Foto: Isabel Pérez Lago |
Por Eduardo Rodríguez
Solís
Era enero y hacía frío. Las
calles amanecían encharcadas porque todas las noches caía un suave aguacero.
Unos decían que estas aguas eran llanto de los dioses, que salía, al ver
nuestro comportamiento. Había mucha mentira en nuestra existencia. Era una
herencia de los españoles. (¿Regalo divino?).
Ella, la güerita de nuestro
cuento, vivía en un cuarto de azotea. Estos lugares eran para las criadas, pero
ya no había dinero para pagar esos servicios. Entonces se rentaban. Y no había
baño en esos sitios. Uno se las tenía que ingeniar. Bacinica para los orines y
lo que sea. Y una jarra y una palangana para refrescarse la cara.
Cada departamento de ese
edificio tenía su cuarto de azotea. Unos eran bodegas y otros se rentaban. Eran
doce los cuartitos. Y no había ventana. Sólo una puerta de metal y lámina. Y en
tiempos de frío, a sufrir. ¿Qué quedaba?
Ella, la güerita Soledad, bajó
las escaleras a toda velocidad. En voz baja iba tarareando una balada de moda.
Llegó a la planta baja y se dirigió al portón. Enseguida se metió a la luz de
ese día.
Iba con paso acelerado. Quería
llegar pronto a la panadería, donde era la encargada.
Pero se tropezó con una caja de
Olinalá, que estaba amarrada con una cinta de color azul cielo.
La tomó del suelo y la echó en
su mochila de estudiante, que llevaba a la espalda.
Entonces la güerita Soledad
imaginó que la caja contenía una sorpresa. Algo que iba a cambiar la monotonía
de una vida sin chiste.
Mientras se deslizaba por las
calles se vio abriendo la caja de Olinalá. Y a veces veía mucho dinero o perlas
y joyas. Un buen regalo de Dios.
Cuando llegó a La Tapatía (que
se llamaba así porque el dueño era de Guadalajara, Jalisco), ya estaba el
patrón barriendo la calle con escoba de vara.
--Vienes asustada –dijo don
Filemón Estrada. Pero la güerita Soledad no dijo nada. No habló para nada de lo
que se había encontrado en la calle. “La sorpresa, si la hay, es sólo para mí”,
pensó la muchacha.
Se puso su delantal y se fue a
un rinconcito donde había una imagen de le Virgen de Guadalupe. Rezó algo y se
preparó para la larga jornada.
A veces, mientras contaba el
pan de cada charola, mientras hacía números sobre lo que tenía que pagar un
cliente, se veía ante su caja de Olinalá. Y sentía el olor agradable de la madera
y se deslumbraba con el contenido de la caja.
En la tarde, casi a la hora de
cerrar la panadería, se soltó un aguacero tremendo. Parecía el Diluvio, el
final del mundo. La gente se tapaba con lo que encontraba y algunos se
resbalaban y se iban rodando como bolas de boliche. Era una locura de agua.
Entonces la güerita Soledad
tomó una bolsa negra de plástico y se puso a improvisar un impermeable. Y se
fue caminando con cuidado. En sus manos sentía un cosquilleo. Casi era la hora
de ver lo que tenía su caja de Olinalá.
Ya en su edificio, subiendo las
escaleras, se cruzó con unos niños. Estos chamacos estaban llenos de energía y
parecían una gran locomotora.
--No se vayan a caer –dijo
Soledad. Pero los niños iban a la velocidad del rayo. Nadie los podía parar.
Finalmente llegó a su cueva, a
su cuarto de azotea. Y se sentó en la cama. Acto seguido, se quitó la mochila
de sus espaldas, y sacó la caja de Olinalá.
Desamarró la caja y la abrió.
Envueltas en un trozo de
franela roja estaban tres piedras de río. Dos estaban pintadas de amarillo y la
tercera tenía un color dorado.
Extendió la franela roja y puso
ahí las piedras, en el siguiente orden: amarillo, dorado, amarillo. Pero la
piedra dorada empezó a moverse, y luego brincó, hasta golpear el techo del
cuarto.
Y cuando cayó al suelo, nació
una pelota de color rosa, que fue creciendo en tamaño. Y luego hizo “pop”, y se
quebró, y surgió un pequeño hombre que crecía.
