Tuesday, June 28, 2011

CHAPALA




(Fragmento de novela)

Por Eduardo Rodríguez Solís

Era una camioneta de velocidades. Quizás 52. A los lados tenía un forro con tiras que semejaban madera. Esta parte era medio amarillenta. Lo demás, lo que era de metal, era gris. Gris rata.
La habían adquirido en una subasta organizada por un establecimiento gubernamental. Jalaba bien y subía como un tanque. Tenía tres asientos y un espacio atrás que servía para poner cosas. Debajo del piso, estaba la llanta de refacción. En esa camioneta se iban a trepar.
Todos decían que se volverían millonarios. Tenían el mapa que los llevaría al escondite de Juan Chapala. Ahí estaba el cofre que contenía los centenarios de oro puro.


         II

Cuando nació Juan Chapala, su madre por poco se muere de tanto dolor. El chamaco trataba de salir a la luz del mundo de cabeza y eso era muy difícil para una mujer tan delgada como ella.
El doctor metió las manos entre las piernas para darle una vuelta de campana a Juan Chapala, pero no pudo entrar. No había dilatación suficiente sino una terrible oscuridad como la que se esconde en las mandíbulas de un cocodrilo.
Gritaba la madre como poseída por el demonio, y Juan Chapala se complacía en alborotar el vientre materno, no gritaba porque Dios no le daba permiso... Se movía a la derecha y a la izquierda, tanteando las paredes de su cueva, su matriz o lo que fuera, que estaban solidificadas como los muros de un viejo castillo... piedra y lodo, con muchos candados.
A pesar de los sinsabores, Juan Chapala pudo salir con éxito de su agujero, su ratonera, y recibió una nalgada de bienvenida y lloró para anunciar su llegada, mirándolo todo…listo para conquistar.
Chapala fue uno de los que se alistó bajo las órdenes del general Rufino Gutiérrez Bedoya. Cuando los alzados acorralaron a Gutiérrez Bedoya y su tropa en el Cañón del Cristo Nuevo, Juan Chapala se escondió detrás de las rocas. Ahí estaba él, abrazando el cofre del dinero.
Los balacearon a todos, dándoles tiros de gracia en la mera frente. Juan Chapala pudo ver cómo volaban sesos y pedazos de hueso. Vio lluvia de sangre. Imaginó que las almas de los compañeros y del general Gutiérrez Bedoya ascendían al cielo.
--Alguna vez regresarán –dijo. Y tuvo entonces la idea de guardar el tesoro.
--La mitad es del jefe y lo demás debe dividirse entre los veintiséis que somos. Yo tomaré mi parte y el resto se quedará intacto  –dijo, terminando de contar los centenarios.
--Cuando regresen a este mundo, festejaremos –comentó después.
Echó sus monedas en una bolsa de cuero. Cerró el cofre y con un cuchillo raspó la madera para dejar grabada la siguiente inscripción: “Centenarios de Rufino Gutiérrez Bedoya.”

III

--¿Y quién fue Juan Chapala? –preguntó María, la más joven de las tres mujeres.
Ni Pedro ni Alberto ni Elena ni Eloísa supieron qué responder, aunque intuían a qué se refería. Ser, no ser. Habían sido amigos por mucho tiempo, asistido a la escuela juntos, recibido clases de español y francés, aprendido dos versos de la Marsellesa de memoria:

                 “Vamos niños de la patria...
                               El día de la gloria ha llegado...”

