Foto: Isabel Pérez Lago |
Por Eduardo Rodríguez
Solís
Pues resulta, mis queridos
lectores, que brinco muy alto y doy tres vueltas en el aire y caigo muy bien
plantado sobre el suelo. Hago esto, porque quiero volverme otro… Pero todo
sigue igual.
Entonces camino, como jugando,
dando un paso doble con la derecha, y luego un paso doble con la izquierda…
Repito esta rutina que me gusta, y cuando llego al principio de un charco,
vuelvo a brincar muy alto, y doy cuatro vueltas y caigo sobre ese pasto del
jardín… Pero todo sigue igual…
Ante mí, la gran sorpresa. Una
jovencita vestida de blanco avienta flores. Todo lo saca de una canasta muy
bella. En este mes de febrero suceden cosas como ésta.
Con una serpentina de color
rosa amarra mi cuello y me obliga a ir tras ella. Es entonces cuando me doy
cuenta que la muchacha es linda y parece inteligente.
Caminamos varias horas y
llegamos a una montañita que está tapizada de florecillas silvestres moradas y
rojas.
Ella se acerca a mí y me dice
palabras en secreto: “Si vienes conmigo, si subes y bajas cerros, no te vas a
arrepentir. Conmigo se encuentra la felicidad. No hay que tener miedo.”
Alguien golpea un gong y cae
del cielo un payaso que viste totalmente de negro. Hace miles de acrobacias y
se vuelve después un muñeco de plástico. A mí esto me da mucha tristeza, porque
pienso que los payasos deben vivir plenamente.
Pero vuelve a sonar el dichoso
gong, y el payaso regresa a la vida… Y todos en el planeta gritamos de alegría.
En ese momento, surge lo
inevitable. Al payaso que viste de negro le salen unos cuernitos como de
diablo… Nosotros corremos, pues tenemos miedo… Y el artista del circo empieza a
perseguirnos… Hay angustia en el ambiente y parece que estamos viviendo una
pesadilla (de ésas que experimentas y no te puedes salir).
Una ardilla que nos ve pasar,
nos grita y nos dice que nos metamos a la gran cueva. “Ahí hay un letrero que prohíbe
la entrada a los payasos”, nos dice el pequeño animal.
Cuando llegamos al escondite, ya casi sin
aliento, no podemos entrar, porque alguien ha tenido la ocurrencia de empotrar
un gran portón de iglesia en la entrada… Tocamos, desesperados, y alguien abre
una puertecilla. Ahí vemos el rostro de un servidor del rey de estos lugares.
El hombre nos pide la contraseña y no podemos decir nada… Y nos quedamos ahí, a
la intemperie… (Hace mucho frío y se oyen los gritos del payaso vestido de
negro, que se acerca.)
Al día siguiente, cuatro
criados, que parecen monjes, salen de la cueva a barrer el piso. Hay muchas
hojas secas, y el rey quiere pisos y prados limpios.
Mientras hacen su tarea
aquellos servidores, nosotros nos deslizamos, sin hacer ruido, a través de la
hendidura del portón. A medida que nos alejamos de la entrada, la cueva se hace
más oscura. Caminamos despacio. La muchacha de blanco va delante.
Escuchamos el sonido de una
flauta. La música del instrumento es dulce y delicada. Nos acercamos al
flautista y alcanzamos a descubrir el autor de la pieza. Antonio Vivaldi.
--Era el Padre Rojo –le digo
a la damita de blanco.
--Me gusta la música –dice
ella.
Y por decir algo, me voy a
Venecia, el escenario principal de la vida de Vivaldi. Dibujo entonces en el
aire el Hospital de la Piedad, donde el Padre Rojo (que era bien pelirrojo)
daba clases de música a muchachas huérfanas que vivían en un convento… En medio
de un amplio patio, cerca de una fuente, se colocaban las alumnas, sentadas en
sus sillas. Sobre un estrado, el maestro Vivaldi dirigía la orquesta.
