Alexis Sudds, Patricia Alanis, Hellen Jiménez, Jacquelin Pineda y Jean Juarez: Starry Night |
Por Eduardo Rodríguez Solís
(Fragmento de novela)
Fue como una línea trazada por el dedo
de Dios. Algo sagrado. Algo único.
--Vamos
para allá –dijo a su perro. Y hacia allá se fueron Adelaido y Popoca, su
pequeño can.
La
serranía, las lomas, el valle, el río, los arroyos recibían la luz de la luna.
La noche era noche de duendes, de apariciones benignas, de acostarse con la
amada en la hierba. Era noche de decir poesías en voz alta, de respirar la
frescura de los altos árboles.
--Qué
bueno que te tengo –le dijo a su perro. Popoca movía el rabo y entendía las
palabras de su amo.
Llegaron
al río y cruzaron el puente colgante. El ruido de las aguas los sedaba, era quizás
la sinfonía eterna que le canta a la vida. Por eso detuvieron su paso. Entonces
el pasado regresó... Adelaido se descubrió siendo un niño, un ser que soñaba
conquistar al mundo, escalar altas montañas, cruzar mares y continentes.
Levantaba la mirada hacia los cielos, y de las nubes se desbordaba una lluvia
de monedas. Él, el niño que era, se convertía en el amo de la situación. La
gloria estaba entre sus manos. El triunfo.
Pero
habían pasado treinta y cinco años y todo seguía igual. No conocía más allá de
la serranía, las lomas, el valle, el río y los arroyos. Y este mundo siempre
igual se cubría de melancolía, de tristeza, de desesperanza. Y eso lo
confirmaba al verse reflejado en los estanques. Ahí veía sus ojos, su nariz, su
boca, su todo. Ahí estaba su rostro, en ese marco azul del firmamento. Habían
pasado treinta y cinco años.
Siguieron
adelante, rumbo al horizonte.
--Algo
tendremos que encontrar –le dijo a Popoca.
Él,
un caminante con perro, se llamaba Adelaido García. Era buen alfarero. Sus
ollas y candelabros, con ángeles y flores, con colores chillantes, tenían su gracia
mágica. Sus compañeros de oficio trataban de imitarlo, pero nadie lograba
modelar el barro como él. Adelaido estaba ungido por la Divinidad. Era algo que
traía en la sangre. Y ese mismo encanto de artesano lo transportaba hacia otros
terrenos. Semilla que sembraba, planta que crecía. Palabras bellas a una mujer,
ensueños que surgían. Por lo mismo, todas las mujeres de su pueblo (San
Sebastián) le echaban el ojo. Pero él, prefería su soledad... La soledad y su
perro.
--Mujeres
hay muchas –le dijo a su perro. Y ya habían caminado bastante.
Poco
después se adentraron en la parte espesa del bosque, los cánticos resonaban por
todos lados. Eran grillos y otros seres nocturnos rompiendo el silencio de la
media noche. Arriba, las estrellas. En la tierra, las hojas y el musgo que
pisaban.
--Algo
encontraremos. Así me lo dijo el viejo Tomás.
Tomás
Alcántara se lo había dicho. Ahí, donde Dios había trazado una línea dorada,
detrás del horizonte, detrás de todos los cerros, tenía que haber un tesoro… Y
Tomás Alcántara, el viejo, el más viejo de todos los de San Sebastián, siempre
tenía la razón. El patriarca inmemorial nunca se equivocaba. Su palabra era la
ley. Y su ley era vertical, absoluta...Por eso, por lo mismo, había que seguir
adelante, siempre adelante.
Subieron
la última pendiente. Popoca iba delante. Detrás, Adelaido García tarareaba una
canción de cuna. Entonces viajaba a través del recuerdo a los años de su
infancia, arropado en los brazos de su madre.
--Duérmete,
precioso. Duérmete con la luz de la luna –cantaba Antonia.
Adelaido
era casi de juguete, una bolita de carne que se calentaba entre las franelas,
una bolita de vida, que quería crecer para correr por esos verdes-campos-verdes
de San Sebastián.
--Duérmete,
precioso. Duérmete con la luz de la luna –recordaba el buen Adelaido, mientras
Popoca llegaba al final de la pendiente.
