Saturday, July 14, 2012

UNIVERSO TRANSPARENTE

Alexis Sudds, Patricia Alanis, Hellen Jiménez, Jacquelin Pineda y Jean Juarez: Starry Night



Por Eduardo Rodríguez Solís

(Fragmento de novela)


              Fue como una línea trazada por el dedo de Dios. Algo sagrado. Algo único.
            --Vamos para allá –dijo a su perro. Y hacia allá se fueron Adelaido y Popoca, su pequeño can.
            La serranía, las lomas, el valle, el río, los arroyos recibían la luz de la luna. La noche era noche de duendes, de apariciones benignas, de acostarse con la amada en la hierba. Era noche de decir poesías en voz alta, de respirar la frescura de los altos árboles.
            --Qué bueno que te tengo –le dijo a su perro. Popoca movía el rabo y entendía las palabras de su amo.
            Llegaron al río y cruzaron el puente colgante. El ruido de las aguas los sedaba, era quizás la sinfonía eterna que le canta a la vida. Por eso detuvieron su paso. Entonces el pasado regresó... Adelaido se descubrió siendo un niño, un ser que soñaba conquistar al mundo, escalar altas montañas, cruzar mares y continentes. Levantaba la mirada hacia los cielos, y de las nubes se desbordaba una lluvia de monedas. Él, el niño que era, se convertía en el amo de la situación. La gloria estaba entre sus manos. El triunfo.
            Pero habían pasado treinta y cinco años y todo seguía igual. No conocía más allá de la serranía, las lomas, el valle, el río y los arroyos. Y este mundo siempre igual se cubría de melancolía, de tristeza, de desesperanza. Y eso lo confirmaba al verse reflejado en los estanques. Ahí veía sus ojos, su nariz, su boca, su todo. Ahí estaba su rostro, en ese marco azul del firmamento. Habían pasado treinta y cinco años.
            Siguieron adelante, rumbo al horizonte.
            --Algo tendremos que encontrar –le dijo a Popoca.
            Él, un caminante con perro, se llamaba Adelaido García. Era buen alfarero. Sus ollas y candelabros, con ángeles y flores, con colores chillantes, tenían su gracia mágica. Sus compañeros de oficio trataban de imitarlo, pero nadie lograba modelar el barro como él. Adelaido estaba ungido por la Divinidad. Era algo que traía en la sangre. Y ese mismo encanto de artesano lo transportaba hacia otros terrenos. Semilla que sembraba, planta que crecía. Palabras bellas a una mujer, ensueños que surgían. Por lo mismo, todas las mujeres de su pueblo (San Sebastián) le echaban el ojo. Pero él, prefería su soledad... La soledad y su perro.
            --Mujeres hay muchas –le dijo a su perro. Y ya habían caminado bastante.
            Poco después se adentraron en la parte espesa del bosque, los cánticos resonaban por todos lados. Eran grillos y otros seres nocturnos rompiendo el silencio de la media noche. Arriba, las estrellas. En la tierra, las hojas y el musgo que pisaban.
            --Algo encontraremos. Así me lo dijo el viejo Tomás.
            Tomás Alcántara se lo había dicho. Ahí, donde Dios había trazado una línea dorada, detrás del horizonte, detrás de todos los cerros, tenía que haber un tesoro… Y Tomás Alcántara, el viejo, el más viejo de todos los de San Sebastián, siempre tenía la razón. El patriarca inmemorial nunca se equivocaba. Su palabra era la ley. Y su ley era vertical, absoluta...Por eso, por lo mismo, había que seguir adelante, siempre adelante.
            Subieron la última pendiente. Popoca iba delante. Detrás, Adelaido García tarareaba una canción de cuna. Entonces viajaba a través del recuerdo a los años de su infancia, arropado en los brazos de su madre.
            --Duérmete, precioso. Duérmete con la luz de la luna –cantaba Antonia.
            Adelaido era casi de juguete, una bolita de carne que se calentaba entre las franelas, una bolita de vida, que quería crecer para correr por esos verdes-campos-verdes de San Sebastián.
            --Duérmete, precioso. Duérmete con la luz de la luna –recordaba el buen Adelaido, mientras Popoca llegaba al final de la pendiente.
