Saturday, August 11, 2012

LLANTO DE NARCISO

Liliam Domínguez: Mecedora, C-Print
http://www.liliamdominguez.com./


Por José Manuel Domínguez

A María Elena Diardes


‒Así es la vida ‒dijo McDunn‒. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
                                                                                     Ray Bradbury, La sirena


Iván está de vuelta. Tras el silencio de sus padres se puso de pie sin decir nada y vino a mirar por la ventana de la habitación que alguna vez fuera la suya. Vino a llorar con la cabeza colgada en el vacío, a dejar que las lágrimas queden suspendidas por instantes en el aire; a que el viento díscolo juegue con ellas y luego las deje perderse una a una en el vapor de la avenida. Iván va a descubrir que más allá del dolor, de ese taladro  incandescente que está quebrantándolo, está a punto de comenzar a contemplarse a sí mismo. Dentro de un instante un fantasma conocido podría aparecer ante él: el fantasma de los momentos concientes que lo agobia y que lo hace manotear en el aire recordándole lo bien que se ve mientras llora. Ahora levanta la cabeza para volver a mirar  hacia el mar oscuro, y las cortinas de las ventanas parecen velos de novia volando con el viento. Está sin camisa, inmóvil, y no entra nadie a la habitación del apartamento del piso noveno. Su figura de espaldas recuerda la de una foto tomada por uno de sus amigos al final de la adolescencia en unos arrecifes. Sobre las rocas, también sin camisa, miraba al mar. Pero aquella foto es en blanco y negro, en gris. Todo es gris porque lloviznaba; el típico día de la temporada de huracanes en la isla y la espuma de las olas vuela en el aire con el viento.  Ahora no, ahora es de noche, es abril y han pasado los años pero allí está la misma figura enmarcada por una ventana. Ya no es un adolescente, sino un hombre de espaldas, absorto en el reflejo de las luces de la avenida sobre el mar.
Él sabe que las peores noticias llegan siempre de noche, resbalándose por su vida silenciosamente, como si pudieran suceder sin que él fuera a reconocerlas, como si pudieran traspasarlo y seguir su curso incógnito, avergonzadas de no estar a la altura de las circunstancias. Cuando llega una de esas noticias devastadoras, a Iván le dan deseos de saltar en el agua del río donde se bañaban Yipsi y él, cuando eran casi adolescentes. Pero esta vez, la noticia tuvo que ver con ella. Iván no quiere acordarse de ese río pero un flashazo le pasa por la mente; una chispa inesperada de electricidad que activa lugares y momentos de la memoria y hace que los recuerdos aparezcan al azar, siguiendo su propia lógica: de la línea del horizonte que ha borrado la noche, surge un barco tanquero, y tras el tanquero una barca con una linterna en la proa: “El dulce abismo”, el fondo oscuro de la noche, la luz de un quinqué en el fondo, que cuelga de un horcón en la casa de ella, una casa vieja, con dibujos polvorientos de hojas y árboles que empapelan una pared de su cuarto.
El polvo los ha ido cubriendo por años y entre ellos está el de un barco, que es el único que Yipsi no ha dibujado. Es un regalo de él, de cuando eran niños, y descansa en una esquina de todo aquel bosque fantástico. Al dibujo de Iván, Yipsi le añadió un avión y una barca más pequeña y siempre regresa a él para restaurarlo cada vez que viene de visita a la casa de sus padres, porque es uno de los pocos recuerdos que le quedan de Iván, del Iván de aquellos años de la niñez, porque se fue hace ya tiempo y ahora casi no escribe, no envía fotos, nada. Es difícil haberlo tenido tan cerca, haberlo abrazado y besado cuantas veces se le antojara, haberlo curado de amores y borracheras, haberlo retratado en todas las formas posibles y a todas horas y ahora no tenerlo más. Iván no lo sabe o no lo siente. Yipsi no sabe cómo curarse sola, no tiene adónde correr ni a quién llamar. Ya no tiene el cuerpo del amigo que ha deseado en silencio, su modelo, ese Narciso preferido a todos los Narcisos inmaduros que ha deseado y tenido; todos menos él. Está a punto de terminar su último cuadro, un Narciso con la figura de Iván, atraído hacia el agua no por su propia figura sino por un jacinto carnívoro tropical que lo observa aburrido, esperando a que caiga para engullirlo.
