Foto: Isabel Pérez Lago |
Por Eduardo Rodríguez Solís
(Fragmento de novela)
Llevaba un traje que no tenía color
definido. Parches y hoyos por todos lados. Tiempo que acaba con todo. Pensaba
en las palabras que deseaba inscribir en los ladrillos. Pero no se aventaba. Se
quedaba corto y se le olvidaba el idioma. Cerraba los ojos y la imaginación lo
dejaba expresarse. Entonces nos hablaba de su amigo, el que acababa de morir.
El dichoso se había caído en una barranca.
Andaba borracho y se le acabó el piso. Se estrelló contra las rocas del río y se le fue la vida. Se le salió por la boca y
todo lo que tenía se le fue a las nubes, al cielo, donde están los ángeles
buenos. Porque este cuate era todo un angelito.
El hombre jodido aventó la tiza y ésta dio
muchas vueltas, subiendo y bajando... Y llegó de nuevo a sus dedos.
Entonces se acercó decidido al muro...
Hizo trazos con algo de dificultad...
“N’ombre, estos indios con piel de rana no
se mueren. Aguantan todo. Tienen muchas vidas. Tantas como las de un gato...
Tienen el pellejo bien grueso y resisten tormentas y terremotos... Estos indios
no se mueren. Se quedan para siempre. Así es la cosa... Te lo digo porque lo
sé, porque así está escrito en el libro de los dioses... De veras, que te digo
la verdad... Cayitos que sí...”
Y eso fue todo lo que escribió el hombre
jodido, el que tenía traje de color indefinido.
El hombre se sentó sobre unas piedras. Se
llevó las manos a los ojos y se los restregó. Había que limpiar las lágrimas
que a veces salían. Quizás el polen le provocaba ese pequeño llanto.
Miró hacia arriba y vio el cielo azul,
casi transparente, cruzado apenas por unas nubes con forma de animales de
pesadilla. Eran dragones blancos que se deslizaban hacia el norte gracias al viento.
De entre sus ropas salió un papel que
tenía las figuras de tres mujeres. Dos eran rubias y la del centro, morena. Esa
dama misteriosa, que permanecía casi siempre doblada en el papel, se parecía a
Juana, la muchacha que alguna vez le robó su corazón.
Pero ya no se sabía dónde andaba la mujer
que a veces ponía su puestito de quesadillas en la mera esquina de Presidente Masaryk
y Suderman. Bajo el sol o bajo un cielo a punto de parir la lluvia, hacía sus
quesadillas con flor de calabaza, de papa, de chicharrón, de huitlacoche.
Y se acordó que una vez le dijo que el tal
huitlacoche era un alimento sagrado de los dioses y ahora estaba a la
disposición de todas las almas en pena. Porque, según decía la Juana, todos
éramos unas almas en pena, pues nos pasábamos la vida tratando de encontrar la
entrada al paraíso.
Dobló el papel de las mujeres y lo guardó.
Después tomó una ramita y empezó a dibujar estrellas y flores en la tierra
húmeda.
--Que aquí le manda esto el ingeniero --se oyó una voz.
Un buen plato de revoltijo con frijoles
negros y unas tres tortillas.
--Gracias –dijo, y la criadita que traía
uniforme azul y blanco dio media vuelta y se alejó.
“Buen ingeniero es éste” –pensó nuestro
hombre--. “Acordarse de la gente jodida. Esa sí que es una buena onda. Que Dios
me lo cuide.”
Después de un rato el plato quedó limpio,
reluciente, de tanto pasar y pasar un cacho de tortilla.
Caminó hasta el muro de basalto, pared
pintada de color café. Ahí estaba el trescientos treinta y cinco de Suderman.
Esa era la casa del ingeniero, el que se iba a las selvas y las montañas a
buscar petróleo o gas. Porque este señor era un geólogo que estaba encargado de
las exploraciones de Petróleos Mexicanos. Él era de Sinaloa y estaba casado con
una señora de Celaya, Guanajuato. Tenían tres hijos y una niña muy chiquita. Y
ahí dentro, detrás de esas bardas gordas había muchos gatos y algunos perros.
