Tuesday, December 9, 2014

GARABATO No. 93


 

 
Por Eduardo Rodríguez Solís


      Pues resulta que el hombre siguió haciendo de las suyas. Al infestar los canales de televisión, cable y satélite con materiales no-estabilizados y no-educativos se produjo en el ser humano un retroceso. En lugar de lograr crecimientos en los sentidos y en las fuerzas del individuo, como eran los ideales de los inventores de esas tecnologías de la comunicación, se fue debilitando la gran gama del hombre y, por ejemplo, la visión natural se debilitó en grande. En vez de tener una potencia total de tres kilómetros, esta virtud se redujo a la mitad. Entonces ya no alcanzó a ver, desde el suelo, la torre de observación del Empire State Building (por dar sólo un ejemplo).
      Por eso la desgracia de Juan Polainas Pérez creció en tamaño. El, siendo un experto limpiador de ventanas, al tener un accidente en un piso 67, cuando uno de los cables de acero que sostenían su andamio se rompió, se quedó colgado, sin que nadie se diera cuenta.
      Y esta desgracia le duró treinta años, cuando ya estaba cumpliendo 65 años de andar deambulando en esta tierra divina.
      Y el final de esta tortura, que se pudo resistir gracias a la lluvia y a muchas semillas que le regalaron las palomas que viven en las alturas, se logró cuando Alicia Camposanto, un día abrió totalmente una ventana de ese piso 67.
      --¿Y usted qué hace ahí, colgado? –preguntó la rubia artificial.
      --Soy un limpiaventanas que se ha pasado aquí, colgado, treinta años –dijo Juan Polainas Pérez, cuando estaba viviendo su cumpleaños 67.
      Hombre y mujer (rubia artificial) platicaron mucho tiempo. Ella, asomada a la ventana abierta. El, ya sentado en el pretil de ladrillo, donde caminaban sus amigas las palomas.
      Hablaron de todo. De cómo la gente se salía del cine a la mitad de las películas, de cómo el hombre hacía a un lado un sándwich de jamón con queso, porque ya no había ganas de seguir comiendo, de cómo no se veía el final de una pelota cuando se pegaba un jonrón… Y todo se quedaba a la mitad. Nadie subía una montaña y nadie terminaba de leer un libro. Todo se dejaba a la mitad.
      Pero, extrañamente, uno podía ver bien de arriba hacia abajo. Pero cuando uno lo hacía de abajo hacia arriba, la vista se  empañaba a la mitad de una torre o de un alto edificio.
      --¿Y cómo supo usted cuánto tiempo pasaba en su vida? –preguntó la rubia Alicia Camposanto.
       --Marqué rayitas de sol a sol. Y recién he marcado la raya número 10,950. Todas estas marcas las he hecho en una viga de madera de mi andamio –dijo el viejo Juan Polainas Pérez.
      Entonces la rubia dijo que había que festejar ese cumpleaños 67. Y, como de rayo, fue a un refrigerador y trajo la mitad de un pastel de queso.
      Pero el viejo no quiso meterse al edificio. Quería quedarse ahí, rodeado de sus amigas, las palomas.
      Se cortó la mitad del pastel y cada quien tuvo su buena ración. (Ese pastel sabía a Gloria. Bueno, hay que imaginar vivir treinta años sin pastel de queso. Hay que imaginar eso.)
      Juan Polainas Pérez y Alicia Camposanto se prepararon para bajar al suelo gris de la ciudad. Entonces, antes, el viejo se metió a una regadera y, ya seco y perfumado un poco, la dama del pelo artificial, lo afeitó bien y le cortó el pelo. Luego, buscaron y encontraron en un clóset un traje hecho con casimir “Príncipe de Gales”. Y la prenda le quedó al viejo de primera.
      Y bajaron por el elevador y tocaron el piso gris de la calle, y voltearon para arriba y no pudieron ver ese andamio descolgado.
      Caminaron hasta Central Park y se sentaron en una banca, y se comieron unas donas azucaradas y tomaron café caliente.
      Observaron a un mimo clásico, con su carita pintada de blanco y dos lágrimas que resbalaban de sus ojos.
      Se tomaron de las manos y extrañamente se reconocieron como padre e hija.
      Esto se supo cuando Alicia Camposanto sacó su licencia de manejar.
      Ahí estaba ella retratada con su cabello negro y con su nombre real: Alicia Polainas Pérez.
      Según la Historia de la Ciudad de Nueva York (Editorial Everest. Colección Voodoo) nunca bajaron el andamio que se quedó colgado en el piso 67. Y cuando tiraron el alto edificio para hacer otro más alto y con mejor diseño, los pedazos del andamio de Juan Polainas Pérez se confundieron con los tantos añicos de ese rascacielos que se volvió basura de otro siglo.
      Y la construcción del nuevo edificio dilató siglo y medio, ya que cuando se iba a la mitad del proyecto, y se armaba el piso 100, un cometa se estampó contra la obra, y entonces se tuvo que volver a empezar.

 
Eduardo Rodríguez Solís (Camino Real, D.F.). Publica teatro, novela, ensayo, cuento. Primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Tiene premios por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco, El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes fue premiado y llevado al cine, con la dirección de Alejandro Galindo, y con un guión de Carlos Bracho. Su obra Las ondas de la catrina ha sido representada en muchos países, y en Broadway tuvo éxito. Radica en Houston, Texas (erivera1456@yahoo.com).
 
 

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