             Al dibujo que le dejó el Iván niño, le siguieron muchos objetos, algunas notas en la puerta, libros dedicados y un farol de barro cocido que Iván le regaló por uno de sus cumpleaños, pero ella siempre vuelve a aquel dibujo. Al principio siguió los trazos y los colores originales, pero ahora es casi otro dibujo. Para salvarlo de que el tiempo lo destruyera, el original restaurado se ha ido convirtiendo en otra pieza de la naturaleza muerta de Yipsy. Algunas hojas tímidas van adornando la firma de Iván, y dan origen a las guías de una enredadera musgosa que acabará por atrapar al barco antes de que el tiempo y la humedad despeguen el dibujo de la pared. Por los bordes, otras hojas y ramas comienzan a caer desde los dibujos vecinos, lamiendo las orillas de la hoja de papel como la marea alta va lamiendo las arenas de las dunas hasta inundarlo todo. Sin embargo, ni toda la fuerza de la selva, ni los intentos salvadores de Yipsi van a impedir que un día el barco se vaya al fondo después de que el tiempo lo haya agujereado, y que de ese espacio en blanco en la pared nazca una ventana en una habitación vacía que da al mar frente a la cual flota el fantasma que Iván descubre en la contemplación de sus propios pensamientos, en la manía torturadora de sí mismo que lo hace intervenir en la secuencia de sus recuerdos para que todo sea perfecto, para que todo se cierre como un círculo porque así creía él que era la vida. Ahora, parado en la ventana,  se da cuenta de que en muchos años no ha vuelto a revisar esa creencia y de que hay muchas historias que se le han quedado sin cerrar.
‒No, no nos iremos lejos ‒decían Yipsi y él cuando planeaban algo, pero los padres sabían que era muy difícil mantenerlos bajo techo cuando había tanto campo afuera para correr, tantos senderos seguros que iban de un lado al otro de los hoteles, la piscina, las tiendas, el parqueo. Luego, más allá, estaban los senderos desconocidos, los que invitaban, los senderos que se alejaban del área y llevaban hacia otros caminos que se perdían en las montañas y que sólo la gente del lugar sabían adónde iban a parar. La mirada de Fermín, el padre de Yipsi, y la del padre de Iván habían cambiado. Sabían que los hijos estaban creciendo y el mundo se iba dilatando para ellos, hasta comenzar a rozar esas historias de lugares maravillosos que había por allí y que hasta entonces los niños sólo conocían de oídas: las cascadas, las pocetas de aguas cristalinas, los manantiales borboteantes al borde del camino, y por supuesto, el pequeño río que corría por debajo de una montaña y que en su camino se encontraba con lugares donde la montaña se interrumpía y entraba la luz del sol a raudales. Al fin, el río se liberaba completamente de la protección de la montaña y dejaba de ser subterráneo para correr a cielo abierto. En esos lugares donde la cueva se abría al cielo, aparecían sobre las rocas y  las paredes unos minúsculos paraísos, unos oasis de tierra blanda, en medio de un paisaje de piedra y agua, donde crecían matas de plátano espigadas, apuntando con descaro al mínimo cielo. Con el paso de los años, los helechos de las paredes y las espigas de mariposas blancas a la entrada convirtieron la gruta en una oda a la humedad, a la oscura femineidad de la tierra ante los ojos fascinados de Iván.