Todos sabían a qué se dedicaba Juan Chapala, pero lo otro se les escapaba de las manos. Cantaban el himno en las mañanas, en medio de los altos árboles y la tierra del patio. Lo entonaban con mucha pasión, como si fuera el himno nacional, aunque ni siquiera sabían el significado de las palabras.
Un día, estando todos formados ante la bandera azul, blanca y roja, Mauro, el conserje, se metió a explorar una parte clausurada al costado de la escuela, donde había una alberca que pocas veces se limpiaba. Allí descubrió algo extraño flotando entre las aguas turbias, tomó un palo y removió el caldo. Enseguida lo sacó. Era el cuerpo de un compañero. Todos pensaban que se había ido de vacaciones a Veracruz, con sus abuelos.
Su nombre completo era Mauricio Santos y le gustaban mucho las güeras. Tenía la costumbre de subirse a los árboles para ver a las encantadoras muchachitas doradas. Pero ya se había ido para siempre, sin haber hecho la primera comunión, sin conocer el misterio del amor, sin haber experimentado lo que uno siente frente al cabello rubio.
Los camilleros se llevaron su cuerpo cubierto, atravesando los largos pasillos de mosaico rojo. Los niños dejaron de jugar y otros salieron de los salones para sumarse a la procesión. Todo el mundo parecía anonadado.
Como quien no quiere las cosas, Pedro sacó una hoja de papel amate que guardaba en el bolsillo y escribió: ¿Quién soy? Retrato hablado de Pedro Escamilla Pérez.
Nací en la ciudad de México. Tengo treinta y dos años. Terminé mi Secundaria e hice un año de Preparatoria. Me gusta el arroz con mole, y la nieve de vainilla. No estoy casado ni tengo hijos. Mis sueños son imposibles. Y siempre ando de aquí para allá con cara triste. Cuando voy al cine me quedo dormido a la mitad de la película, y luego me tienen que contar la historia. Me gustan los animales, pero prefiero vivir lejos de ellos... Soy alto y delgado, pero tengo mi pancita. Me encanta la ropa de color azul y calzar tenis.
A Alberto hubo que ayudarlo. No se le ocurría nada. Pedro tomó la iniciativa y le arrebató el papel.
--Dime tu nombre –dijo.
--Alberto Juan –contestó.
--Tenemos que poner nuestros nombres completos.
--Bueno, me llamo Alberto Juan Ortigoza Lara.
--¿Dónde naciste?
--En San Luis Potosí, en el rancho de mis abuelos, “Rancho Arriba”. Tenía una barda muy alta, con dos portones. El de los árboles y el del pozo. Debajo de la loma estaba la otra parte del rancho. La llamábamos  “Rancho Abajo”...
Alberto Juan pensó en aquellos tiempos, cuando caminaba por los alrededores del “Rancho Arriba”. La fina arenilla se levantaba con el viento. El aire frío del norte le picaba la cara.
Allí fue que encontró al caballo blanco, un verdadero caballo salvaje. Quiso acercarse a él, le suplicó que se quedara quieto.
--¿Cuántos años tienes?
--Treinta y dos.
Alberto lo miró atentamente.
--La vida tiene sus problemas, piedras que uno encuentra en el camino, piedras grandes que no se pueden evadir. Uno se queda a la deriva.
--Respirar varias veces, muchas veces. Respirar es como una medicina.
--Alberto, hay que seguir con los apuntes –se escuchó la voz de Pedro.
Alberto suspiró:
--Terminé la carrera de arquitecto, pero nunca escribí la tesis. Me gusta el helado de limón. Estuve casado con una bailarina de ballet, una estudiante. Oh, y sueño en colores aunque los especialistas digan que uno sueña en blanco y negro. Río mucho, soy así, un poco simple, un poco cándido. No me gusta ir al cine, porque la oscuridad “me da cosa”, me altera, me incomoda. Me encantan los gatos, porque son misteriosos…miauuuuu….
--¿Quién se murió? –preguntaron Pedro y las muchachas.
--Aquel, aquel gato murió de hambre en el balcón.
Alberto recordó que la casa era enorme. Tenía tres pisos y la gran azotea, que era el territorio de los gatos. La planta baja, como un museo. Había muchas esculturas de bronce con imágenes de ángeles y mujeres exóticas.
Las paredes permanecían llenas de cuadros que presentaban pasajes de la vida de Jesús...En la casa, se respiraba santidad... El padre, vestido siempre de negro, rezaba en voz muy baja, dando gracias a los santos por los alimentos recibidos.
Los ojos de Alberto se llenaron de lágrimas…
--¿A quién le interesa lo que hemos hecho y lo que no?
--Lo que hacemos es importante.
--Es como dejar huellas en el camino.
--Es decir “aquí estamos”.
Alberto revisó lo que estaba anotado en el papel amate, la Tierra Prometida, antesala del paraíso.

