, José Luis se fue a ver a una oftalmóloga, quien se puso a revisar sus ojos con una tecnología muy avanzada.
      Al finalizar el examen, la doctora Voltaire (que se llamaba como el escritor y visionario francés) le dijo a José Luis que él sufría del Mal de San Vito Número 8. Y le dijo que le iba a dar unos anteojos especiales, que no tenían ningún tipo de aumento, sino unos agujeritos que ayudaban a que su mirada no se diseminara.
      --Con esos anteojos ya no podrá tener esas visiones –dijo la doctora Voltaire.
      Dicho y hecho. Con ese remedio desapareció la imagen de la hermosa negra del pelo multicolor.
      José Luis siguió con sus observaciones matutinas. Todos los días se ponía sus anteojos especiales, y siempre veía la simpática figura de la gordita que corría. Pero a veces, veía las cosas sin los anteojos, y la belleza de la negra “pico de águila” alimentaba su alma.
      Cuentan (porque siempre hay cuenteros en esta vida) que José Luis, por los azares del destino, se enamoró de la gordita corredora.
      Y la boda, señores, fue todo un evento. Vinieron príncipes y princesas de todo el mundo. La gordita vestía de rosa y José Luis llevaba un frac de color miel. Ella lucía un maquillaje como el que exhiben las artistas de cine, y él, a veces se ponía sus anteojos de agujeritos que usaba para atenuar los efectos de las cataratas.
      José Luis estaba feliz con sus dos novias: la gordita, a quien veía con sus anteojos y la bella negrita del pelo multicolor, a la que observaba muy bien con sus ojos libres.    
      El viejo misal, con la oración de los santos mártires, siempre estuvo en el bureau, al lado de la gran cama donde dormía la pareja: el hombre, con su personalidad fija, y la mujer, dueña de dos naturalezas diferentes (como si fuera la luna de los poetas).
     

Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)