Abajo,
al fondo de la barranca, al filo del horizonte, había un mar de luces de bengala
que se parecía al ojo de Dios, o el centro del universo.
--Verás
entonces lo que nunca has visto –le había dicho el viejo Tomás.
Y
efectivamente Adelaido observaba lo nunca visto. El mar de la existencia. El
punto de partida hacia la felicidad, hacia la gloria eterna, acompañado por una
dulce melodía de tres notas, como el murmullo o el llanto de un cometa. Sí.
Claro que sí. Las tres notas combinadas envolvían a Adelaido. Era el milagro
que había profetizado Tomás Alcántara.
--Verás
entonces lo que nunca has visto.
Adelaido
tuvo miedo de acercarse al mar de luces de bengala.
--Vámonos
de aquí –le dijo a Popoca. Y dieron la media vuelta, dejando atrás el filo del
horizonte, el ojo de Dios o el centro del universo.
Habiendo
cruzado el puente colgante, de camino a San Sebastián, cerró los ojos, sin
detener la marcha. Y notó que flotaba entre las nubes, con su perro Popoca, por
encima de las montañas, cerca del calor de Dios...que lo atraía hacia un templo
encantado. En el templo había un viejo que le recordó a Tomás Alcántara, el
patriarca inmemorial, el que lo sabía todo.
--¿Por
qué no te sumergiste en el mar? –preguntó el viejo.
--Tuve
miedo –respondió Adelaido.
Adelaido
abrió los ojos y descubrió la silueta de Popoca, la misma serranía, las mismas
lomas, el mismo valle, el mismo río, y los mismos arroyos de siempre.
Apresuró
el paso y llegó a San Sebastián.
Ya
en su casa encendió la lámpara de petróleo, y se encaminó a su taller. Humedeció
el barro e hizo girar el torno. Poco a poco, modeló la vasija. Labró estrellas
de muchos tamaños en la superficie curva. Luego encendió el horno. Y esperó,
bebiendo un poco de aguardiente y observando a Popoca que dormía a sus pies.
Sacó
la vasija del horno en la madrugada. Quería pintarla con los colores del arcoiris,
el planeta, las estrellas, azul cielo, un toque dorado en cada corazón.
Adelaido
se quedó dormido al lado de Popoca.
Un
ángel, de ésos cuyas efigies se ven en las iglesias, apareció en escena y rasgó
en dos partes la noche con su espada, para que por ella entraran al sueño de
Adelaido las mujeres vírgenes de San Sebastián. Las mujeres danzaron al compás
de tres notas combinadas... Daban vueltas y vueltas amarrándolo, y lo
arrastraron al filo del horizonte, donde se extendía el mar inmenso de luces de
bengala. Adelaido, junto a su fiel perro, contemplaba ora a las mujeres ora al
mar, un prodigio esculpido por la mano del Señor. En ese instante, Isis, la beldad
más joven, lo tomó de la mano y lo acompañó... Entonces, cambió todo. Cambió la
vida, cambió el aire, cambiaron los perfumes de las flores. Adelaido vio un
jardín sembrado en una vasija de color azul que se mecía tranquilamente en
medio del mar, con estrellas multicolores labradas en la superficie, el ojo de
Dios, el centro del universo.
El
hombre recordó las palabras del viejo Tomás Alcántara.
--El
centro del universo –había dicho el patriarca de San Sebastián—descansa donde
se ven las luces que parecen la cabellera de una mujer. Pero hay que ir allá.
Hay que acercarse al corazón, plantarse en él.
Adelaido
García, sin embargo, tuvo miedo de conocerlo todo. Llegó hasta el borde de la
última pendiente y se dio la media vuelta. Tuvo miedo de abrir los ojos y ver
las cosas a su alrededor.
Solo
y su alma. Ahí estaba. Popoca había salido al campo, a correr en la mañana, a
perseguir conejos y ardillas. Solo y su alma. Ahí estaba.
La
jícara con el agua fría lo hizo revivir.
--Vayamos
a la plaza –se dijo, mientras comía un poco de pan con frijoles. Adelaido
esperó que Popoca regresara del paseo y los dos salieron de la casa.
Era
domingo y San Sebastián estaba de fiesta. Artesanos y campesinos ponían sus
puestos de venta a la sombra de los árboles. Adelaido acomodaba sus piezas de
barro sobre una sábana desplegada en la yerba. Al centro, siempre colocaba la
enorme vasija, el universo azul celeste, con múltiples estrellas.