            Abajo, al fondo de la barranca, al filo del horizonte, había un mar de luces de bengala que se parecía al ojo de Dios, o el centro del universo.
            --Verás entonces lo que nunca has visto –le había dicho el viejo Tomás.
            Y efectivamente Adelaido observaba lo nunca visto. El mar de la existencia. El punto de partida hacia la felicidad, hacia la gloria eterna, acompañado por una dulce melodía de tres notas, como el murmullo o el llanto de un cometa. Sí. Claro que sí. Las tres notas combinadas envolvían a Adelaido. Era el milagro que había profetizado Tomás Alcántara.
            --Verás entonces lo que nunca has visto.
            Adelaido tuvo miedo de acercarse al mar de luces de bengala.
            --Vámonos de aquí –le dijo a Popoca. Y dieron la media vuelta, dejando atrás el filo del horizonte, el ojo de Dios o el centro del universo.
            Habiendo cruzado el puente colgante, de camino a San Sebastián, cerró los ojos, sin detener la marcha. Y notó que flotaba entre las nubes, con su perro Popoca, por encima de las montañas, cerca del calor de Dios...que lo atraía hacia un templo encantado. En el templo había un viejo que le recordó a Tomás Alcántara, el patriarca inmemorial, el que lo sabía todo.
            --¿Por qué no te sumergiste en el mar? –preguntó el viejo.
            --Tuve miedo –respondió Adelaido.
            Adelaido abrió los ojos y descubrió la silueta de Popoca, la misma serranía, las mismas lomas, el mismo valle, el mismo río, y los mismos arroyos de siempre.
            Apresuró el paso y llegó a San Sebastián.
            Ya en su casa encendió la lámpara de petróleo, y se encaminó a su taller. Humedeció el barro e hizo girar el torno. Poco a poco, modeló la vasija. Labró estrellas de muchos tamaños en la superficie curva. Luego encendió el horno. Y esperó, bebiendo un poco de aguardiente y observando a Popoca que dormía a sus pies.
            Sacó la vasija del horno en la madrugada. Quería pintarla con los colores del arcoiris, el planeta, las estrellas, azul cielo, un toque dorado en cada corazón.
            Adelaido se quedó dormido al lado de Popoca.
            Un ángel, de ésos cuyas efigies se ven en las iglesias, apareció en escena y rasgó en dos partes la noche con su espada, para que por ella entraran al sueño de Adelaido las mujeres vírgenes de San Sebastián. Las mujeres danzaron al compás de tres notas combinadas... Daban vueltas y vueltas amarrándolo, y lo arrastraron al filo del horizonte, donde se extendía el mar inmenso de luces de bengala. Adelaido, junto a su fiel perro, contemplaba ora a las mujeres ora al mar, un prodigio esculpido por la mano del Señor. En ese instante, Isis, la beldad más joven, lo tomó de la mano y lo acompañó... Entonces, cambió todo. Cambió la vida, cambió el aire, cambiaron los perfumes de las flores. Adelaido vio un jardín sembrado en una vasija de color azul que se mecía tranquilamente en medio del mar, con estrellas multicolores labradas en la superficie, el ojo de Dios, el centro del universo.
            El hombre recordó las palabras del viejo Tomás Alcántara.
            --El centro del universo –había dicho el patriarca de San Sebastián—descansa donde se ven las luces que parecen la cabellera de una mujer. Pero hay que ir allá. Hay que acercarse al corazón, plantarse en él.
            Adelaido García, sin embargo, tuvo miedo de conocerlo todo. Llegó hasta el borde de la última pendiente y se dio la media vuelta. Tuvo miedo de abrir los ojos y ver las cosas a su alrededor.
            Solo y su alma. Ahí estaba. Popoca había salido al campo, a correr en la mañana, a perseguir conejos y ardillas. Solo y su alma. Ahí estaba.
            La jícara con el agua fría lo hizo revivir.
            --Vayamos a la plaza –se dijo, mientras comía un poco de pan con frijoles. Adelaido esperó que Popoca regresara del paseo y los dos salieron de la casa.
