Tuesday, January 28, 2014

GARABATO No. 43


Foto: Jesús Alejandro


Por Eduardo Rodríguez Solís


      Iba caminando por el parque. Deseaba con todo su corazón que pasara algo, que sucediera algo extraordinario.
      Pero todo permanecía igual. Y todo seguía tan aburrido como siempre.
      Los milagros no existían. Todo era como un péndulo que iba y venía de la misma manera.
      Entonces se sentó en la misma banca de cemento, y observó las mismas plantas, y los pájaros volvieron a revolotear, como siempre, como todos los días.
      Vino después la misma cerrada de ojos, y luego volvió a ver la misma luz. Todo igual, como si fuera cualquier día.
      Hasta que una pelota de hule golpeó uno de sus zapatos.
      --Fui yo –dijo una muchacha que estaba sentada en la banca de enfrente.
      Y se miraron y no se dijeron nada, Cada quien en su soledad, en su mundo, en su cápsula que no permite que alguien se interne en terreno prohibido.
      --Me llamo Josefina –dijo la muchacha de la banca de enfrente.
      Pero José Luis no dijo nada. (Él se quedó detrás de su cristal, en su zona apartada, en el silencio absoluto.)
      --Estoy buscando algo, pero no sé qué –dijo Josefina.
      Sin ser detectado, José Luis suspiraba, pero no se atrevía a iniciar un diálogo abierto, desnudo. Prefería el tinte de la indiferencia.
      Entonces Josefina se levantó y fue a recoger su pelota, misma que arrumbó en su amplia bolsa... Echó una mirada hacia José Luis, pero los ojos del joven no se cruzaron con su mirada. La indiferencia seguía reinando.
      Josefina se alejó, y cada diez pasos, volteaba, pero José Luis no daba señales de vida. No había comunicación entre ellos.
      A la hora de esto, José Luis, quien seguía sentado en su banca, vio que un niño se acercaba. Venía saboreando un barquillo de nieve de limón.
      El niño le dijo:
      --Le traigo dos cosas. Este papelito y esta sorpresa –y el niño le aventó su helado de limón.
      El niño desapareció y José Luis se limpió la cara, y después, desdobló el papelito.
      Ahí estaban unas palabras.
      “Como tú te crees muy-muy, te mereces tu nieve de limón en la cara”. Y firmaba Josefina.
      Estos jóvenes, que no se comunicaban al principio, se volvieron amigos inseparables. Viajaron juntos a todos lados, y cuando visitaron Machu-Pichu, se casaron.
      No tuvieron hijos, pero fueron inmensamente felices.
      Ellos me contaron dos de sus sueños.
      Ella, Josefina, me dijo que una vez, en un ensueño, se internó en una caverna que tenía las paredes pintadas de muchos colores. Ahí vivía un enanito que hacía pasteles deliciosos… Este enanito tenía un cofre repleto de canicas mágicas. De una de ellas saltó una bailarina bellísima,
      Él, José Luis, una vez soñó que iba surcando los mares en una carabela, como las de Colón. Le estaba dando la vuelta al mundo y andaba buscando el tesoro del Rey Edmundo, quien era el dueño de más de veinte castillos.
      Esos ensueños que me contaron, los inscribí en una hoja, y el papel lo metí en una botella vacía de ron. Tapé la boca de la botella con barro negro y enterré ese tesoro junto a una fuente seca.
      Ahí quedaron los sueños de una pareja. Nada extraordinario. Simplemente cosas comunes y corrientes, que a veces uno se encuentra en el camino de la vida.
      Un día, cuando derrumbaron todas las casas de aquel barrio, porque había el proyecto de construir un centro comercial, decidí sacar ese tesoro que estaba encerrado en una botella.
      Escarbé inútilmente por todos lados y no encontré nada.
      Parecía que un viento mágico se había metido en la tierra, echando fuera todo, quitando rastros y recuerdos…
      Pero un día, que estaba en la playa, y había olas que se levantaban muy alto, en un empuje y afloje de las aguas saladas, vi rodar una botella con algo adentro… Era la misma botella del tesoro hecho papel.
      Llevé la botella hasta el principio del rompeolas. Ahí, en una roca grande, la rompí… Saqué el papel y lo doblé con cuidado.
      Después, en mi caja de “trapiches”, de “tiliches”, puse ese tesoro recobrado.



Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)


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