--La
vida es canija –le dijo Adelaido a Popoca, cuando se percató de que era medio
día y no había vendido nada.
A
las seis de la tarde recogió sus piezas de alfarería y las metió al costal.
Alzó la sábana y la dobló. Se metió al templo y se sentó en una banca.
Ahí
estaba la imagen del hijo de Dios. También, la de la virgen de Guadalupe y el
Santo Patrón del pueblo. Se podía rezar, pero quizás no valía la pena. La vida
era canija, y todo rodaba, con los años, hacia la zanja profunda, hacia la
última morada. La gente luchaba para nada. El barro, el horno y los colores de
tierra no sacaban de la pobreza. Para qué orar, para qué solicitar la gracia
divina. Esto se había hecho ya muchas veces. Y todo seguía igual.
Adelaido
vio además las figuras que representaban a los ángeles y querubines. Imaginó
que sostenían el mundo y lo hacían girar hacia el infinito. Giraban también los
ojos de Adelaido García perdidos en una esperanza inalcanzable. Ángeles y querubines
descendían y acariciaban su alma sin rozarlo a él. Existía un abismo entre la imagen
de santidad que despedían y el artesano Adelaido García, el que tenía miedo de
cruzar el horizonte, el que tenía miedo de mirar a su alrededor.
Salió
de la iglesia con el costal a la espalda y Popoca a su lado. Llegó a la esquina
y dio vuelta en la calleja que daba a su casa. El viento se revolvía con la
tierra, el polvo, se mezclaba con la tristeza y la melancolía. La vida era
canija. Sí. La vida era canija.
De
pronto, algo lo detuvo. Había que llevar una ofrenda a San Sebastián, ahora
que estaban empezando las fiestas. Sintiéndose como en pleno estado de gracia,
regresó a la iglesia. En el atrio, llenó la gran vasija con tierra. Pidió fiada
una veladora. Y se metió al templo. Aseguró la veladora en el recipiente azul,
y encendió la luz de la lejana esperanza. Se arrimó al altar mayor y solicitó
permiso para colocar su ofrenda.
--Te
ofrezco mi trabajo –dijo suspirando Adelaido García a San Sebastián.
Ya
en su casa, Adelaido se recostó en su camastro, cubriéndose con la colchoneta. Popoca
se trepó también y se enroscó en una esquina. Silencio. Las imágenes vividas
rebotaban dentro de su ser, volviéndose recuerdos o ensueños alentadores.
Adelaido respiraba profundamente. Miraba el techo de cartón, de pedazos de
madera, de tiras de lámina. Y se veía correr al lado de su madre, de esa madre
que se llamaba Antonia, y que no tenía marido. Corría el niño Adelaido hacia los
árboles de la plaza, y se trepaba en las ramas, jugaba y disfrutaba de la vida,
esa vida de niño que pronto se nos va de las manos.
--Adelaido
–escuchó la voz de Tomás Alcántara--. Te buscan en la iglesia. Ven conmigo, que
te conviene.
Adelaido
y Popoca caminaron al lado del viejo patriarca. Tomás Alcántara recitaba un pregón:
--Hay
que acercarse al corazón. Hay que plantarse en él. Hay que acercarse al corazón.
Hay que plantarse en él...
Ante
la imagen de San Sebastián, en la iglesia, estaba Isis Wilson, una diseñadora noruega. Tenía
interés en el trabajo artesanal de Adelaido. Había casi enloquecido ante la
vasija azul celeste, la de estrellas multicolores... La mujer explicó que en
Oslo se estaba terminando de construir un hotel con trescientas habitaciones, y
necesitaba adquirir ornamentos para las mesas de centro.
--Su
vasija es ideal para el proyecto –dijo Isis Wilson.
La
diseñadora le trajo a la mente la beldad de su sueño.
Adelaido
negoció con la mujer, y su vida mejoró mucho económicamente. Parecía como
hundido en la felicidad, los árboles danzaban frente a él, desde la noche en
que Isis (Wilson o no) se había cruzado en su sendero.