            Era domingo y San Sebastián estaba de fiesta. Artesanos y campesinos ponían sus puestos de venta a la sombra de los árboles. Adelaido acomodaba sus piezas de barro sobre una sábana desplegada en la yerba. Al centro, siempre colocaba la enorme vasija, el universo azul celeste, con múltiples estrellas.
            --La vida es canija –le dijo Adelaido a Popoca, cuando se percató de que era medio día y no había vendido nada.
            A las seis de la tarde recogió sus piezas de alfarería y las metió al costal. Alzó la sábana y la dobló. Se metió al templo y se sentó en una banca.
            Ahí estaba la imagen del hijo de Dios. También, la de la virgen de Guadalupe y el Santo Patrón del pueblo. Se podía rezar, pero quizás no valía la pena. La vida era canija, y todo rodaba, con los años, hacia la zanja profunda, hacia la última morada. La gente luchaba para nada. El barro, el horno y los colores de tierra no sacaban de la pobreza. Para qué orar, para qué solicitar la gracia divina. Esto se había hecho ya muchas veces. Y todo seguía igual.
            Adelaido vio además las figuras que representaban a los ángeles y querubines. Imaginó que sostenían el mundo y lo hacían girar hacia el infinito. Giraban también los ojos de Adelaido García perdidos en una esperanza inalcanzable. Ángeles y querubines descendían y acariciaban su alma sin rozarlo a él. Existía un abismo entre la imagen de santidad que despedían y el artesano Adelaido García, el que tenía miedo de cruzar el horizonte, el que tenía miedo de mirar a su alrededor.
            Salió de la iglesia con el costal a la espalda y Popoca a su lado. Llegó a la esquina y dio vuelta en la calleja que daba a su casa. El viento se revolvía con la tierra, el polvo, se mezclaba con la tristeza y la melancolía. La vida era canija. Sí. La vida era canija.
            De pronto, algo lo detuvo. Había que llevar una ofrenda a San Sebastián, ahora que estaban empezando las fiestas. Sintiéndose como en pleno estado de gracia, regresó a la iglesia. En el atrio, llenó la gran vasija con tierra. Pidió fiada una veladora. Y se metió al templo. Aseguró la veladora en el recipiente azul, y encendió la luz de la lejana esperanza. Se arrimó al altar mayor y solicitó permiso para colocar su ofrenda.
            --Te ofrezco mi trabajo –dijo suspirando Adelaido García a San Sebastián.
            Ya en su casa, Adelaido se recostó en su camastro, cubriéndose con la colchoneta. Popoca se trepó también y se enroscó en una esquina. Silencio. Las imágenes vividas rebotaban dentro de su ser, volviéndose recuerdos o ensueños alentadores. Adelaido respiraba profundamente. Miraba el techo de cartón, de pedazos de madera, de tiras de lámina. Y se veía correr al lado de su madre, de esa madre que se llamaba Antonia, y que no tenía marido. Corría el niño Adelaido hacia los árboles de la plaza, y se trepaba en las ramas, jugaba y disfrutaba de la vida, esa vida de niño que pronto se nos va de las manos.
            --Adelaido –escuchó la voz de Tomás Alcántara--. Te buscan en la iglesia. Ven conmigo, que te conviene.
            Adelaido y Popoca caminaron al lado del viejo patriarca. Tomás Alcántara recitaba un pregón:
            --Hay que acercarse al corazón. Hay que plantarse en él. Hay que acercarse al corazón. Hay que plantarse en él...
            Ante la imagen de San Sebastián, en la iglesia, estaba Isis Wilson, una diseñadora noruega. Tenía interés en el trabajo artesanal de Adelaido. Había casi enloquecido ante la vasija azul celeste, la de estrellas multicolores... La mujer explicó que en Oslo se estaba terminando de construir un hotel con trescientas habitaciones, y necesitaba adquirir ornamentos para las mesas de centro.
            --Su vasija es ideal para el proyecto –dijo Isis Wilson.
            La diseñadora le trajo a la mente la beldad de su sueño.
            Adelaido negoció con la mujer, y su vida mejoró mucho económicamente. Parecía como hundido en la felicidad, los árboles danzaban frente a él, desde la noche en que Isis (Wilson o no) se había cruzado en su sendero.