Ese lugar era ya una referencia gastada de sus padres y de los guajiros que pasaban por allí cargando una caja de cartón en las parrillas de las bicicletas, o unas alforjas a lomo de mulo. De esas cajas y alforjas a veces salían frutas, o paquetes de café sin tostar, o la cabeza de un pollo cautivo con cara de drogadicto que tenía las patas amarradas y que a Iván y a Yipsi les daba tanta pena que en más de una ocasión planearon que uno entretuviera al guajiro mientras el otro le soltaba el lazo de las patas al pollo. Sin embargo, nunca llegaron a hacerlo. Una tarde, Quintana, el guajiro favorito de los niños, de labios finos y voz aflautada, el único guajiro que habían conocido que usara espejuelos montados al aire, les mostró unos platanitos maduros, diciendo que eran de ese lugar con el que ya Yipsi e Iván soñaban: la cueva de La Batata. Iván inhaló profundamente el aire tratando de sentir el olor de Quintana, su transpiración, el olor a jabón de su ropa, el olor de la fibra de yarey del sombrero, como si los olores de alguien que había estado allí pudieran ayudarlo a transportarse al lugar. Entonces se dijo: “Quintana viene de allí”, y se quedó en silencio para ver si podía sentir el rumor del río.
El campesino, en el que Iván nunca se había fijado detenidamente, se transformó en un ser revelado, y cada surco de su cara se convirtió en un camino entrañable para él. Iván miró los árboles a la espalda de Quintana, un carro de turismo que pasaba y la cara de Orange, el dulcero del pueblo que entró con su camisa de cuadros azules por una esquina en el segundo plano de su visión. Los arbolitos plásticos de su granja de juguete, su modelo en miniatura de un Ford 1924 y los dibujos de la pared del cuarto de Yipsi pasaron de largo ante sus ojos, a la misma velocidad que la sonrisa del dulcero desaparecía de su rostro al darse cuenta de que Iván lo veía pero no lo miraba. Yipsi le dijo adiós y Orange volvió a sonreír, pero Iván estaba absorto. El mundo había crecido de golpe.
Iván se fijó por primera vez  con detenimiento en la marca de los espejuelitos de Quintana, “Sakuda”, y el dibujo de surcos en el metal de las patas alrededor de la marca. Los cristales brillaron con un brillo que no era blanco, sino dorado claro, y vio de refilón la cadena que colgaba de su cuello asomando entre vellos canosos y el tabaco torcido que emergía del bolsillo de su camisa.
‒Quintana, ¿qué quiere decir Sakuda?
Yipsi rió.
‒No sé, mijo. Está en japonés.
Yipsi volvió a reír.
‒Y La Batata, ¿qué quiere decir?
‒No sé. Es el nombre de una cueva de donde sale un río que corre por entre las lomas. Si caminas hasta el fondo de la cueva, sales a cielo abierto otra vez, como si fuera un túnel, no muy largo, y allí hay unas matas de plátano silvestres. Los turistas que han comido de ellos dicen que son los mejores del mundo entero. ¿Me entiendes? Los mejores de todo el mundo. Niños, ¿ustedes se figuran lo que eso quiere decir?
‒Quintana, ¿usted conoce algún turista japonés?
‒No, ¿por qué, mi’jo?
‒¿Y entonces de dónde se sacó esos espejuelitos?
‒¡Ah! Mi hija vive allá.
Yipsi preguntó:
‒¿Dónde queda eso?
‒¿Qué? ¿Japón?
Yipsi lo miró tapándose la boca para aguantar la carcajada.
‒¡No! La Batata, la cueva esa de la que usted habla.
‒Ah, miren, en el tope de esa montaña hay una casita vieja. Si cogen por la veredita esa sin desviarse, van a desembocar en un claro y en medio de ese clarito está el bohío del que les hablo. Si cruzan el solar que lo circunda, se van a encontrar un camino que baja. Es un trillo, no hay salida a ninguna otra parte… ese camino por donde van a agarrar que desemboca en ese llanito, y el trillo que está del otro lado del bohío, claro está. Si agarran por ese trillo pa’bajo, allí mismo un poquito más alante van a ver el río. Siguen por ahí derechito y enseguidita van a ver la cueva. Pero díganles a sus padres. Ellos saben donde está y ustedes solos no pueden ir, ¿eh?
 ‒Caminar entre los árboles, el tope de la montaña, una casita vieja, cruzar el terrenito, buscar el trillo, bajar. Iván, que no se te olvide.
‒Al final del camino está la salida, un trillo entre la hierba, no hay pérdida, ¿verdad que no?
‒No ‒dijo Quintana‒. Todo lo demás es abismo y matorrales.




