Monday, December 5, 2011

LAS CUATRO ESTACIONES





Una fábula de Eduardo Rodríguez Solís


      A las cinco de la mañana cantaba el gallo. Era puntual como un reloj. Por eso le decían “Haste”… Su canto era agudo y grave. Empezaba con voz de soprano y terminaba con acento de bajo…
      Cantaba “Haste”, y luego les tocaba hacer ruido a los otros gallos. Él era un gallo de vanguardia, y todos los demás lo seguían.
      Era el amo y señor de un rancho que estaba en un valle escondido. El lugar se llamaba Paraje Secreto. El dueño era un italiano que estaba enamorado de la música de Antonio Vivaldi… Siempre  tenía encendido el equipo estéreo… Y la música de AV se escuchaba a todo tren.
      --¿Y por qué dice usted “la música de AV”? –le preguntaban.
      --Es que si digo que es música de Antonio Vivaldi, van a pensar que Antonio Vivaldi es un ranchero de por aquí –contestaba.
      Gracias a esa locura de Filipo Bedini, que así se llamaba el ranchero vivaldiano, una familia de cuervos se fue a vivir pegadito al casco de aquella hacienda. En un roble frondoso, en la parte alta, hicieron el nido… Ahí, escuchaban el canto del gallo y luego se deleitaban con la música de Vivaldi.
      Un día, uno de los cuervos dijo a su padre que él quería ser un gallo… Papá cuervo se rió y dijo que cada quien era lo que le había tocado en suerte… Y que si uno nacía cuervo, cuervo tenía que morir…
      Pero Papá cuervo no sabía la verdad de la existencia… La vida que vivíamos era un sueño, y la verdadera vida, donde cada quien escogía lo que quería ser, venía después… Luego, la historia se repetía… Se vivía la segunda existencia y, al final, uno escogía de nuevo… Y así, siempre…
      Y resulta que un día el gallo amaneció afónico, y no podía cantar. Entonces se fue corriendo a conseguir una campanita. La quería hacer sonar… Y sabía que en una de las bodegas de Filipo Bedini, había una canasta llena de campanitas… Eran campanitas de navidad, que se colgaban a su debido tiempo en el árbol…
      El cuervo que quería ser gallo, y que ya sabía volar, se dio cuenta del trastorno del gallo… Le dijo que él podía volar con la campanita, hasta la torre de la capilla del rancho… Y que la podía hacer sonar…
      Dicho y hecho. A las cinco de la mañana, sonó la campanita, y los gallos cantaron mientras el enfermo se llegó a la consulta del otorrinolaringólogo. El doctor le dio al gallo unas cápsulas de menta, y la enfermedad empezó a desaparecer.
      El gallo y el cuervo se hicieron amigos, y los dos se volvieron fanáticos de la música de Vivaldi. Al gallo le gustaba el Concierto para Mandolina, y al cuervo le encantaba el concierto del Invierno, de Las Cuatro Estaciones.
      Pero algo pasó en Paraje Secreto. Un nuevo gallo apareció. Era un regalo que le hicieron al italiano.
      --¿Y qué vamos a hacer con el gallo viejo? –preguntó Felipo Bedini.
      --Lo pueden hacer caldo. Está muy bien comido –dijo alguien.
      Entonces Felipo Bedini mandó a comprar los ingredientes más sofisticados para hacer un caldo de gallo.
      El gallo y el cuervo decidieron huir. Pensaron que la vida era todavía muy larga y que había que buscar una especie de paraíso. Pero, ¿dónde diablos se encontraba el paraíso?
      Cuando iban entrando al primer pueblo, el gallo caminando y brincando, y el cuervo volando en círculos, se cruzaron con un viejito bien flaco que andaba repartiendo volantes de un nuevo establecimiento. El papel decía:

Semana de inauguración
EL PARAISO AÑORADO
Cantina y especie de cabaret
Para toda la familia
Callejón del Sapo No. 36
San Pedro de las Tinajas