            Qué locura. El dedo de Dios crea un destello de luz. Uno llega al horizonte, hasta el mismo filo del horizonte, y se llena de miedo. Decide regresar, cruzar el puente colgante, encender una lámpara de petróleo. Tomar el barro, girar el torno, moldear el universo, salpicándolo de estrellas. Pintar con los colores del arcoiris, esperar que el horno se ponga al rojo vivo, beber el aguardiente sagrado... dedicar la ofrenda... aparecer Isis, una mujer de carne y hueso que nace de los sueños y se vuelve realidad... una milagrosa realidad.
            Fabricar el universo con el pie derecho. El barro se convierte en lo que uno quiere, en el  mundo nuestro, que clama el contacto con los cuerpos celestes, las estrellas esculpidas en la superficie lisa.
            Popoca observaba en silencio (en su silencio de perro). Isis, la diseñadora noruega levantaba los brazos triunfalmente. La vasija, obra de Adelaido García, sería también el logotipo o emblema del hotel en Oslo. “Universo Estrellado” se llamaría el hotel. Un recinto para todo el mundo. El primer recinto portador de seis estrellas.
            --Catorce estrellas –dijo Adelaido--. Son catorce estrellas.
            --Claro –comentó Isis Wilson--. Un hotel de catorce estrellas.
            Isis Wilson se iba de visita a la ciudad de México, y regresaría a San Sebastián en una semana. Para entonces tenían que estar las trescientas vasijas. Qué problema. Trescientas vasijas y cuatro mil doscientas estrellas.
            Se despidieron. Isis Wilson se metió a su camper. Adelaido García besó la mano del patriarca, Tomás Alcántara, y se perdió en la oscuridad, seguido de Popoca. La luz volvió a caer detrás del horizonte. Venía de las galaxias, y era un destello que parecía una cascada. Sí. Una cascada prodigiosa, como la larga cabellera de una hermosa mujer.
            Había que ir allá. Había que ir allá.
            Al acercarse a su casa, Adelaido notó algo extraño. Una luz tintineaba cerca de la puerta. Una familia de luciérnagas sobrevolaba, suspendida como a dos metros del suelo...
            Popoca se acercó corriendo y encontró una vasija idéntica a la que Adelaido había ofrecido a San Sebastián en la iglesia. Pero, ¿quién la había hecho? ¿Y qué es lo que había dentro? Adelaido se asomó: un pequeño mar de luces de bengala... En el silencio de la noche escuchó Adelaido otra vez la melodía de tres notas combinadas. Y vio a las mujeres vírgenes que danzaban…detrás de su casa. Isis estaba entre ellas...
            Las mujeres se perdieron en el bosque, dejando atrás un círculo de flores dibujado en el suelo, en la tierra, que cercaba tres vasijas de color azul celeste salpicadas de estrellas.
            --¿Qué está pasando, Popoca? –murmuró el artesano.
            Entró a la casa. Había flores por todos lados, y se respiraba un perfume embriagador. Enseguida, se dirigió a su taller. El torno, el barro y el horno habían desaparecido. En su lugar se alzaba un pedestal con figuras extrañas.
            --¿Qué está pasando, Popoca? –murmuró.
            Adelaido García se echó el sarape al hombro y salió, junto a Popoca, camino al horizonte. Al cruzar el puente colgante notó que la corriente del río estaba más tranquila.
            Subiendo la última pendiente, ya casi al filo del horizonte, una voz lo detuvo:
            --¿A dónde vas? –Era el viejo Tomás Alcántara, que vestía una bata plateada.
            --Quiero llegarme al mar de las luciérnagas –dijo Adelaido.
            --Tú eres un hombre arriesgado, después de todo –comentó el viejo patriarca, desapareciendo entre los árboles.
            Descendieron. Caminaron cerca de dos horas hasta que la vista del mar los sorprendió.
            Había en el centro un inmenso disco metálico, que emanaba luz por todos lados, un extraño aparato apoyado en cuatro columnas.
            Se escuchó la música de las tres notas y se abrió una escotilla, de donde salieron treinta esferas de plástico que semejaban pompas de jabón. Las esferas rebotaban en el suelo, transformándose en mujeres transparentes, las vírgenes de San Sebastián. Una de ellas se acercó a Adelaido García.
