Foto: Isabel Pérez Lago |
Por Eduardo Rodríguez Solís
Marilyn Monroe era bonita, distinguida, aunque un poco loca. Buscaba
pleito hasta con los mosquitos y su propia sombra. Era muy femenina y nunca la
vi usando calzones. No los necesitaba. Ella era medio salvaje, como de la
jungla. También era buena actriz. Hacía teatros en cualquier momento. Una vez
observé que, buscando pleito, se fue caminando en reversa y cayó en la piscina.
(Pero en unos segundos salió, como por arte de magia, como si fuera discípula
del Gran Houdini.)
Marilyn Monroe era hermosa, extraña. Le gustaban las caricias, pero
nunca le llegué realmente a hacer el amor. Yo sabía que éramos de distintas
razas, tipos. Marilyn Monroe era una gatita gris oscuro con salpicaduras
blancas. Casi no sabía maullar. Era absolutamente silenciosa. Se me ocurrió
ponerle ese nombre porque ella, como gatita, como felina, era una verdadera
inspiración (como lo fue Marilyn Monroe, la mujer).
El
día en que se apareció hacía mucho frío. Los techos de las casas amanecieron
con hielo y todos esperaban una nevada. El gato estaba flaco, mal alimentado, con
ojos tristes, faltos de buena esperanza. (No se sabía si este ser era macho o
hembra.) Le di enseguida croquetas en un platito y se “zambulló” en el
alimento. Y cuando tuvo su estómago llenito puso cara de felino adormilado.
Entonces se recostó en una chamarra vieja que yo había acomodado en una canasta.
Y ahí se quedó dormido, frente a la casa de Sands Point.
Al
día siguiente, ya andaba detrás de la casa, donde tenemos muchas plantas y una
alberca que es paraíso de ranas. La familia de gatos que vivía por los
alrededores de la alberca: madre, hija e hijo, todos atigrados, con garras
filosas como navajas, lo miraron con desdén. La flacucha gatita gris oscuro con
salpicaduras blancas empezó a sentirse como en casa, incluso se le notaba que
caminaba cual si fuera la reina del lugar. Pero al nuevo felino no se le
aceptaba y casi no se le permitía entrar en la bodeguita, que tenía puerta para
gatos, y que era buen refugio en la temporada de fríos. Entonces, el nuevo
habitante, cuyo sexo ya se conocía, se quedaba en las noches acurrucado en una
maceta vacía.
Al
cabo del tiempo, operamos al felino, y un veterinario vietnamita por poco la
manda al otro mundo con la anestesia. Y cuando la gatita nueva, que ya había
sido bautizada como Marilyn Monroe, porque nunca se le veía con ropa interior,
se repuso de los maltratos vietnamitas, estrenó una casita que le hicimos con
una caja de cartón. La casa tenía dos entradas circulares: una pequeña que
simulaba una ventana y otra más grande parecida a la puerta de la calle.
La
Marilyn Monroe era una verdadera pilla. Se escondía detrás de una maceta, y se
ponía en posición de ataque. Y cuando un gato pasaba, atacaba de lo lindo. Los
tontos gatos, que tenían garras filudas, le tenían miedo. Y ella atacaba con
sus garras muy redondeadas, que apenas si le servían para subir árboles como un
chango. Con el tiempo, la Marilyn Monroe fue aceptada por la familia de gatos,
y hasta ya tenía su lugar nocturno en la bodeguita.
Cuando abríamos una puerta de la casa, la Marilyn Monroe se metía como si
fuera un rayo y era difícil sacarla. Tuvimos que preparar cuerdas largas con
objetos amarrados en las puntas. Con este ardid, la Marilyn Monroe jugaba y
luego se le podía sacar. A veces, cuando se le permitía estar dentro se iba y
se echaba en un sillón floreado, cerca de mi computadora. Y ahí dormía a pierna
suelta.
Pero un día desapareció.
Y
nunca regresó.
Entonces le atribuimos siete destinos posibles.
Uno: Marilyn Monroe se encuentra encerrada en un pet carrier (maleta
para cargar mascotas), y su dueño actual (porque los gatos tienen varios
dueños) se la lleva hasta Boulder, Colorado, porque allí ha conseguido un mejor
empleo. Con el tiempo, Marilyn Monroe, la gatita gris oscuro con salpicaduras
blancas, se vuelve una gata de la nieve.
Dos: Marilyn Monroe es atrapada por una mujer que hace tamales. “Es que
se necesita carne buena”, dice la dama. Pobrecita Marilyn Monroe, la hacen
tamal. Pienso sin querer en una comedia musical de la actriz londinense, Angela
Landsbury, en la que se hacen pasteles de carne humana.
Tres: Marilyn Monroe es atropellada y alguien la recoge bien herida, y
la lleva al médico. Como no hay remedio, la sacrifican.
Cuatro: Marilyn Monroe es atropellada, y la recoge una muchacha que iba
manejando. Se la lleva a su casa y ahí, poco a poco, se repone… Y se queda a
vivir, cómodamente.
Cinco: Marilyn Monroe anda caminando, cruzando casas, y la descubre su
dueña original, quien la anduvo buscando por mucho tiempo… Esa mujer decide
encerrarla en su casa, para siempre.
Seis: Marilyn Monroe se mete a una caja, y por cuestiones del azar, esa
caja es enviada a Alaska, donde la gata gris oscuro con salpicaduras blancas
comienza una nueva vida.
Siete: Marilyn Monroe experimenta lo que usted, casual lector, se
imagina.
Finalmente, hay que hablar de la melancolía. Se ha ido un ser querido, y
quedan, por ahí, desparramados, los recuerdos. ¿El bello animal está vivo o se
ha ido a un planeta mejor (o sea, disfruta de una existencia superior)?
Nadie sabe la verdad.
El
caso es que la Marilyn Monroe mía ha desaparecido, y ya no se cuenta con su
alocada personalidad. Ahora las cosas son distintas, quizás más tranquilas. Y
tenemos que acostumbrarnos a vivir el tiempo que nos queda sin la exótica y
deslumbrante hembra que se llamó Marilyn Monroe. (Qué se le va a hacer.)
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Su cuento San Simón de los
Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con
guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las
ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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