Qué
locura. El dedo de Dios crea un destello de luz. Uno llega al horizonte, hasta
el mismo filo del horizonte, y se llena de miedo. Decide regresar, cruzar el
puente colgante, encender una lámpara de petróleo. Tomar el barro, girar el torno,
moldear el universo, salpicándolo de estrellas. Pintar con los colores del
arcoiris, esperar que el horno se ponga al rojo vivo, beber el aguardiente
sagrado... dedicar la ofrenda... aparecer Isis, una mujer de carne y hueso que
nace de los sueños y se vuelve realidad... una milagrosa realidad.
Fabricar
el universo con el pie derecho. El barro se convierte en
lo que uno quiere, en el mundo nuestro,
que clama el contacto con los cuerpos celestes, las estrellas esculpidas en la
superficie lisa.
Popoca
observaba en silencio (en su silencio de perro). Isis, la diseñadora noruega
levantaba los brazos triunfalmente. La vasija, obra de Adelaido García, sería
también el logotipo o emblema del hotel en Oslo. “Universo Estrellado” se llamaría
el hotel. Un recinto para todo el mundo. El primer recinto portador de seis
estrellas.
--Catorce
estrellas –dijo Adelaido--. Son catorce estrellas.
--Claro
–comentó Isis Wilson--. Un hotel de catorce estrellas.
Isis
Wilson se iba de visita a la ciudad de México, y regresaría a San Sebastián en
una semana. Para entonces tenían que estar las trescientas vasijas. Qué
problema. Trescientas vasijas y cuatro mil doscientas estrellas.
Se
despidieron. Isis Wilson se metió a su camper. Adelaido García besó la mano del
patriarca, Tomás Alcántara, y se perdió en la oscuridad, seguido de Popoca. La
luz volvió a caer detrás del horizonte. Venía de las galaxias, y era un
destello que parecía una cascada. Sí. Una cascada prodigiosa, como la larga
cabellera de una hermosa mujer.
Había
que ir allá. Había que ir allá.
Al
acercarse a su casa, Adelaido notó algo extraño. Una luz tintineaba cerca de la
puerta. Una familia de luciérnagas sobrevolaba, suspendida como a dos metros
del suelo...
Popoca
se acercó corriendo y encontró una vasija idéntica a la que Adelaido había ofrecido
a San Sebastián en la iglesia. Pero, ¿quién la había hecho? ¿Y qué es lo que
había dentro? Adelaido se asomó: un pequeño mar de luces de bengala... En el
silencio de la noche escuchó Adelaido otra vez la melodía de tres notas
combinadas. Y vio a las mujeres vírgenes que danzaban…detrás de su casa. Isis
estaba entre ellas...
Las
mujeres se perdieron en el bosque, dejando atrás un círculo de flores dibujado
en el suelo, en la tierra, que cercaba tres vasijas de color azul celeste salpicadas
de estrellas.
--¿Qué
está pasando, Popoca? –murmuró el artesano.
Entró
a la casa. Había flores por todos lados, y se respiraba un perfume embriagador.
Enseguida, se dirigió a su taller. El torno, el barro y el horno habían
desaparecido. En su lugar se alzaba un pedestal con figuras extrañas.
--¿Qué
está pasando, Popoca? –murmuró.
Adelaido
García se echó el sarape al hombro y salió, junto a Popoca, camino al horizonte.
Al cruzar el puente colgante notó que la corriente del río estaba más
tranquila.
Subiendo
la última pendiente, ya casi al filo del horizonte, una voz lo detuvo:
--¿A
dónde vas? –Era el viejo Tomás Alcántara, que vestía una bata plateada.
--Quiero
llegarme al mar de las luciérnagas –dijo Adelaido.
--Tú
eres un hombre arriesgado, después de todo –comentó el viejo patriarca,
desapareciendo entre los árboles.
Descendieron.
Caminaron cerca de dos horas hasta que la vista del mar los sorprendió.
Había
en el centro un inmenso disco metálico, que emanaba luz por todos lados, un
extraño aparato apoyado en cuatro columnas.
Se
escuchó la música de las tres notas y se abrió una escotilla, de donde salieron
treinta esferas de plástico que semejaban pompas de jabón. Las esferas
rebotaban en el suelo, transformándose en mujeres transparentes, las vírgenes
de San Sebastián. Una de ellas se acercó a Adelaido García.