            --¿Quién eres tú? –preguntó asustado Adelaido.
            --Isis. Soy Isis, líder de la compañía.
               La exuberancia de Isis envolvió a Adelaido, y lo hizo sentir como el único hombre del universo. El escenario se trastocó en jardín. ¿El jardín del Edén? Un jardín con flores y perfumes. Un jardín con árboles de todos tipos, y con un alto manzano al centro. Popoca, el perro fiel, se convirtió en ángel guardián. Y una de las mujeres transparentes se colocó la máscara de la serpiente.
            Adelaido e Isis se amaron en el sueño, ensueño o realidad. Él le regalaba mil caricias y recibía besos y abrazos también. Intenso placer.
            Adelaido, Popoca, Isis y todas las mujeres transparentes se deslizaron a través de la escotilla. El milagro creció en la vitrina: había más de mil vasijas de color azul celeste. Cada una adornada con catorce estrellas multicolores.
            --¿Qué está pasando aquí? –dijo Adelaido García.
            Isis tomó la palabra. Ella y el resto de las mujeres transparentes venían de Katara, un planeta lejano. Querían promover su cultura, su transparencia. La vasija les recordaba a su Dios, el mismo Dios que se añoraba en la Tierra. Las estrellas representaban sus corazones.
            Y sí. Era cierto. Dentro del cuerpo transparente de cada mujer había una pequeña estrella donde se guardaba la vida, el centro de la existencia.
            --Y sabes… –dijo Isis--. Esas estrellas que ves en el cielo son el reflejo de los corazones de millones de nuestras mujeres que ya no existen.
            --¿Y hay hombres en Katara? –preguntó Adelaido.
            --Uno solo –dijo Isis--. Uno solo. No necesitamos más.
            --¿Y qué hacen para procrear? –inquirió Adelaido García, sonrojándose.
            --En Katara sólo se conciben mujeres.
            En la madrugada, las mujeres transparentes se repartieron las vasijas, mientras una burbuja de aire cálido las transportaba hacia la casa del artesano. Popoca y Adelaido estaban deleitados escuchando los detalles de la historia de Isis, acompañados por la música de las tres notas.
            Pasado un rato, Adelaido se despidió. Subió, seguido por su fiel Popoca, por una de las paredes del agujero en el que se encontraba, y una vez que llegó arriba dejó que regresaran a él los recuerdos de su infancia. Adelaido se vio en la escuela del pueblo. La maestra dibujaba en el pizarrón la Tierra, la luna, y los planetas conocidos. Pero Katara no formaba parte de los planetas, era una ilusión, una fantasía. La maestra insistía en dibujar solamente los planetas que el hombre conocía. Sus ojos tenían limitaciones.
            Quiso dormir una hora, pero le resultó imposible. Prefirió ir hasta el río a darse un chapuzón con el agua fría. Muchos rostros conocidos se le aparecieron en el agua, rostros de amigos, mamá Antonia, las vírgenes de San Sebastián, la diseñadora Isis Wilson, el patriarca Tomás Alcántara, las mujeres transparentes de Katara…Adelaido nadaba en su fantasía, la ficción y el ensueño que se alojaban sin querer en la realidad.
            Se secó, se vistió, y regresó a su casa, seguido por Popoca.
            Sin tomar un respiro siquiera, Adelaido guardó veinte vasijas en dos costales cuando llegó a casa, y volvió a salir camino al centro de San Sebastián. Cerca de la iglesia aguardaba estacionado el camper de Isis Wilson.
            --Señorita Wilson. Señorita Wilson – llamó Adelaido.
            Isis se quedó pasmada. Frente a ella, descansaban veinte vasijas que habían sido moldeadas de la noche a la mañana. Qué energía y qué talento tenía el artesano. Iris se sintió además muy satisfecha al saber que el resto del pedido estaría listo al día siguiente.
            Mientras Isis Wilson examinaba las vasijas meticulosamente, Adelaido aprovechó para entrecerrar los ojos y recordó que alguna vez su madre le susurró que él había sido concebido por la acción de un espíritu casi santo. ¿Un espíritu casi santo? ¿Un espíritu casi santo como aquellos de Katara? No. Esto era una locura. Locura de artesano. Locura de soñador. Locura de ensoñador. Locura, en fin.