El hombre dejó el plato al pie de una
columna y se fue caminando lentamente. Iba con la panza llena. Traía dentro un
buen y sabroso tentempié.
Toda esa zona de la ciudad era conocida
como la colonia de Chapultepec Morales. Años atrás, pero muchos años atrás,
había sido una hacienda. La famosa Hacienda de los Morales. Y los terrenos
colindaban con las propiedades de las familias Anzures y Polanco. Corría el año
mil novecientos cuarenta y ocho. El ingeniero buena onda se llamaba Manuel y la
esposa Evangelina. Sus hijos que vivían detrás de esos muros de basalto y color
café se llamaban Manuel, Eduardo, Miguel Ángel y Evangelina. A Manuel le decían
Manuel; a Eduardo, Lalo; a Miguel Ángel, Migues; a Evangelina, Mimí.
Esta es la historia de uno de ellos. Esta
es la historia de Migues.
La casa del ingeniero era muy grande. Tres
pisos. Muchas recámaras. Originalmente era una casa que se hizo expresamente
para el sorteo de un periódico. Le decían “el periódico de la vida nacional”. A
los suscriptores se les daba un boleto para una rifa. Había muchos premios,
pero el principal era una casa. Una casa situada en el trescientos treinta y
cinco de la calle Suderman.
En mil novecientos treinta y ocho, cuando
la Expropiación Petrolera en México, el General Cárdenas, quien era el
presidente del país, giró instrucciones para traer al ingeniero Manuel
Rodríguez Aguilar a tierras mexicanas. Este se encontraba trabajando para la
compañía holandesa Royal Dutch Oil. Había que traer a ese hombre porque el
negocio de la explotación de los yacimientos petrolíferos en México dejaba de
ser un buen business para los Estados Unidos. Se acababa el gran trust y había
que organizar una institución nacional. El único geólogo capaz de encargarse de
las exploraciones era don Manuel.
Llegó así este hombre a México. El
ingeniero empezó a juntar dinero pues tenía la idea de hacerse de una casa.
Pero la locura de la suerte lo envolvió al suscribirse al “periódico de la vida
nacional”. Y que le pega al premio gordo.
La familia Rodríguez se mudó a esa casa de
Suderman y con el dinero que tenía ahorrado se pudo comprar un buen pedazo de
terreno. “Hay que tener un gran jardín para los chamacos”, decía el ingeniero.
Pasado el tiempo, la familia tuvo la idea
de hacer unas ampliaciones a la casa. La residencia se volvió un castillo con
mil escaleras y cuartos.
El buen Migues, de ocho años, corría por
todo ese laberinto y cada día podía encontrar un camino distinto para su
aventurero espíritu.
La gran ciudad de México no tenía veinte
millones de habitantes. Tenía a lo sumo seis o siete. Eran los tiempos en que
todavía los censos no existían.
Chapultepec Morales empezaba a poblarse.
Pero había muchísimos terrenos baldíos. Y en estos espacios deshabitados a
veces se instalaba gente jodida, como el hombre todo jodido, que a veces
pintaba bardas, y a veces desdoblaba papeles con mujeres, y a veces se echaba
tentempiés.
Ese hombre, que se llamaba Felipe Díaz, y
que ya no se acordaba de su segundo apellido, había hecho una cuevita con
piedras y cartones, pegada a la casa del inge.
Era su palacio, su residencia, su
castillo, sin puertas y sin ventanas. Ahí se podía tapar del frío y resguardar
de la lluvia... Un palacio de dos metros por dos metros. Y estando dentro uno
no podía estar totalmente de pie. Había que agacharse... Era una cueva, pues.
El aire que se respiraba en la colonia era
más o menos limpio y los colores se veían con mucha claridad. Torcuato Tasso,
Petrarca, Taine, Lope de Vega, Newton, eran calles tranquilas.
En esas avenidas Migues y sus cuates,
Alfonso Meza y Carlos Menéndez, corrían y planeaban conquistarlo todo, hasta la
luna y todos los planetas. Creían que el mundo era de ellos. Nada más de ellos.
Únicamente de ellos. Porque ellos eran los dueños del mundo, de ese universo
que les abría sus puertas con calidez...
