Sunday, November 23, 2014

GARABATO No. 91


 


Por Eduardo Rodríguez Solís


      Iba José Francisco volando.  Y con su propia fuerza, sin impulsores artificiales, daba vueltas cerca de las estrellas, y seguía adelante.
      No se sabía la ruta, y se desconocía el objetivo.
      Y su volar era como vivir, pues no se sabía el final definitivo.
      Pero hizo una pausa ante los ojos de un viejecillo que recogía piedras, en la parte Sur de una estrella fugaz.
      Las piedras que se echaban en una bolsa de colores eran picudas y redondas, y algunas tenían formas de animales.
      Con todo ese pesado cargamento, y con barro que dejó un asteroide, pensaba el viejo hacer una barda para marcar sus dominios.
      Y esta cosa le parecía a José Francisco un absurdo, ya que el viejo de las piedras era el único habitante de la estrella Margarita (ah, porque ese planetito tenía su nombre).
      --Hago la barda, rodeando el espacio que ocupo. De tal forma, si llega un extraño, sabrá que hay límites –dijo el Viejo.
      Entonces José Francisco se elevó y buscó otro lugar en el espacio. Y, detrás de tres estrellas de color amarillo, encontró un planeta alargado, que tenía palmeras a los lados.
      --Aquí encontraré la paz –se dijo José Francisco.
      Pero de un agujero, que se tapaba con una roca plana, se asomó una mujer con cabello afro.
      --Aquí no eres bienvenido –dijo la mujer, al terminar de salir del agujero.
      --Es que necesito descansar –dijo José Francisco.
      --El espacio sideral es muy grande, y en las estrellas y en los planetas desconocidos no se paga renta… Vete de aquí, antes de que te eche a patadas –dijo la mujer del pelo afro.
      José Francisco entonces se puso a llorar.
      La mujer cambió y mostró una sonrisa, y dijo que las lágrimas de José Francisco las iba a poner en un frasco… Y trajo entonces un frasco transparente, de vidrio verde claro.
      --Aquí pondremos tus lágrimas –dijo la mujer.
      Y, con cuidado, recogió las lágrimas.
      Cuando el frasquito se llenó, dijo que ese líquido era bueno para dormir a “pierna suelta”.
      --Te lo frotas en los párpados, y ya está –dijo la mujer de pelo afro.
      José Francisco voló de nuevo, pero perdió su camino, y empezó a pasar por lugares conocidos… Hasta que aterrizó en su propio planeta.
      Tomó las sales que lo hacían volar, y que traía en una bolsita bordada, y vació el contenido en un estanque de aguas claras.
      Se restregó los ojos y se alborotó su cabello. Y, con estos actos, echó a los olvidos los deseos de andar volando sin saber a dónde ir.

 

Eduardo Rodríguez Solís (Camino Real, D.F.). Publica teatro, novela, ensayo, cuento. Primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Tiene premios por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco, El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes fue premiado y llevado al cine, con la dirección de Alejandro Galindo y con un guión de Carlos Bracho. Su obra Las ondas de la catrina ha sido representada en muchos países y en Broadway tuvo éxito. Radica en Houston, Texas (erivera1456@yahoo.com).

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