--¿Quién
eres tú? –preguntó asustado Adelaido.
--Isis.
Soy Isis, líder de la compañía.
La exuberancia de Isis envolvió
a Adelaido, y lo hizo sentir como el único hombre del universo. El escenario se
trastocó en jardín. ¿El jardín del Edén? Un jardín con flores y perfumes. Un
jardín con árboles de todos tipos, y con un alto manzano al centro. Popoca, el
perro fiel, se convirtió en ángel guardián. Y una de las mujeres transparentes se
colocó la máscara de la serpiente.
Adelaido
e Isis se amaron en el sueño, ensueño o realidad. Él le regalaba mil
caricias y recibía besos y abrazos también. Intenso placer.
Adelaido,
Popoca, Isis y todas las mujeres transparentes se deslizaron a través de la
escotilla. El milagro creció en la vitrina: había más de mil vasijas de color
azul celeste. Cada una adornada con catorce estrellas multicolores.
--¿Qué
está pasando aquí? –dijo Adelaido García.
Isis
tomó la palabra. Ella y el resto de las mujeres transparentes venían de Katara,
un planeta lejano. Querían promover su cultura, su transparencia. La vasija les
recordaba a su Dios, el mismo Dios que se añoraba en la Tierra. Las estrellas
representaban sus corazones.
Y
sí. Era cierto. Dentro del cuerpo transparente de cada mujer había una pequeña
estrella donde se guardaba la vida, el centro de la existencia.
--Y
sabes… –dijo Isis--. Esas estrellas que ves en el cielo son el reflejo de los corazones
de millones de nuestras mujeres que ya no existen.
--¿Y
hay hombres en Katara? –preguntó Adelaido.
--Uno
solo –dijo Isis--. Uno solo. No necesitamos más.
--¿Y
qué hacen para procrear? –inquirió Adelaido García, sonrojándose.
--En
Katara sólo se conciben mujeres.
En
la madrugada, las mujeres transparentes se repartieron las vasijas, mientras
una burbuja de aire cálido las transportaba hacia la casa del artesano. Popoca y
Adelaido estaban deleitados escuchando los detalles de la historia de Isis,
acompañados por la música de las tres notas.
Pasado
un rato, Adelaido se despidió. Subió, seguido por su fiel Popoca, por una de
las paredes del agujero en el que se encontraba, y una vez que llegó arriba
dejó que regresaran a él los recuerdos de su infancia. Adelaido se vio en la
escuela del pueblo. La maestra dibujaba en el pizarrón la Tierra, la luna, y los
planetas conocidos. Pero Katara no formaba parte de los planetas, era una
ilusión, una fantasía. La maestra insistía en dibujar solamente los planetas
que el hombre conocía. Sus ojos tenían limitaciones.
Quiso
dormir una hora, pero le resultó imposible. Prefirió ir hasta el río a darse un
chapuzón con el agua fría. Muchos rostros conocidos se le aparecieron en el
agua, rostros de amigos, mamá Antonia, las vírgenes de San Sebastián, la
diseñadora Isis Wilson, el patriarca Tomás Alcántara, las mujeres transparentes
de Katara…Adelaido nadaba en su fantasía, la ficción y el ensueño que se
alojaban sin querer en la realidad.
Se
secó, se vistió, y regresó a su casa, seguido por Popoca.
Sin
tomar un respiro siquiera, Adelaido guardó veinte vasijas en dos costales
cuando llegó a casa, y volvió a salir camino al centro de San Sebastián. Cerca
de la iglesia aguardaba estacionado el camper de Isis Wilson.
--Señorita
Wilson. Señorita Wilson – llamó Adelaido.
Isis
se quedó pasmada. Frente a ella, descansaban veinte vasijas que habían sido
moldeadas de la noche a la mañana. Qué energía y qué talento tenía el artesano.
Iris se sintió además muy satisfecha al saber que el resto del pedido estaría
listo al día siguiente.
Mientras
Isis Wilson examinaba las vasijas meticulosamente, Adelaido aprovechó para
entrecerrar los ojos y recordó que alguna vez su madre le susurró que él había
sido concebido por la acción de un espíritu casi santo. ¿Un espíritu casi
santo? ¿Un espíritu casi santo como aquellos de Katara? No. Esto era una
locura. Locura de artesano. Locura de soñador. Locura de ensoñador. Locura, en
fin.