Eran los tiempos del Carnaval
de Venecia, y había fiestas por todos lados. La mayoría de la gente lucía
hermosos antifaces. Casi todos ocultaban su identidad… A una posada ubicada
cerca de la Plaza de San Marcos llegó un mexicano disfrazado de Moctezuma, el emperador
azteca. Iba a su lado un negrito que no necesitaba disfraz, pues su color lo
hacía sobresalir en medio de aquella multitud. Este hijo del África llevaba una
trompeta, parecida a la de Louis Armstrong.
En una esquina de la posada había un grupo que
hacía su particular escándalo. Ahí se destacaba la presencia de Antonio
Vivaldi, conocido como el Padre Rojo… Y resulta que Vivaldi estaba con la boca
abierta admirando la imagen del mexicano que quería ser Moctezuma.
En el prodigioso cerebro de
Vivaldi nace un proyecto. Escribir una ópera sobre Moctezuma… Y mientras todo
esto le platico a la muchacha de blanco, alguien me arroja un libro. Se trata
de una novela de Alejo Carpentier. Se intitula Concierto barroco y contiene todo un universo de detalles sobre
Vivaldi.
Nos salimos de la posada y
caminamos entre ese mundo de gente que abarrota Venecia… Qué extraño, andábamos
en las oscuridades de una cueva y ahora estamos en Venecia. Qué locura de vida nos
ha tocado.
Llegamos a una pequeña plaza,
donde hay muchas estatuas de mujeres danzando. Al centro hay un tablado… El
payaso vestido de negro, que nos perseguía al inicio del relato, ha subido al
escenario... Hace sonar una campana, invitando a todos los paseantes. Les dice
que se acerquen porque el Concierto de Invierno va a comenzar.
Suben los músicos y se sientan
frente a sus atriles. Se escucha la música.
Todo es pasión y gran entrega.
El arte del Padre Rojo es singular.
De pronto me veo solo,
caminando a mi manera… Dos pasos con la derecha… Dos pasos con la izquierda…
Voy lleno de felicidad… Pero la jovencita de blanco se me pierde de vista.
Y la veo moverse casi por el
horizonte. Y sube por una pendiente, y la imagino llegando a las nubes, a las
estrellas…
Días después, después de haber
sido actor en diversas pesadillas, donde siempre aparece la joven vestida de
blanco (la arrojadora de flores), salgo de mi encierro en busca de cosas nuevas
para la vida.
Voy pensando en los sueños
horribles que he tenido, y veo entre tules y gasas a la joven de blanco. Pero
ésta se me pierde y yo me quedo en la desesperación.
Y luego de haber observado a
una pareja de pájaros recogiendo a su cría que ha caído del nido, alguien toca
mi espalda. Es la jovencita de blanco.
Caminamos de nuevo, sin saber a
dónde ir, y se nos vuelve a aparecer el payaso vestido de negro. Y viene
después la corretiza (esa acción que no me gusta para nada).
Nuestras acciones se trastruecan,
y aparecemos en un cuarto muy grande, donde hay millares de estatuillas de
porcelana.
Una mujer vestida de amarillo
da unos pases mágicos y la joven de blanco, mi acompañante, se convierte en una
figura de porcelana. Y yo, con sumo cuidado, la pongo encima de una mesa.
Se escucha el llanto de una
mujer. Imagino que esta queja continua viene de la joven de las flores.
El payaso vestido de negro surge
de la nada, y empieza a arrojar piedras a las estatuillas de porcelana. Una triste
masacre: pienso que todas esas figuras alguna vez tuvieron vida.
--La hora de la verdad ha
llegado –grita el payaso.
El artista de circo apunta con
precisión y lanza una piedra con todas sus fuerzas.
La estatuilla de la joven
vestida de blanco se hace mil pedazos. Las ilusiones se pierden y una profunda
tristeza me inunda completamente.
Tomo todos los pedazos de la
estatua y los echo en una bolsa. Y me convenzo a mí mismo de que puedo armar el
enorme rompecabezas. Pero no sé dónde hay pegamento.
Entonces pongo la bolsa con los
desechos en un rincón.
El llanto sale de mis ojos. Y
ya casi no hay ganas de vivir.
El payaso vestido de negro me
arroja a la cara algo. Es un bello antifaz.
Me lo pongo y me voy a caminar
por el mundo. Hay que buscar nuevos horizontes.
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Su cuento San Simón de los
Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con
guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las
ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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