Sunday, July 10, 2011

YERBABUENA PARA LA PRINCESA, UN CUENTO ORIENTAL



Por Eduardo Rodríguez Solís

De la serie Carnets de Eduardo Rodríguez Solís
(Número 79. 6-10-11)


Tulipán, princesa de To-Lang, estaba enferma de amores. Casi no dormía, lloraba todas las noches, y la gente murmuraba que sus lágrimas ayudaron a formar el río más caudaloso de China. Su gran amor, el amor de sus amores –la princesa no era santa: había tenido otros pequeños amores antes de que su gran amor llegara- se había ido a combatir al otro lado del mar.
La princesa pensaba mucho en el soldado, quizás demasiado. Se lo imaginaba caminando cerca de ella, uniformado y portando su espada, lista para defenderla de las malas influencias. Le picaban los ojos de tanta lágrima derramada y necesitaba hierbabuena, de la que crece en las regiones frías.
Un día, después de laborar, los vecinos de la aldea de Sun-Cheng decidieron llevarle hierbabuena a Tulipán, pero no querían pronunciar el nombre de la planta como lo haría su princesa, sino que eligieron humildemente llamarla “yerbabuena”, como corresponde a los que no tienen sangre real. Los vecinos de Sun-Cheng recolectaron y subieron a su barcaza varios costales de yerbabuena para la princesa Tulipán.
La embarcación parecía una nuez partida, virtuosa, diseñada como para que no se hundiera nunca, universo lleno de vida, como rezaba un verso oriental muy antiguo. Pero el mar, en esa época del año, estaba inestable. Se movía frenéticamente y casi no dejaba que las embarcaciones avanzaran. Esperando su hierbabuena con paciencia de princesa, Tulipán, que estaba enferma de los ojos, se entretenía en escribir poemas de tercer grado.
  -“La soledad me mata, consume mi alma… Pero él está ahí, volcado en mí…”
Y se acercaba a la ventana de la torre, parada en puntillas, tratando de mirar al horizonte. Pero ni llegaba el enamorado, ni la barcaza con hierbabuena.
De la ventana, vio cómo surgió el huracán Catalina de las aguas del mar. Sin saber qué hacer con tanta fuerza inútil, Catalina buscaba desesperadamente a quién embestir, molestar, y dirigió sus pasos hacia la barcaza de hierbabuena.
Lu-Lung, jefe de la expedición, pidió protección a los dioses, y Fu-Lum, mano derecha del sol, cubrió la embarcación con rayos protectores. La barcaza se mantuvo firme en su trayectoria hasta que arribaron a las playas de To-Lang. Allí estaban esperando todos los habitantes del reino, alegres, alborozados, pues su princesa encontraría al fin remedio para ojos tristes. Ayudaron a cargar la yerbabuena, y se fueron cantando tonadas, poemas de tercer grado, al encuentro de Tulipán.
Se abrieron las puertas del palacio, juglares y malabaristas inundaron la escena mientras la hierbabuena aliviaba a la princesa. Al poco tiempo, su amante regresó sin heridas de ninguna clase, y sonaron las campanas que anunciaban la boda real. Los vecinos de la aldea de Sun-Cheng plantaron cirios alumbrados a lo largo de las playas. De acuerdo a una vieja e ineludible tradición, dejaron ir la barcaza mar adentro, con una chispa encendida hasta que el fuego del amor la consumió. Así lo decían los dioses, y las coplas populares, y estaba recogido sutilmente en el valioso Libro de las enseñanzas, el más antiguo de los manuales que he leído.



Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)

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