En
otra ocasión su madre le dijo que él (Adelaido) tenía una estrella en el
corazón. Lo cual era cierto, porque a Adelaido siempre le había gustado
observar el cielo nocturno.
--Oiga
–dijo la señorita Wilson--. Entonces ya no tendré que regresar a San Sebastián.
--No
–dijo Adelaido. Entonces vio escondido detrás de un árbol a Tomás Alcántara--.
Mañana se lleva usted sus trescientas vasijas.
Adelaido
regresó a la iglesia y pagó la veladora que le habían fiado. Luego depositó en
la urna una buena limosna. Dio gracias a Dios y a los cielos... Y se fue,
acompañado por su perro, a conseguir una carreta para transportar las imágenes
del dios de Katara, imágenes salpicadas de corazones.
Adelaido
arrastró entusiasmado la carreta hasta su casa, dejando a Popoca interactuar
libremente con el armatoste por unos minutos. El hombre disfrutaba el juego y
sonreía…Popoca apareció en la vida de Adelaido un día cualquiera…cuando regresaba
cargado de barro de las cuevas del cerro de San Miguel. Pasando por la Barranca
de los Vientos, escuchó un gemido. Buscó entre las plantas y las hojas secas, y
encontró al pequeño ser. Era un diminuto perro que temblaba de frío. Estaba
mojado, triste y lleno de lodo... Adelaido lo cargó y rápidamente lo metió en
su camisa, para que sintiera el calor de su cuerpo. Al llegar a casa se esmeró preparándole
alimentos. Incluso salió a indagar por un poco de leche en las moradas vecinas.
Fue la misma tarde en que Josefina, el amor de su vida, abandonó el pueblo para
irse a vivir a la gran ciudad. Qué tristeza. Josefina había sido contratada en
una fábrica de muebles situada en la avenida Chimalpopoca... Se iba Josefina,
la que amó a Adelaido tantas veces. Allá, en el viejo molino... El primer
nombre del cachorro fue Centavo, porque el animal era como una pequeña limosna
divina. Después, Adelaido García le cambió el nombre, a raíz de una visita que
hiciera a la biblioteca de San Sebastián.
Pues en ese tiempo, Josefina se había
ido a la fábrica de Chimalpopoca, y un gran dolor inundaba el alma de Adelaido.
El hombre no dormía. Apenas, comía. Caminaba siempre con la cabeza gacha.
Chimalpopoca. La palabra, la misteriosa palabra, retumbaba en sus adentros.
Chimalpopoca.
El
día en que visitó la biblioteca Adelaido experimentó un ferviente deseo de observar
algunas ilustraciones de alfarería prehispánica. La bibliotecaria lo acomodó en
una mesa un tanto solitaria y le suministró dos hermosos ejemplares sobre el
tema.
--¿Sabe
usted leer? –le preguntó la bibliotecaria, una señora de cabellos canos.
--Sí.
Sí sé leer –respondió Adelaido García.
--Pues,
mire –dijo la dama--. En este diccionario encuentra usted de todo. Y todo está
ordenado alfabéticamente.
Adelaido
vio las piezas de alfarería, e hizo algunos dibujos en una hoja de papel. Y ya
se iba, cuando la palabra Chimalpopoca apareció en su mente. Buscó entonces su
significado en las páginas del libro. En la número 610 encontró lo siguiente: Tercer señor de México. Su nombre significaba Escudo Humeante, o
Resplandeciente. Nombre solar, que alude a la irradiación del astro. Reinó de
1416 a 1428, y se empeñó en acabar con la tiranía de Tezozómoc, rey de
Azcapotzalco, de quien era nieto. Fue asesinado por orden de Tezozómoc o del
hijo de éste... Más adelante Adelaido se enteró de la existencia del Códice Chimalpopoca, un manuscrito redactado
en el siglo XVI, que resumía anales, leyendas, poemas, y otros datos antiguos
de los reinos de Colhuacán... Hubo además un Faustino Chimalpopoca Galicia,
muerto en 1877, profesor del idioma náhuatl, que fue autor, entre otras cosas,
de El Centavo De Nuestra Señora de Guadalupe, folleto publicado
en 1869, editado con el propósito de alentar la suscripción popular, para
incrementar, centavo a centavo, el culto dedicado a Nuestra Señora de Guadalupe...