Ellos, Miguel y su pequeña gang, se
sentían los emperadores de esas tierras, de ese planeta que se movía lenta,
pausadamente. De ese planeta que les daba todo lo que querían, lo que deseaban,
porque así era su planeta, un planeta bueno, especialmente bueno...
--¿Para dónde corremos hoy? –dijo Alfonso.
--Vámonos lejos. A otro planeta –dijo
Migues.
--Estás más loco que una cabra –dijo
Carlos.
--Nuestras locuras se pueden volver
realidad. Nada más es cosa de querer –dijo Migues.
El niño Migues tenía razón. La pirámide de
los deseos podía cobrar vida. Y el camino de los niños, de esos niños que eran
Migues, Carlos y Alfonso, se podía colorear con cualquier tonalidad. Nada más
era cosa de cerrar los ojos y pensar en un deseo. Solamente un deseo. De uno en
uno. De uno en uno. Así. Lentamente. Como la vida de un niño. Como la
existencia de un niño de la colonia de Chapultepec Morales.
Y los grillos de Chapultepec, porque
Chapultepec quería decir en idioma náhuatl Cerro de los Grillos, brincaban y
volaban hacia ellos, porque querían que la magia del chapulín contagiara sus
pequeñas almas, sus pequeños espíritus, porque Migues, Carlos y Alfonso
necesitaban de esa fuerza interior, de esa magia que venía de los antiguos
mexicanos, de los que existían antes de la llegada de los españoles.
La magia entonces bajaba del tiempo, de los
dioses de la luna y el sol y los vientos y la lluvia, y se volvía como una nube
protectora que volaba encima de los chamacos. Encima de esos muchachos que lo
querían todo, y que brincaban y daban vueltas como trompo, y que subían y bajaban
como un yo-yo, un planeta rojo y amarillo...
--Ahora nos vamos a otro planeta –decía
Migues--. Y ahí nos vamos a quedar a vivir. Nosotros tres. Únicamente nosotros
tres.
Y los muchachos se tiraban al suelo y,
sobre la tierra o en el cemento, reían y gozaban de la vida.
Y mientras ellos reían, el hombre todo
jodido se acurrucaba dentro de su cueva, y soñaba con su Juana, la que se fue,
la que nunca volvió, porque para qué volver, si con el Felipe Díaz no había
nada qué hacer... Porque no había nada... Nada de porvenir, nada de futuro...
Nada de nada...
Entonces había que cerrar los ojos. Había
que cerrarlos con fuerza, para poder ver el momento quizás del nacimiento, la
salida a la vida, a la mísera vida que nos había tocado... Había que cerrarlos
para mirar la vida de frente... Pero luego abríamos un ojo y luego el otro y nos
dábamos cuenta que todo había sido inútil, y que la vida había sido mala con
nosotros...
La cueva, el recinto sagrado, el único
lugar que se tenía, se cimbraba, se movía, pues la tierra se estaba poniendo en
su lugar, y nada cambiaba, nada se transformaba (aunque morían los amigos), y
todo seguía igual, porque así se estaba escribiendo la historia de ese hombre
jodido, de ése que no tenía dónde caerse muerto...
--Vámonos al bosque –dijo Migues.
Y se fueron cantando al bosque.
Llegando llegando se encontraron con una
vieja que estaba limpiando las rejas, cerca de los leones de bronce. Se veía
que esta mujer lo sabía todo, pues hablaba con mucha seguridad. Era algo así
como una enciclopedia. Se llamaba Gertrudis Mendiola y ese bosque era su vida.
Les dijo que la reja alguna vez le dio la
vuelta a todo ese territorio. Y que en los portones siempre había guardianes vigilando
a la gente. Si tenías tipo de catrín o dama de alta sociedad se te hacía una
reverencia y casi se te echaba una capa roja a los pies. Si llegabas con
huarache, descalzo o con los zapatos agujerados y si tu piel y tu alma tenían
el color de la tierra se te daba el alto. Y así se procuraba no contaminar el
entorno del bosque con “la indiada”.
--Pero eso fue hace mucho tiempo –dijo
Migues.
--Sí –dijo Gertrudis--. A principios del
siglo pasado. Hablo de mil novecientos uno y mil novecientos dos... Y los
inditos se quedaban detrás de las rejas. Desde ahí miraban a la gente que se
decía “bonita”.