      Buscaron el lugar. El Callejón del Sapo era famoso por albergar una casa de mala nota… Y precisamente frente al centro de pecado estaba la cantina… Las paredes, todas, estaban pintadas de morado, con muchas flores amarillas.
      --Son las flores del borracho –dijo el gallo.
      --¿Y eso? –preguntó el cuervo.
      El gallo entonces dijo que en algunos pueblos, cuando hacen las fiestas de la mayordomía, y uno está invitado al huateque, se le da un ramito de flores del borracho, para que, cuando te vayas, si te dan ganas de orinar, lo puedas hacer sin problema… Las flores son como un distintivo o una credencial que te permite orinar o echar fuera la basca de la guarapeta…
      Se metieron a la cantina, aunque vieron antes un letrero que prohibía la entrada a los animales… Y se fueron a un rincón para no molestar a los parroquianos.
      Ahí era todo autoservicio. Llegabas a la barra, pedías tu bebida, te la preparaban y te la ponían en tus narices. Y luego tú te la tenías que llevar a tu rincón… Pero antes, desde luego, tenías que sacar los centavos y la propina.
      Y aquello se llenaba, como si fuera un vagón del Metro, en la ciudad de México. Todos estaban apretujados y casi no se podía respirar. Olía a todo, pero no a perfume de gardenias ni rosas de mayo. Puro olor a sudor indio, a sudor criollo, a sudor mestizo…
      El gallo y el cuervo salieron. Estaban intoxicados de gente, de olores, de ruidos… Querían a Vivaldi. Necesitaban a Vivaldi… Entonces regresaron al rancho del italiano… Se escondieron encima del casco de la hacienda…
      La música los tranquilizó, dándoles la paz que necesitaban.
      Pero el gallo nuevo los descubrió. Los miraba con ojos malos. ¿De qué otra manera los podía ver? Los dos gallos eran enemigos… Y sus miradas eran como fuerzas que se encontraban… Eran flechas que querían clavar al enemigo…
      --¿Qué buscas aquí? –preguntó el gallo nuevo.
      El gallo viejo dijo que él no venía a pelear. El sólo quería escuchar la música de Vivaldi. Era algo que necesitaba. Y dijo que estando encima del casco, no molestaba a nadie.
      El gallo nuevo hizo una mueca de duda. Pero el otro gallo dijo enseguida que a él le pasó lo mismo. Alguna vez fue gallo nuevo y tuvo que sustituir a un gallo viejo… Pero ahora le tocaba cantar después del gallo nuevo. Así tenía que ser.
      Chocaron manos y se hicieron amigos. Pero aún quedaba un cuervo pequeño volando por ahí. Era como un mosquito que a lo mejor molestaba.
      --Ah, éste es mi amigo –dijo el gallo viejo--. Va a donde yo voy. Es como mi sombra.
      --Bueno –dijo el gallo nuevo--. Ahora a vivir una nueva vida. Y a olvidarse del caldo del gallo viejo.
      --¿De verdad? –preguntó el gallo viejo.
      El gallo nuevo dijo que Felipo Bedini, el dueño del rancho, no iba a hacer un caldo con el gallo viejo. Y agregó que el italiano era más bueno que el pan.
      Empezó a lloviznar, una llovizna que luego se convirtió en una tormenta. Y todos los animales se mojaron, y a las cinco de la mañana no podía cantar el gallo nuevo… Se le había cerrado la garganta.
      El gallo viejo se disfrazó de gallo nuevo y cantó a todo volumen… Cantaron los otros gallos. Y el gallo nuevo se tomó una de las cápsulas de menta que el otorrino le había recetado al gallo viejo…
      Cuando se restableció, todos bailaron de contento.
      Y resulta que un día, unos exploradores se enamoraron del gallo viejo, porque le vieron su pinta y lo escucharon cantar. Y que lo pescan y lo meten a una jaula, junto con su amigo, el cuervito… Y que se lo llevan en un jeep hasta casi el otro lado del mundo…
      Y a las cinco de la mañana de un triste día, el gallo viejo tuvo que cantar, ahí, donde nadie sabía lo que era un gallo… Todo se volvió tristeza y melancolía, sin la música de Antonio Vivaldi… Y el gallo viejo y el cuervito nomás se veían en absoluto silencio.
      Vino después una vida fría donde no daba ganas de nada. Rutinas huecas, silencio mortal, ausencia de sol y luna…
     Un día se escuchó el alboroto de unos gitanos. Era una caravana muy larga que se acercaba. Muchas carretas con hartos hombres, mujeres y niños… que levantaron casas en todas direcciones… Y en todos los techos colocaron bocinas doradas…
      Había cables y conexiones por entre las ramas de los árboles. Los gitanos echaron a andar un gramófono… del cual surgió la música de Vivaldi…
      Fue entonces cuando la vida apareció en esa parte del planeta. Con el arte de Antonio Vivaldi llegaban aires nuevos, llenos quizás de flores maravillosas… Y se veían las nubes en figuras extraordinarias, y las frutas y las semillas tenían sabores especiales…
      El canto del gallo cambió, se volvió distinto…rebosado de fuerza, energía, tornándose en canto casi de los dioses… Y el canto viajó para todos lados, como flechas que se han lanzado, y atravesó colinas, praderas, y subió y bajó montañas, hasta recorrer casi medio planeta… Y ahí, ese canto se juntó con el cantar del gallo nuevo… Y las voces de los gallos, volviéndose una sola, se levantaron por encima de todo, y cruzaron estrellas y planetas…
      Y el canto de los gallos se mezclaba con la melodía de Las Cuatro Estaciones de Antonio Vivaldi. En verano, se escuchaba el Concierto de la Primavera. Y en invierno, los aires musicales del Concierto de Otoño se dejaban oír.
      Y luego se supo que otros tantos gallos viejos fueron llevados a otros lugares, y que en cada sitio se oyó el canto del gallo, que no se conocía, y que la música de Vivaldi inundó el aire… Y el mundo fue cambiando, para bien de todos.
      Los gallos cantaban por todos lados, al romper el día… Y la música gloriosa del italiano, llegaba como una medicina.
      Y si el canto llegaba al corazón de las personas, los gallos recibían el bautizo, con agua bendita o sin agua bendita, y se les ponía su nombre…
      “Haste” por aquí… Y “Haste” por allá…



Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)

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