            En otra ocasión su madre le dijo que él (Adelaido) tenía una estrella en el corazón. Lo cual era cierto, porque a Adelaido siempre le había gustado observar el cielo nocturno.
            --Oiga –dijo la señorita Wilson--. Entonces ya no tendré que regresar a San Sebastián.
            --No –dijo Adelaido. Entonces vio escondido detrás de un árbol a Tomás Alcántara--. Mañana se lleva usted sus trescientas vasijas.
            Adelaido regresó a la iglesia y pagó la veladora que le habían fiado. Luego depositó en la urna una buena limosna. Dio gracias a Dios y a los cielos... Y se fue, acompañado por su perro, a conseguir una carreta para transportar las imágenes del dios de Katara, imágenes salpicadas de corazones.
            Adelaido arrastró entusiasmado la carreta hasta su casa, dejando a Popoca interactuar libremente con el armatoste por unos minutos. El hombre disfrutaba el juego y sonreía…Popoca apareció en la vida de Adelaido un día cualquiera…cuando regresaba cargado de barro de las cuevas del cerro de San Miguel. Pasando por la Barranca de los Vientos, escuchó un gemido. Buscó entre las plantas y las hojas secas, y encontró al pequeño ser. Era un diminuto perro que temblaba de frío. Estaba mojado, triste y lleno de lodo... Adelaido lo cargó y rápidamente lo metió en su camisa, para que sintiera el calor de su cuerpo. Al llegar a casa se esmeró preparándole alimentos. Incluso salió a indagar por un poco de leche en las moradas vecinas. Fue la misma tarde en que Josefina, el amor de su vida, abandonó el pueblo para irse a vivir a la gran ciudad. Qué tristeza. Josefina había sido contratada en una fábrica de muebles situada en la avenida Chimalpopoca... Se iba Josefina, la que amó a Adelaido tantas veces. Allá, en el viejo molino... El primer nombre del cachorro fue Centavo, porque el animal era como una pequeña limosna divina. Después, Adelaido García le cambió el nombre, a raíz de una visita que hiciera a la biblioteca de San Sebastián.
            Pues en ese tiempo, Josefina se había ido a la fábrica de Chimalpopoca, y un gran dolor inundaba el alma de Adelaido. El hombre no dormía. Apenas, comía. Caminaba siempre con la cabeza gacha. Chimalpopoca. La palabra, la misteriosa palabra, retumbaba en sus adentros. Chimalpopoca.
            El día en que visitó la biblioteca Adelaido experimentó un ferviente deseo de observar algunas ilustraciones de alfarería prehispánica. La bibliotecaria lo acomodó en una mesa un tanto solitaria y le suministró dos hermosos ejemplares sobre el tema.
            --¿Sabe usted leer? –le preguntó la bibliotecaria, una señora de cabellos canos.
            --Sí. Sí sé leer –respondió Adelaido García.
            --Pues, mire –dijo la dama--. En este diccionario encuentra usted de todo. Y todo está ordenado alfabéticamente.
            Adelaido vio las piezas de alfarería, e hizo algunos dibujos en una hoja de papel. Y ya se iba, cuando la palabra Chimalpopoca apareció en su mente. Buscó entonces su significado en las páginas del libro. En la número 610 encontró lo siguiente: Tercer señor de México. Su nombre significaba Escudo Humeante, o Resplandeciente. Nombre solar, que alude a la irradiación del astro. Reinó de 1416 a 1428, y se empeñó en acabar con la tiranía de Tezozómoc, rey de Azcapotzalco, de quien era nieto. Fue asesinado por orden de Tezozómoc o del hijo de éste... Más adelante Adelaido se enteró de la existencia del Códice Chimalpopoca, un manuscrito redactado en el siglo XVI, que resumía anales, leyendas, poemas, y otros datos antiguos de los reinos de Colhuacán... Hubo además un Faustino Chimalpopoca Galicia, muerto en 1877, profesor del idioma náhuatl, que fue autor, entre otras cosas, de El Centavo De Nuestra Señora de Guadalupe, folleto publicado en 1869, editado con el propósito de alentar la suscripción popular, para incrementar, centavo a centavo, el culto dedicado a Nuestra Señora de Guadalupe... Y ahí fue donde decidió cambiarle el nombre al perro. Había que conservar el recuerdo de la bella Josefina, y el perro (el pequeño perro) valía más que el Centavo recolectado diariamente para el culto de Nuestra Señora de Guadalupe. Además, al animal le encantaba la irradiación solar, lo cual lo emparentaba en cierta medida con el Tercer señor de México.
