Saturday, December 6, 2014

GARABATO No. 92


 

    
Por Eduardo Rodríguez Solís


      Siempre de los siempres, Antonio Abogado se iba caminando hasta atrás del cerro de los Zopilotes. Ahí, en un árbol de ramas y troncos fuertes como piedra basáltica, se subía como chango hasta lo más alto. Y, desde ahí, veía los panoramas hacia cualquier punto. Meditaba entonces  sobre todo lo que había vivido. Pero su primer pensamiento era para Azucena, la hija del hacendado Arturo Maizales.
      Ese era su amor perdido, ya que la Azucena nunca le correspondió en amores. Y esto,  seguramente por su raquítico status económico.
      Pero, al estar ahí, trepado “en su árbol”, se sentía el poseedor del amor de Azucena. Y eso nadie se lo podía quitar, ya que los pensamientos son de quien los desdobla y los abre al sol o a la luna.
      Entonces, fácilmente se encontraba con su amada, quien volaba hacia él en forma de una paloma gris que, cuando llegaba al árbol “de los pensamientos”, se volvía la Azucena de carne y hueso.
      --¿Y ahora, por qué lloras? –le preguntaba la mujer.
      --Es que esto es pura imaginación. Es como un cuento de hadas –decía Antonio Abogado.
      --Pero aquí estamos los dos –decía la mujer amada.
      --Pero este mundo que vivimos es falso –decía Antonio.
      Y resulta que un día, estando solo Antonio, arriba del árbol, un viejo de barba larga se le plantó frente a frente.
      Ese viejo era el Señor Fortuna, un personaje de leyenda, que vivía en una cueva al pie del cerro de los Zopilotes.
      De entre sus ropas, este anciano sacó un rollo de pergamino donde estaba escrita la historia de todos los seres de la región.
      Se buscó entonces el nombre de Azucena, y el rollo se desplegó hasta abajo, hasta llegar al suelo.
      Y esta acción hizo feliz a conejos y ardillas, porque pudieron fácilmente leer en el pergamino hechos curiosos de los seres de la región.
      Y cuando el viejo llegaba a la mitad del rollo, encontró el nombre de la amada de Antonio Abogado.
      --Aquí dice que Azucena te tiene en su pensamiento –dijo el viejo, al momento de  mostrar a Antonio Abogado una bola de cristal.
      Y ahí, señores, se veía a Azucena escribiendo muchas veces las palabras “Antonio Abogado”… Y luego se veía a la Azucena bordando esto, muchas veces también, en un rectángulo de seda.
      El viejo, con su largo rollo de pergamino, desapareció y Antonio Abogado se quedó solo arriba de su árbol.
      Entonces, después de muchos suspiros que experimentaba Antonio, llegó la paloma gris, y en el momento de la transformación, las cosas cambiaron.
      Ahora, Antonio Abogado estaba arriba del cerro de los Zopilotes, sentado en un trono dorado. Y, de pie, a su lado, estaba Azucena, con un vestido blanco y una guirnalda de flores amarillas.
      Desde entonces, la gente de esa región montañosa, sabe que los amores de Antonio y Azucena se volvieron poemas y canciones que todos leen y cantan cuando la melancolía los envuelve.

 

Eduardo Rodríguez Solís (Camino Real, D.F.). Publica teatro, novela, ensayo, cuento. Primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Tiene premios por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco, El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes fue premiado y llevado al cine, con la dirección de Alejandro Galindo, y con un guión de Carlos Bracho. Su obra Las ondas de la catrina ha sido representada en muchos países, y en Broadway tuvo éxito. Radica en Houston, Texas (erivera1456@yahoo.com).

1 comment:

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