Y ahí fue donde decidió cambiarle el nombre al perro. Había que conservar el
recuerdo de la bella Josefina, y el perro (el pequeño perro) valía más que el
Centavo recolectado diariamente para el culto de Nuestra Señora de Guadalupe.
Además, al animal le encantaba la irradiación solar, lo cual lo emparentaba en
cierta medida con el Tercer señor de México.
--Desde
hoy se llamará Popoca –decidió Adelaido.
Llegaron
Adelaido y Popoca a su casa. Colocaron las vasijas en la carreta. Cocinaron un poco
de carne de conejo y comieron en silencio.
Entrada
la noche, Isis, líder de la compañía de mujeres transparentes, junto a otras
tres beldades, se apareció en la casa de Adelaido. Llevaba consigo una botella
de vino amarillo, bebida que había traído consigo de su lejano planeta.
Sirvieron el vino en los vasos, y todos, hasta Popoca, disfrutaron del líquido
dorado. Adelaido García sintió que sus pulmones se ensanchaban. La vida se
colaba en él.
Un
rato más tarde, Isis comunicó que era hora de surcar los vientos. Al escuchar
el llamado de su líder, una de las mujeres transparentes desdobló su alma o su
espíritu, cubriéndolos a todos, incluso al pequeño can. La transformación
ocurrió en breves segundos. Adelaido cerró los ojos y cuando los abrió estaba
meciéndose dentro de la esfera.
Desde
el aire, el hombre vio su casa, los árboles, el pueblo de San Sebastián, gotitas
de rocío que parpadeaban, las montañas, el paisaje majestuoso...estrellas,
corazones de mujeres transparentes que habían dejado de existir, rostros
desconocidos, quizá de las primeras pobladoras del planeta Katara.
Pasaban
cometas, pequeñas rocas celestes, polvo brillante, cascada de plata y oro. El
espectáculo era impresionante. La gran burbuja volaba a toda velocidad. Adelaido
observaba el espacio a través de las paredes transparentes. Le gustaba la
burbuja, receptáculo divino. Sin darse cuenta, llegaron a la luna. Sí. Llegaron
a la luna...Conocieron su parte oculta. Desde allí, contemplaron el pequeño
modelo de la madre Tierra.
--¿Desde
allá venimos? –preguntó Adelaido.
--Y
hacia allá vamos de regreso –dijo Isis.
Para
entonces, las dos mujeres transparentes y el perro dormitaban. Y las almas de
Isis y Adelaido pudieron acercarse una vez más.
--Te
amo –le dijo Isis, mientras la estrella de su corazón cambiaba de tonalidad.
--Yo
también –le declaró Adelaido--. Yo también te amo. Pero tengo miedo de mi
pasión por ti…A lo mejor, mañana te escapas nuevamente.
--Nunca
nos separaremos –dijo Isis, entregándose a Adelaido plenamente.
--¿Qué
habrá querido decir Isis? –se preguntó Adelaido García.
Hicieron
el amor surcando el firmamento mientras los demás dormían…Conocían sus
intimidades, se hacían promesas... Se habían convertido en una sola persona y
trataban de esclarecer las grandes interrogantes de la vida.
--Si
hay que partir, ¿por qué no te vienes con nosotras? –le preguntó Isis.
Se
acercaban a la Tierra, al continente americano, al pueblo de San Sebastián, a
la casa de Adelaido... Descendieron de la gran burbuja que enseguida se
transformó en una mujer transparente.
Isis
y sus tres acompañantes volaron hacia el filo del horizonte, donde se
encontraba el mar de luces de bengala... Popoca y Adelaido las vieron marchar.
El hombre y su perro comieron
algo, quizá alguna sobra del conejo, y se recostaron en el camastro. En la
mente de Adelaido García se acrecentaba el amor. Crecía hasta convertirse en un
gigante, un gigante cuya nariz rozaba la parte oculta de la luna, el cuerpo
celeste que visitara durante su noche de pasión.
Lo
venció el sueño poco a poco. Había que recuperar fuerzas porque al día siguiente
Adelaido debía conducir la carreta repleta de vasijas azules hacia el corazón
de San Sebastián... El alma de Adelaido se llenaba de tranquilidad, de la paz
proveniente de una noche encantada...