IV

Estaba amaneciendo. Pedro le pasó el papel amate a las mujeres y Elena ofreció dar un retrato escaso de sí misma.
Se apellidaba Pérez Esparza. Había nacido en Acapulco y tenía treinta y un años. Era contadora pública. Le gustaba la comida española, particularmente la paella, y la nieve de mamey. Soñaba con viajar a otros planetas. Amaba los peces de colores y alejarse de este mundo. También disfrutaba el humo del tabaco que subía hasta las nubes.
--Te has puesto melancólica –dijo Alberto.
--Sí, -afirmó Elena-, creo que nadie puede huir de la melancolía. Mira al propio Juan Chapala... se quedó allí, agazapado, abrazando aquellas partículas doradas, melancólicas esparcidas por todos lados. Soy chaparra, pero bien proporcionada. En una multitud, desaparezco, me confunden con una niña que vibra al son de la tierra, una especie de descarga eléctrica. La vibra es algo caliente que te entra por las puntas de los dedos (de los pies o de las manos) y te corre por el cuerpo, hasta que llega al corazón.
Elena recordó los árboles viejos del patio de su casa, inundados de nidos de pájaros y ardillas. Pero María la interrumpió, no quería ser la última en retratarse esa mañana.
Sus apellidos eran Eustaquio y Ponce de León. Eustaquio, de Bengala y buscapiés. Ponce de León, de alcurnia. María confirmó que era oriunda de Metepec, y que tenía veintinueve años.
--Soy secretaria bilingüe. Tengo mi diploma. Me gusta el menudo picante. Y de las nieves, me inclino por la de fresa. Soy soltera y me he acostado con tres hombres. Pero esas experiencias no me han parecido ni fu ni fa. Sueño que soy una mariposa que, cuando quiere, se transforma en una muchacha normal...Por eso traigo estas mariposas de plástico en el pelo, que recuerdan mi personalidad nocturna. Detesto las hormigas, sobre todo las que trabajan sin descanso, pero amo el teatro… ¿Quieres provocar a Tláloc? ¿Quieres provocar la lluvia, la tormenta? Camina por el pueblo y solicita a una madre el fruto de su vientre... Que llore, que gima... Que provoque a Tláloc... Corre por las calles y busca una doncella. Llévatela hasta el monte y mátala…Que llore, que gima... Que provoque a Tláloc... mmmmmm mariposa, hermana del viento... Eloísa… ¿dónde se metió Eloísa?
--Estoy aquí, Mariposa, me llamo Eloísa Mendiola Mendiola. Mi padre se casó con una de sus primas, un gran escándalo. Se veían en una casa abandonada que estaba frente a la iglesia de Santa Julia. Él entraba por la puerta principal y ella entraba por la de servicio. Se amaban con locura, con rabia, con pasión. Y de su entrega absoluta surgió Eloísa, la niña más bella del barrio. Terminé la carrera de diseño gráfico. No tomo helado, de ningún tipo, ni me he casado, pero me han perseguido intensamente...Me gusta oler el mar, y también los marineros. Hoy estoy triste y feliz a la vez, imagino que así se sentía Juan Chapala. Se me ve cabizbaja, se me ve contenta. No voy al cine, es mejor la televisión. En el cine no puedes cambiar canales. Entras y ves sólo una película. Mi cuerpo es atlético porque levanto pesas. Me gusta lucir folklórica... como que soy mexicana, y de hueso colorado...

 
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)

1 comment:

  1. Se ha realizado una versión compacta de las primeras páginas de mi novela “Chapala”, que ya está lista para su publicación primera y que tiene casi 200 páginas. La versión compacta, que han publicado aquí, fue obra de una editora que sabe lo que hace (y que es usted). Su trabajo es excelente y se nota en él la mano invisible de algunos buenos maestros que ha tenido en su cuarto de siglo de vida.
    La novela, si se publica (quizás por una universidad mexicana) va a llevar, incrustadas, unas ilustraciones a línea, del tipo de las que se usaron en “La ruta de Hernán Cortés”, de Fernando Benítez, escritor mexicano (aquéllas fueron hechas por Alberto Beltrán y a la fecha no se sabe quién será el ilustrador de mi libro).
    “Chapala” es una novela, que es como un crucigrama geográfico, de una parte de mi país. Al leerse el texto se obtiene un bello panorama de paisajes y lugares, además de que se sumerge uno en varias historias mágicas o verdaderas.

    Eduardo Rodríguez Solís

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