            --Desde hoy se llamará Popoca –decidió Adelaido.
            Llegaron Adelaido y Popoca a su casa. Colocaron las vasijas en la carreta. Cocinaron un poco de carne de conejo y comieron en silencio.
            Entrada la noche, Isis, líder de la compañía de mujeres transparentes, junto a otras tres beldades, se apareció en la casa de Adelaido. Llevaba consigo una botella de vino amarillo, bebida que había traído consigo de su lejano planeta. Sirvieron el vino en los vasos, y todos, hasta Popoca, disfrutaron del líquido dorado. Adelaido García sintió que sus pulmones se ensanchaban. La vida se colaba en él.
            Un rato más tarde, Isis comunicó que era hora de surcar los vientos. Al escuchar el llamado de su líder, una de las mujeres transparentes desdobló su alma o su espíritu, cubriéndolos a todos, incluso al pequeño can. La transformación ocurrió en breves segundos. Adelaido cerró los ojos y cuando los abrió estaba meciéndose dentro de la esfera.
            Desde el aire, el hombre vio su casa, los árboles, el pueblo de San Sebastián, gotitas de rocío que parpadeaban, las montañas, el paisaje majestuoso...estrellas, corazones de mujeres transparentes que habían dejado de existir, rostros desconocidos, quizá de las primeras pobladoras del planeta Katara.
            Pasaban cometas, pequeñas rocas celestes, polvo brillante, cascada de plata y oro. El espectáculo era impresionante. La gran burbuja volaba a toda velocidad. Adelaido observaba el espacio a través de las paredes transparentes. Le gustaba la burbuja, receptáculo divino. Sin darse cuenta, llegaron a la luna. Sí. Llegaron a la luna...Conocieron su parte oculta. Desde allí, contemplaron el pequeño modelo de la madre Tierra.
            --¿Desde allá venimos? –preguntó Adelaido.
            --Y hacia allá vamos de regreso –dijo Isis.
            Para entonces, las dos mujeres transparentes y el perro dormitaban. Y las almas de Isis y Adelaido pudieron acercarse una vez más.
            --Te amo –le dijo Isis, mientras la estrella de su corazón cambiaba de tonalidad.
            --Yo también –le declaró Adelaido--. Yo también te amo. Pero tengo miedo de mi pasión por ti…A lo mejor, mañana te escapas nuevamente.
            --Nunca nos separaremos –dijo Isis, entregándose a Adelaido plenamente.
            --¿Qué habrá querido decir Isis? –se preguntó Adelaido García.
            Hicieron el amor surcando el firmamento mientras los demás dormían…Conocían sus intimidades, se hacían promesas... Se habían convertido en una sola persona y trataban de esclarecer las grandes interrogantes de la vida.
            --Si hay que partir, ¿por qué no te vienes con nosotras? –le preguntó Isis.
            Se acercaban a la Tierra, al continente americano, al pueblo de San Sebastián, a la casa de Adelaido... Descendieron de la gran burbuja que enseguida se transformó en una mujer transparente.
            Isis y sus tres acompañantes volaron hacia el filo del horizonte, donde se encontraba el mar de luces de bengala... Popoca y Adelaido las vieron marchar.
            El hombre y su perro comieron algo, quizá alguna sobra del conejo, y se recostaron en el camastro. En la mente de Adelaido García se acrecentaba el amor. Crecía hasta convertirse en un gigante, un gigante cuya nariz rozaba la parte oculta de la luna, el cuerpo celeste que visitara durante su noche de pasión.