Cuando
el gallo cantó, Adelaido ya tenía preparado el cargamento. Entonces recorrió
con la vista los rincones del techo, y sus ojos encontraron una frase escrita
en un viejo pedazo de madera: “Poniendo la mano sobre el corazón.” Adelaido
descubrió magia en las palabras.
--Lo
hice yo –dijo Isis, la mujer transparente, desde una esquina de la habitación.
Adelaido García se restregó los ojos.
Isis
habló. Dijo que Katara quería decir “Poniendo la mano sobre el corazón”. A Adelaido le vino a la cabeza una
canción que le había escuchado a Josefina, la mujer que se fue a la gran
ciudad, contratada para trabajar en una fábrica de la calle de Chimalpopoca.
--Sabes
una cosa… –dijo Adelaido García--. Conozco una canción que tiene una frase
similar, melodiosa y serena. La escribió un poeta mexicano.
Aunque le dolía el corazón
por la nostalgia, Adelaido le habló de Josefina. La comparó con las flores
silvestres, con los colores de la naturaleza, con los perfumes inalcanzables. Josefina
era la suma de todos los placeres que emanaban de Dios.
--Era la luz –dijo
en voz alta Adelaido García--. Era el calor que necesitaba en ese entonces.
Adelaido
cerró los ojos con desesperación, y pudo reconstruir la bella imagen de
Josefina abriendo la puerta de su taller, con una canastilla llena de flores
blancas. Mientras Adelaido moldeaba las piezas de un candelabro, Josefina le
cantaba, con dulzura, al oído:
Poniendo
la mano sobre el corazón
quisiera
decirte al compás de un son
Que
tú eres mi vida,
que
no quiero a nadie
que
respiro el aire,
que
respiro el aire,
que
respiras tú...
Adelaido le correspondía:
--Amor
de mis amores, Josefina mía, necesito de tu aliento para seguir adelante.
Josefina
le soplaba en el cuello, en las mejillas, en los ojos, en la frente. Luego, lo
abrazaba y lo besaba.
Adelaido aclaró que
aquella era una historia del pasado. Isis, en cambio, llenaba su vida en el
presente.
--Yo
puedo ser tu Josefina –dijo Isis.
--Tú
eres Isis –musitó Adelaido García--. Tú eres Isis, el nuevo amor de mi vida, y
vienes de Katara, poniendo la mano sobre el corazón.
En
ese instante, Popoca se despertó, e Isis se transformó en una burbuja que ascendió
con rapidez hacia el filo del horizonte.
Adelaido
salió de la casa arrastrando la carreta cargada de vasijas azules salpicadas de
estrellas multicolores. Las fiestas de San Sebastián estaban comenzando.
Cohetes, cornetas, serpentinas. Huevos rellenos de harina se estrellaban en la
cabeza de la gente. Confeti. Golosinas, antojitos, mujeres, hombres, viejos,
niños saltarines, llenos de vida.
--¿Por
qué escribiría Isis esa frase en la madera? –se preguntaba Adelaido mientras
caminaba hacia el centro de la plaza de San Sebastián.
--Yo te lo puedo decir –dijo el viejo
Tomás Alcántara, interrumpiéndole el paso--. Las guerras nos hunden, nos alejan
de la verdad. Matamos porque matar es una industria. Estamos cerca del infierno.
Casi no hay remedio. Pero si descubrimos en el cielo o en nuestro pecho una
estrella, un corazón, las cosas pueden cambiar... Pongamos entonces la mano
sobre el corazón...
El patriarca, el
hombre más viejo de San Sebastián, levantó la voz, para que todos pudieran oír.
Sus palabras, cargadas de sabiduría y bondad parecían salir de un alma que lo
había observado todo.
--¿Y
saben una cosa? Soy un hombre transparente –dijo al final.
Adelaido
García pensó que el viejo Tomás Alcántara (el patriarca) estaba perdiendo la razón.
Atreverse a hablar de transparencia... Eso sí que era un atrevimiento. Hum, la
transparencia le pertenecía a Isis, sólo
a ella.
Eduardo Rodríguez
Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer
editor de la revista Mester, del
Taller de Juan José Arreola. Su cuento San
Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro
Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina
ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York.
Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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