Mientras la mujer, con todos sus años
encima, repasaba los datos históricos, los chavos aventureros (Migues, Carlos y
Alfonso) acariciaban a los leones de bronce.
--Nos van a regañar –dijo Alfonso.
--Nos van a quitar nuestro domingo –agregó
Carlos.
--No le saquen al parche –dijo Migues.
Esas esculturas eran obra de Joseph
Matusso, joven italiano, discípulo de Tolsá. Eran unos leones soberbios que, de
noche, según decían algunos vecinos, se convertían en criaturas reales. Y luego
se ponían a dar vueltas cerca de las rejas,
espantando a los pordioseros y teporochos que por ahí se echaban y
dormían, envueltos en periódicos.
Gertrudis dijo que Joseph Matusso hizo el
vaciado del bronce de sus leones en una de las terrazas del alcázar del
castillo de Chapultepec. Se había enamorado de una muchacha que vendía dulces
de leche. Se llamaba Antonia. Era chaparrita, y de cuerpo muy bien formado... Y
luego añadió que en uno de los árboles viejos todavía se adivinaba un corazón
que tenía la letra Jota y la vocal A incrustadas.
Los chamacos se metieron al bosque.
Ahí se respiraba el oxígeno de forma
natural. Había todo tipo de pájaros. Águilas, pericos, gorriones, palomas,
cardenales y alondras. Su vuelo se confundía con el de los insectos. Se
escuchaba un canto alegre, como de voces y palabras mágicas, como mascadas de
seda de mil colores.
Subieron una loma que crecía en espiral y
al llegar arriba observaron la ciudad. A lo lejos se veían “los volcanes”. El
Popo y el Ixta, con sus capas de nieve.
--Alguna vez escalaremos esos –dijo
Migues.
--Claro que sí –agregaron Carlos y
Alfonso.
Y se veían trepando por las faldas del
Popocatépetl. Y se les acababa el oxígeno, pero seguían adelante, porque había
que llegar al cráter y ver ese malacate que pusiera Hernán Cortés, hace más de
quinientos años, para descender al lago de lava y sacar azufre.
Pero a cada rato, mientras se acercaban a
las nubes, el niño Migues se sentía fuera de lugar. Pensaba que ese sitio, con
los volcanes nevados, era como el bosque de Chapultepec de los tiempos idos...
Y veía cómo los guardianes le interrumpían el paso, porque el niño Migues Rodríguez
era muy indito, a diferencia de sus amigos Carlos y Alfonso que eran morenos
claros, como españoles o italianos.
Se veía entonces reflejado en un espejo, vestido
como un totonaca o mixe. Traía guarache y calzón y camisa de algodón, y se
cubría del sol con bonito sombrero de paja que tenía adornos con formas de
caracoles.
Un indio guerrero, listo para combatir al
enemigo y defender sus tierras. Y traía un arco, flechas y un hacha que rompía
huesos.
El buen Migues imaginaba que la cima del
volcán era el sitio donde vivía el emperador o cacique del lugar. Un hombre
viejo, parecido al hombre jodido que deambulaba por las afueras de su casa de
Suderman. Llevaba un penacho de plumas de pavo real, de muchos colores, y se
apoyaba en un bastón de mando con su mano derecha. El bastón estaba labrado y
contenía imágenes inspiradas por los dioses de acuerdo a como lo entendían los
antiguos, una especie de símbolo de poder. El hombre había sido destinado a la
gloria por los dioses y por los grandes señores.
--Aquí estoy, Señor –decía Migues.
--Casi en la madrugada. Estás llegando a
tiempo. Eres un hombre de palabra –respondía el cacique.
--Vengo temprano porque tengo prisa –.
--¿Prisa? ¿De que pase el tiempo? ¿Quieres
que los años, entradas y salidas del sol y la luna se sucedan a cada instante?
–preguntaba el jefe.
Migues entonces ya no percibía la
discriminación de su raza de bronce. Se sabía dueño de las montañas, de los
caminos, del cielo y de los objetos sagrados que se movían en el firmamento.
Sabía que pertenecía a una estirpe
especial.