Este hombre llevaba un turbante
azul, y el resto de su ropa era plateado, con estrellas moradas.
--Me llamo León de la Selva
–dijo el extraño personaje.
Ella pensó que él no podía ser
“el león de la selva”, porque no era posible. El león de la Selva tenía que ser
un verdadero león.
--¿Y por qué te llaman así? –se
atrevió a preguntar.
El pequeño hombre del turbante
azul se puso a hablar hasta por los codos.
Dijo que él había nacido en la selva, y que
de chico fue amigo de changos y jirafas… De panteras y rinocerontes… Y que una
vez lo llevaron al castillo de un gigante, que lo tenía todo.
El hombrecillo se quitó el
turbante, y sacó de éste cuatro barajas de pókar. Todas eran corazones.
--Escoge una y te adivino uno
de tus sueños –dijo el hombre del turbante.
Soledad escogió el rey de
corazones.
El naipe se puso en la
almohada.
--Ese rey de corazones –dijo el
hombrecillo—es tu protector. Lo ves de seguro en cada uno de tus sueños.
--Yo no tengo sueños –dijo la
güerita Soledad.
Entonces la muchacha se puso a
llorar, porque no le gustaba lo que estaba pasando.
En ese momento, alguien tocó a la puerta de
metal. Y el hombre del turbante empequeñeció y se fue a meter a la caja de
Olinalá.
Soledad abrió la puerta. Era
Magdalena, una vecina de la azotea. Le traía un pambazo de papa bien sabroso.
--No te hubieras molestado
–dijo Soledad.
Mientras se comía el rico
antojito, Magdalena le platicó que acababa de conocer a un albañil joven y simpático.
Era de Morelia, Michoacán, y estaba trabajando a la vuelta de la calle.
--En este mundo todos
necesitamos de alguien –dijo la güerita Soledad.
Al quedarse sola, nuestra amiga
del cuento quiso abrir de nuevo la caja de Olinalá… Pero todo había
desaparecido. No había caja. No había naipes. No había hombre del turbante… Y
como la güerita no creía lo que estaba pasando, buscó y buscó por todas partes…
Y nada. La ilusión se había esfumado.
Pensó entonces que su amiga Magdalena se había llevado la caja, los naipes
y hasta el hombrecillo del turbante. Pero ese pensamiento le parecía absurdo…
Nadie se había llevado nada…
El siguiente día parecía calca
al carbón del anterior. Las mismas cosas. Todo igual. Sólo que hubo un
incidente extraordinario.
Después del medio día, alguien
arrojó una piedra y rompió un vidrio de la panadería. Entonces don Filemón
Estrada, tomó un rollo de masking tape y pegó todos los trozos del vidrio. Lo
hizo con mucho cuidado. Y nadie podía decir “ya rompieron un vidrio”. Obra de
arte la que hizo don Filemón con esa ventana.
Antes de cerrar la panadería,
Soledad tuvo en sus manos la piedra que arrojaron. Era una piedra de río,
pintada de amarillo. Algo extraño estaba pasando. ¿Una piedra amarilla?
Caminó hasta su edificio la
niña Soledad, y justo en una esquina, al lado de un montón de basura
desperdigada, vio la caja de Olinalá hecha añicos… Tomó un pedazo de esta madera
y quiso recordar el aroma… Y, sí, ella tenía en sus manos un pedazo de una caja
de Olinalá. “¿Qué está pasando?”, se dijo la güerita Soledad.
Cansada, se metió a su cama y
trató de atrapar un sueño agradable, algo así como “visitar un castillo
encantado, donde vive un príncipe”… Pero no hubo sueños agradables. Simplemente
hubo un descanso prolongado.
A las dos de la mañana,
alguien tocó a la puerta de metal. Soledad abrió los ojos y pensó que ahí
estaba su amiga Magdalena, con otro pambazo de papa.
Pero tuvo una sorpresa muy
agradable… Llegaba de visita el hombrecillo del turbante. Traía la caja de
Olinalá en una mano, y los naipes en la otra…
Dentro de la caja de Olinalá
venían tres chocolates rellenos de menta.
La güerita Soledad, mientras el hombrecillo
del turbante contaba una historia fantástica, se comía esas maravillosas
golosinas.
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la
revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Su cuento San Simón de los
Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con
guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las
ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
No comments:
Post a Comment