                II
El llanto de los últimos años ha ido madurando. Se ha convertido en algo que ha adquirido vida propia e Iván no sabe cómo recuperarlo. Es algo que ocurrió lentamente, cuando creyó que madurar significaba reprimir emociones y su vida se dividió en varios trenes descarrilados que con el tiempo han ido encontrando rutas propias y desconocidas. Entre esas rutas Iván se va moviendo sin saber cuál lo va a llevar al encuentro de lo que al final de la vida se debe encontrar.
‒¿Y qué es lo que se debe encontrar al final de la vida? ‒le preguntó Iván al padre Carlos Manuel en su oficina de la arquidiócesis bajo la mirada perdida del retrato original de Martí que Iván había visto en sus libros de lectura de tercer grado.
‒Ah, eso es algo que sabremos el día del Juicio Final, a la hora del té.
Iván recuerda haberse volteado a mirar la cara del sacerdote y haber visto en su rostro la expresión de alguien que parecía haber asistido a muchos juicios finales y haberse tomado el té a muchas horas diferentes. ¿Era sólo su rostro o aquel hombre sabía de verdad de qué estaba hablando? Martí, severo, miraba hacia delante con su traje oscuro y desde la eternidad sonreía. Tal vez hubiera preferido un gin tonic a la taza de té, pero ni modo, el juicio final es el juicio final.
Iván pasa revista en su mente a aquellos intercambios retóricos con el sacerdote gracias a los cuales creía estar graduándose de algo. Ahora se pregunta cómo una frase tan vaga, pudo haberle dado paz alguna vez, cómo pudo repetirla a los amigos en momentos en que alguna pregunta de la adolescencia se quedaba como una nube, flotando en el aire sin respuesta.
Después de haber perdido el control sobre las más pequeñas propiedades, sobre el mínimo patrimonio de emociones que traemos al llegar y sobre el que se construye el monumento de nuestra vida, Iván ha aprendido que sólo le queda dejarse llevar. Al igual que él, su llanto se deja llevar, se deja ir. Iván piensa en eso, en su propio llanto que es tan ajeno a él como el hombre que cruza la avenida y se acerca al muro.
Contempla:
“Hay otras vidas fuera, hay tantas vidas que no nos pertenecen, que nadie sabe cuánto van a durar y que transcurren ajenas a la nuestra, serenas en la ignorancia de que otras vidas existen al lado nuestro, se bañan en ese mismo mar, se van. Se van y no dejan nada o casi nada que uno pueda recordar.”
Así ha aprendido Iván a contemplar las lágrimas que se van, esperando que algún día le hablen, se sienten con él, lo besen y despierten el deseo de amar otra vez. Hay que dejarse llevar. Y eso es lo que hace. Deja que el aire le lleve los pensamientos, el pelo, los sollozos, todas las cosas que no tiene con quién compartir, a quién dejar, todo lo que no tiene un lugar para descansar en aquella habitación vacía. Tal vez sea sólo cuestión de esperar. Sí, esperar el día señalado, a la hora del té y mientras tanto, contemplar. Contemplar a los otros, lo que otros contemplan, contemplarse a sí mismo mientras contempla el mar oscuro de noche y pensar en el regreso. Si la cabeza pudiera vaciarse, si la mesa de noche con las gavetas vacías pudiera volver a vaciarse, si la cama pudiera desaparecer, y si el tráfico se detuviera y todo quedara en silencio, oscuro, bien oscuro, si un apagón borrara la Habana una vez más en este momento y Yipsi apareciera en su cuarto, tirándolo todo por donde quiera, criticando su desorden, impregnándolo todo de su olor y su risa, prendiendo inciensos y fregando las tazas para prepararle un té de lilas que le han traído sus amigos budistas directamente de las laderas del Monte Kailash.