El cacique le dijo su nombre, Felipe, Indio
de las Nieves. Y que cuidaba el entorno desde arriba.
--¿Por qué te llamas Felipe? –preguntó el
niño.
--Me llamo Felipe, porque los indios
debemos llamarnos como los hombres que llegaron de lejos, para que confíen en nosotros.
Es como ponernos un disfraz –dijo el cacique.
Los chamacos subieron y bajaron la gran
espiral innumerables veces. Luego se fueron hasta la Entrada de las Flores y
vieron cómo la autoridad arremetía contra los vendedores de flores. No habían
pagado su “derecho de piso” y ahora lo estaban pagando de otra manera. Se
levantaban garrotes y descargaban los golpes. La autoridad quería machacar la
carne india de donde salían moretones y sangre. Los oficiales parecían hijos
del diablo.
--Hay que hacer algo –dijo Migues.
Pero Carlos y Alfonso dijeron que no tenía
caso protestar. La gente tenía la cabeza de piedra o de madera, burros que sólo
obedecían órdenes de otros, hijos de la mala vida.
De regreso a Chapultepec Morales se
toparon nuevamente con la señora Gertrudis, que venía con una canasta cubierta
con una servilleta a cuadros azul y blanco. Les dijo que traía unas gorditas de
frijoles como para chuparse los dedos. Y repartió dos a cada uno. Comieron y
sintieron que desde muy dentro, en sus corazones, brotaba un agradecimiento natural,
especial. Los muchachos prometieron que nunca iban a olvidar el hermoso gesto de
doña Gertrudis.
--Esa viejita me gusta –dijo Migues.
--Parece como una santa –agregó Carlos.
--Estas gorditas están de pelos –dijo
Alfonso.
Cuando llegaron a la avenida Masaryk
estaban extenuados. Se detuvieron a la sombra de unos árboles inmensos y se
sentaron un rato a descansar. Entonces vieron pasar al hombre jodido, Felipe
Díaz, arrastrando un perro muerto. Los muchachos se levantaron y corrieron
hacia él.
Felipe explicó que un carro había golpeado
al animal, perdió la vida en un instante. Pobre perro, traía una mueca de angustia
y dolor, y estaba tieso tieso.
--¿Y a dónde lo lleva? –dijo uno de los
muchachos.
--Tenemos que darle cristiana sepultura.
No podemos dejarlo ahí en la calle, pudriéndose –dijo el hombre.
Llegaron al Deportivo de Chapultepec,
donde la tierra estaba húmeda y era fácil hacer un agujero. Alfonso encontró un
pedazo de lámina, con la cual empezaron a hacer la zanja. Cavaron cerca de dos
metros. Mientras lo hacían, escucharon decir al hombre jodido que la textura de
la tierra te acercaba a Dios.
Cuando terminaron, depositaron el cuerpo y
cubrieron el hoyanco. Después buscaron unas ramas e hicieron una cruz. Felipe
Díaz hizo un rezo:
“Te estás yendo de este mundo. Nos estás
dejando. Los malditos sufrimientos han terminado y ahora hay que caminar por la
senda desconocida hacia tu Jardín del Edén... Tu recuerdo quedará, cerca de
nosotros, muy cerca de nuestros corazones... Vive feliz...”
Los muchachos dejaron a Felipe con su
amigo el perro. El hombre jodido se quedó en silencio, como meditando. Había tristeza
en su rostro. Pero la vida tenía que seguir adelante. Los muchachos caminaron
sin hablar. Uno desapareció en Taine, otro siguió hasta Petrarca, y Migues se
dio vuelta en Suderman.
Migues escaló como pudo una de las columnas
de basalto y llegó arriba del muro. Caminó manteniendo el equilibrio como un
artista de circo. Luego brincó hacia el territorio de la familia Rodríguez. Abrió
la puerta de la cocina y se fue directo al refrigerador. Sacó una jarra con
agua de limón y se sirvió un vaso grande. Se refrescó y pensó que era bueno
haber regresado al trescientos treinta y cinco de la calle Suderman.
Eduardo
Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el
primer editor de la revista Mester,
del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San
Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro
Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina
ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York.
Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
Buen texto que se deja leer.
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