Tuesday, September 17, 2013

GARABATO No. 23



     

Por Eduardo Rodríguez Solís


      Ahí está. Arriba del Popocatépetl, justamente en la esquina suroeste del cráter. Ahí, a pocos pasos de la vieja polea que subía y bajaba al malacate o canastilla, donde se llevaba azufre para los arcabuces y pistolas, en aquellos tiempos de Hernán Cortés, el Gran Capitán. Ahí está, listo para caer, para no levantarse, para caer por esa pendiente pronunciada.
      Y se decide, y empieza a deslizarse, dando vueltas como un artista de circo, que maromea, cayendo siempre, por la pendiente, aumentando la velocidad en esa caída natural y obligada.
      Y va dando tumbos, como un barril cargado de tierra, viendo hacia arriba y hacia abajo, sin perder la conciencia en ese tobogán que es la vida, cayendo en las eternidades, en lo oscuro de la existencia, moviéndose uno a la velocidad del rayo, sin poder parar, porque en la vida si se cae uno no se detiene, porque la inercia es infinita.
      Al caer, como se está experimentando, uno ve instantáneas de cosas que han pasado, porque los recuerdos van saltando, como si brincaran de un sombrero de copa. Porque entonces uno se convierte en un mago que fabrica ilusiones.
      Y la caída prosigue por las faldas de ese volcán, que está pegado a la Mujer Dormida, otro accidente topográfico de ese valle que siempre nos ha rodeado.
      Y de pronto, entre maroma y maroma, vamos detrás de nuestra madre, pellizcando con fuerza su vestido, para no perdernos, en este valle de lágrimas que nos ha tocado, y vamos por el mercado, comprando y mercando jitomates y cebollas, y pechugas de pollo, y huevo fresco de rancho lejano. Y brincamos los charcos del piso de cemento, y nos mojamos las rodillas… Porque la rueda de la fortuna sigue adelante…
      Giros y más giros, y vamos creando vientos y aires. Y aunque a veces tragamos polvos de los caminos, vamos contentos porque ahora la existencia depende del azar, de la fortuna. Y la felicidad, con tanta maroma, se vuelve una rutina feliz, placentera.
      Y ahí vamos, resbalando la vida, saboreando los peligros… Hasta que caemos en un hoyo que se sospecha profundo…
      Ahora, la trayectoria ha dejado de ser inclinada y se ha tornado vertical. Ya no se toca el terreno, y ahora todo, absolutamente todo, se vuelve oscuridad… Pero las imágenes de cosas pasadas se siguen sucediendo, como si fueran una película vieja, rayada, silenciosa. Y vemos a amigos y a enemigos, y vemos sonrisas y llantos, carcajadas y gestos de dolor.
      Y ahí vamos como un proyectil que nunca para, aumentando velocidades, evitando riesgos y peligros.
      Caemos como un proyectil militar y no sabemos a dónde vamos a llegar… El principio fue la boca del cráter, la boca del volcán Popocatépetl… El final, no lo conocemos. Se sabe el primer paso, y se desconoce el punto final.
      Pero de pronto, después de dos largas jornadas, vemos la luz. El paisaje es extraño, lleno de pagodas y jardines floridos. Estamos del otro lado de planeta. Todo huele a Oriente, a paz y tranquilidad.
      Empezamos a pisar el nuevo destino. La vida nuestra está cambiando. El sol –dicen-- aquí es distinto.
      Camina uno por pisos blandos y uno llega a una casa con paredes de papel transparente. Hay que sentarse en el suelo, sin cojines abajo. Hay arroz blanco con pescado crudo, todo salpicado con una salsa muy picante. Con una cuchara de cerámica hay que comer en absoluto silencio.
      Hay recuerdos de la boca del volcán y casi uno se olvida del nombre… Popocatépetl, palabra mágica, llena de misterio mexicano…
      Y hay nostalgia aguda por haber dejado aquel mundo surrealista, aquel universo azteca. Pero hay una esperanza viva en el otro lado del planeta, donde hay un nuevo sol, que quizás cambie el sino de cada quien.
      Y se ve, a lo largo del horizonte, una larga fila de creyentes de los dioses viejos o nuevos. Por sus ademanes, se puede creer que rezan o ruegan a media voz. Y todo esto lo hacen en las alturas, muy cerca de las nubes, como si estuvieran en la boca del cráter del eternamente amado Popocatépetl.



Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)

1 comment:

  1. Eduardo, acabo de publicar su post, esta muy lindo, gracias!!!

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