Wednesday, August 14, 2013

GARABATO No. 19




           

Por  Eduardo Rodríguez Solís


      Un poco al Norte de Tzintzuntzan, en Michoacán, vivía un niño llamado Salomón. Su padre era minero y su mamá tejía rebozos de colores. Él, cruzaba el río para ir a la escuela. Y le encantaba ir a esa institución escolar porque ahí aprendía de todo.
      Cuando terminaba la escuela, Salomón se iba bordeando el río, y a veces se encontraba cosas interesantes flotando en el agua. Así fue como llegó a sus manos un tomo de cuentos antiguos.
      Estaba todo mojado y hubo que dejarlo al sol varios días. Luego, hubo que presionar las páginas con unos ladrillos.
      Ese libro se volvió un amigo inseparable. Lo llevaba en su mochila, y cuando sonaba la campana de la escuela, y llegaba la hora de la salida, Salomón sabía que casi era hora de abrir su libro de cuentos.
      Caminaba, hasta llegar al río, donde se sentaba en una gran piedra lisa para leer su cuento.
      Y resulta que un día, cuando iba a media lectura de una historia, volteó hacia unas plantas y encontró algo un poco extraño.
      Era un hilo dorado que salía de la tierra.
      Jaló Salomón el cordel y le pareció que el hilo venía de muy abajo. Y jaló y jaló y el hilo dorado seguía saliendo.
      Entonces, empezó a hacer una bola con esa hilaza. Y la bola fue creciendo hasta volverse del tamaño de una pelota de béisbol.
      Con una navaja cortó el hilo y puso la pelota en una bolsa de su pantalón. Luego enroscó alrededor de una planta la porción del cordón dorado que quedó en el suelo.
      Ese día terminó de leer su cuento y se fue caminando a su casa.
      Cuando llegó, puso la bola de hilo sobre la mesa, cerca de la cocina.
      Al rato, su padre, el minero, dijo que esa hilaza era muy fina, y le preguntó a su hijo Salomón:
      --¿Dónde encontraste este cordón?
      Pero Salomón no dijo nada. Pensó que era mejor dejar todo en absoluto secreto.
      Acostado en su cama, abrió su libro de cuentos, y se dio cuenta que ahora tenía otros relatos.
      --Este es un libro mágico –dijo para sí.
      Pasaron varios días y las rutinas se repitieron, y el hilo dorado seguía saliendo de la tierra, y Salomón hacía otra bola del tamaño de una pelota de béisbol.
      Ahora, en un lugar escondido tenía una canasta con veinte bolas de hilo.
      Una noche su padre le dijo a Salomón que esa hilaza era de la China, y que era muy fuerte. Con ella se podía levantar, por ejemplo, un camión de carga lleno de piedras.
      --Cada una de tus bolas cuesta una fortuna. Ese hilo no se consigue en esta parte del planeta –dijo su padre.
      Luego supo que con veinte bolas de ese hilo dorado se podía comprar un automóvil nuevo.
      Entonces Salomón se fue a su escondite y trajo su canasta llena de bolas de hilo.
      --Si te interesa tener un auto nuevo, te regalo mis bolas de hilo –le dijo a su padre.
      Dos días después, el padre de Salomón estaba estrenando un Honda Fit color dorado. Se trataba de un automóvil de príncipes.
      Salomón siguió haciendo bolas de hilo dorado. Y en su lugar secreto ya tenía más de cien bolas.
      No terminaba de leer su libro de cuentos, pues el contenido variaba. Era, como sabemos, un libro bien mágico. Tenía historias de princesas tristes y había en sus páginas muchos dragones y gigantes.
      Era un libro que se leía con pasión, con entusiasmo. Estaba lleno de palabras justas, y había mucho orden en cada relato. Era un libro de reyes.
      Uno de los relatos estaba lleno de fantasía. Se contaba la historia de un niño que tenía una gran pecera llena de tortugas enanas.
      Esas tortugas se transformaban y se salían del agua. Eran entonces mariposas que volaban hacia arriba, hacia el cielo, donde había un estanque de agua fresca. Ahí, al acercarse las mariposas, se volvían de nuevo tortugas.
      Y ese relato no se movía de su libro. Otros cuentos cambiaban por arte de magia. Pero, extrañamente, ese relato de las tortugas siempre permanecía en el viejo libro.
      Dos años más tarde, cuando en su escondite tenía casi mil bolas de hilo dorado, sucedió lo que tenía que suceder.
      Al jalar el hilo dorado, Salomón sintió que ya no había que hacer mucha fuerza para sacar la hilaza.
      El niño sacó el último pedazo de hilo. Y en su punta final había un trozo de papel de China, que contenía una inscripción misteriosa hecha con caracteres orientales. Era un mensaje trazado en chino o en japonés.
      Salomón guardó el pedazo de papel de China y pensó en buscar un traductor.
      Y resulta que entre los compañeros del padre de Salomón había un chino. Era una persona muy reservada, que casi no hablaba.
      Ese hombre que se llamaba Chan Hui hizo la traducción del papel de China…
      “Este hilo lo hemos enterrado en la China. Lo vamos a deslizar con cuidado para ver si llega al otro lado del planeta. Es un hilo lleno de esperanza y de amor.”
      Una tarde lluviosa Salomón se subió a un cerro. Desde allá arriba pudo ver el pueblo completo de Tzintzuntzan. Buscó un pedazo de tierra plana y grabó con un palito la traducción del mensaje que le mandaron los chinos.
      Las palabras esperanza y amor las inscribió con letras mayúsculas.



 Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)


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