            Lo venció el sueño poco a poco. Había que recuperar fuerzas porque al día siguiente Adelaido debía conducir la carreta repleta de vasijas azules hacia el corazón de San Sebastián... El alma de Adelaido se llenaba de tranquilidad, de la paz proveniente de una noche encantada...
            Cuando el gallo cantó, Adelaido ya tenía preparado el cargamento. Entonces recorrió con la vista los rincones del techo, y sus ojos encontraron una frase escrita en un viejo pedazo de madera: “Poniendo la mano sobre el corazón.” Adelaido descubrió magia en las palabras.
            --Lo hice yo –dijo Isis, la mujer transparente, desde una esquina de la habitación.
            Adelaido García se restregó los ojos.
            Isis habló. Dijo que Katara quería decir “Poniendo la mano sobre el corazón”.  A Adelaido le vino a la cabeza una canción que le había escuchado a Josefina, la mujer que se fue a la gran ciudad, contratada para trabajar en una fábrica de la calle de Chimalpopoca.
            --Sabes una cosa… –dijo Adelaido García--. Conozco una canción que tiene una frase similar, melodiosa y serena. La escribió un poeta mexicano.
            Aunque le dolía el corazón por la nostalgia, Adelaido le habló de Josefina. La comparó con las flores silvestres, con los colores de la naturaleza, con los perfumes inalcanzables. Josefina era la suma de todos los placeres que emanaban de Dios.
--Era la luz –dijo en voz alta Adelaido García--. Era el calor que necesitaba en ese entonces.
            Adelaido cerró los ojos con desesperación, y pudo reconstruir la bella imagen de Josefina abriendo la puerta de su taller, con una canastilla llena de flores blancas. Mientras Adelaido moldeaba las piezas de un candelabro, Josefina le cantaba, con dulzura, al oído:

 Poniendo la mano sobre el corazón
quisiera decirte al compás de un son
Que tú eres mi vida,
que no quiero a nadie
que respiro el aire,
que respiro el aire,
que respiras tú...

            Adelaido le correspondía:         
            --Amor de mis amores, Josefina mía, necesito de tu aliento para seguir adelante.
            Josefina le soplaba en el cuello, en las mejillas, en los ojos, en la frente. Luego, lo abrazaba y lo besaba.
Adelaido aclaró que aquella era una historia del pasado. Isis, en cambio, llenaba su vida en el presente.    
            --Yo puedo ser tu Josefina –dijo Isis.
            --Tú eres Isis –musitó Adelaido García--. Tú eres Isis, el nuevo amor de mi vida, y vienes de Katara, poniendo la mano sobre el corazón.
            En ese instante, Popoca se despertó, e Isis se transformó en una burbuja que ascendió con rapidez hacia el filo del horizonte.
            Adelaido salió de la casa arrastrando la carreta cargada de vasijas azules salpicadas de estrellas multicolores. Las fiestas de San Sebastián estaban comenzando. Cohetes, cornetas, serpentinas. Huevos rellenos de harina se estrellaban en la cabeza de la gente. Confeti. Golosinas, antojitos, mujeres, hombres, viejos, niños saltarines, llenos de vida.
            --¿Por qué escribiría Isis esa frase en la madera? –se preguntaba Adelaido mientras caminaba hacia el centro de la plaza de San Sebastián.
            --Yo te lo puedo decir –dijo el viejo Tomás Alcántara, interrumpiéndole el paso--. Las guerras nos hunden, nos alejan de la verdad. Matamos porque matar es una industria. Estamos cerca del infierno. Casi no hay remedio. Pero si descubrimos en el cielo o en nuestro pecho una estrella, un corazón, las cosas pueden cambiar... Pongamos entonces la mano sobre el corazón...
El patriarca, el hombre más viejo de San Sebastián, levantó la voz, para que todos pudieran oír. Sus palabras, cargadas de sabiduría y bondad parecían salir de un alma que lo había observado todo.
            --¿Y saben una cosa? Soy un hombre transparente –dijo al final.
            Adelaido García pensó que el viejo Tomás Alcántara (el patriarca) estaba perdiendo la razón. Atreverse a hablar de transparencia... Eso sí que era un atrevimiento. Hum, la transparencia le pertenecía a Isis,  sólo a ella.

     
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)

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