‒¿Y de cuándo acá en el Tíbet hay lilas, Yipsi?
‒¿Qué sabes tú de lo que hay y de lo que no hay en el Tíbet, Naricita? ¿Con quién te crees que estás hablando, con una de esas snobistas amigas tuyas que creen que Gelsomina es un producto para el pelo?
‒No, con alguien que no ha visto el Tíbet ni en fotografías.
‒Lo he visto. En fotografías, en los ojos de mis amigos que vienen de allí y en mis viajes astrales, para que lo sepas. Por desgracia, yo sé que ninguna de esas visiones vale nada para alguien instruido en la doctrina materialista del marxismo.
‒Si quieres que te diga la verdad, aunque me hubiera instruido en la psicotrónica de los mayas, dudaría mucho de tus viajes astrales y de lo que se ve en los ojos de tus amigos budistas porque no se sabe quién está más alucinado, si tú o ellos.
‒Dudar no es descartar, Iván, mucho menos descalificar. Aunque en medio del absurdo épico de tus cargas al machete y tu fanfarronería machista todo se pueda pasar por una orden de a degüello. Iván, si las fotos y mis sueños, si mi imaginación o mis visiones, si los ojos de mis amigos no fueran suficientes, ¿quién te dijo que hay que estar en algún lugar para saber lo que hay allí?
‒La desinformación enemiga.
‒¿Cuál de las dos, la interna o la externa? Porque hay enemigos por todas partes y dependiendo de donde vengan, la naturaleza de la desinformación varía.
‒Las dos. Entre las dos el individuo va conformando un discurso alternativo que termina por distorsionar considerablemente la realidad.
‒Gracias ‒dijo Yipsi‒. Esa desinformación, que como tú dices distorsiona la realidad, es la que te ha hecho creer que no hay lilas en el Tíbet, pero sí las hay, y hay muchas más cosas que no puedes ni imaginar porque los límites de tu insularidad cautiva, no te dejan creer en otra cosa que en escombros.
‒Te estás poniendo muy densa.
‒Muy bien. Siéntate y después de probarlo, me dices si hay o no hay lilas en el Tíbet.
‒De acuerdo.
‒Te has vuelto más ordinario que un Kiko*, pero cuando pruebes el té, florecerás otra vez, mayá drusiá. Un té de lilas tiene poder para que la vida recobre su perfume y su vigor para ti.
Ah, Yipsi. Si todo el deseo de ser feliz se pudiera cambiar por tu voz llamando desde abajo para que yo te tire la llave de la puerta... Pero no hace falta decirlo, Yipsi no vendrá. Y entonces, ¿por qué lo digo? ¿Por qué lo pienso? ¿Para qué decir que no hace falta decirlo y repetirlo otra vez?
Por eso mismo, porque el llanto ya no es suyo, y se puede hablar con todo, con las preguntas de uno mismo y hasta con los fantasmas. Si no contestan, uno puede manotear en el aire y partirlos en dos o en tres, o en mil pedazos, en una nube de copos de nieve que se derretirán al toque de su mano ardiendo. Uno puede hacer lo que quiera. Un día los fantasmas hablan, otro día no. El mar oscuro de noche es lo único inmutable en estas noches de verano que caen sobre los trópicos como una gran lona ardiendo...

*Se refiere a un tipo de zapato plástico poco atractivo y muy incómodo que se fabricara en Cuba durante los 70s.


José Manuel Domínguez es director de teatro, poeta y narrador. Estudió dirección y actuación en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Se estableció en Miami, Florida, en el año 2000. Le acompañan en su vida dos mujeres extraordinarias: su esposa Marángeli y su mamá Loli, así como su perro Sombra.

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