Saturday, July 7, 2012

MASARYK

Foto: Isabel Pérez Lago



Por Eduardo Rodríguez Solís

(Fragmento de novela)


      Llevaba un traje que no tenía color definido. Parches y hoyos por todos lados. Tiempo que acaba con todo. Pensaba en las palabras que deseaba inscribir en los ladrillos. Pero no se aventaba. Se quedaba corto y se le olvidaba el idioma. Cerraba los ojos y la imaginación lo dejaba expresarse. Entonces nos hablaba de su amigo, el que acababa de morir.
      El dichoso se había caído en una barranca. Andaba borracho y se le acabó el piso. Se estrelló contra las rocas del río y se le fue la vida. Se le salió por la boca y todo lo que tenía se le fue a las nubes, al cielo, donde están los ángeles buenos. Porque este cuate era todo un angelito.
      El hombre jodido aventó la tiza y ésta dio muchas vueltas, subiendo y bajando... Y llegó de nuevo a sus dedos.
      Entonces se acercó decidido al muro... Hizo trazos con algo de dificultad...
      “N’ombre, estos indios con piel de rana no se mueren. Aguantan todo. Tienen muchas vidas. Tantas como las de un gato... Tienen el pellejo bien grueso y resisten tormentas y terremotos... Estos indios no se mueren. Se quedan para siempre. Así es la cosa... Te lo digo porque lo sé, porque así está escrito en el libro de los dioses... De veras, que te digo la verdad... Cayitos que sí...”
      Y eso fue todo lo que escribió el hombre jodido, el que tenía traje de color indefinido.
      El hombre se sentó sobre unas piedras. Se llevó las manos a los ojos y se los restregó. Había que limpiar las lágrimas que a veces salían. Quizás el polen le provocaba ese pequeño llanto.
      Miró hacia arriba y vio el cielo azul, casi transparente, cruzado apenas por unas nubes con forma de animales de pesadilla. Eran dragones blancos que se deslizaban hacia  el norte gracias al viento.
      De entre sus ropas salió un papel que tenía las figuras de tres mujeres. Dos eran rubias y la del centro, morena. Esa dama misteriosa, que permanecía casi siempre doblada en el papel, se parecía a Juana, la muchacha que alguna vez le robó su corazón.
      Pero ya no se sabía dónde andaba la mujer que a veces ponía su puestito de quesadillas en la mera esquina de Presidente Masaryk y Suderman. Bajo el sol o bajo un cielo a punto de parir la lluvia, hacía sus quesadillas con flor de calabaza, de papa, de chicharrón, de huitlacoche.
      Y se acordó que una vez le dijo que el tal huitlacoche era un alimento sagrado de los dioses y ahora estaba a la disposición de todas las almas en pena. Porque, según decía la Juana, todos éramos unas almas en pena, pues nos pasábamos la vida tratando de encontrar la entrada al paraíso.
   Dobló el papel de las mujeres y lo guardó. Después tomó una ramita y empezó a dibujar estrellas y flores en la tierra húmeda.
      --Que aquí le manda esto el ingeniero  --se oyó una voz.
      Un buen plato de revoltijo con frijoles negros y unas tres tortillas.
      --Gracias –dijo, y la criadita que traía uniforme azul y blanco dio media vuelta y se alejó.
      “Buen ingeniero es éste” –pensó nuestro hombre--. “Acordarse de la gente jodida. Esa sí que es una buena onda. Que Dios me lo cuide.”
      Después de un rato el plato quedó limpio, reluciente, de tanto pasar y pasar un cacho de tortilla.
      Caminó hasta el muro de basalto, pared pintada de color café. Ahí estaba el trescientos treinta y cinco de Suderman. Esa era la casa del ingeniero, el que se iba a las selvas y las montañas a buscar petróleo o gas. Porque este señor era un geólogo que estaba encargado de las exploraciones de Petróleos Mexicanos. Él era de Sinaloa y estaba casado con una señora de Celaya, Guanajuato. Tenían tres hijos y una niña muy chiquita. Y ahí dentro, detrás de esas bardas gordas había muchos gatos y algunos perros.
      El hombre dejó el plato al pie de una columna y se fue caminando lentamente. Iba con la panza llena. Traía dentro un buen y sabroso tentempié.
      Toda esa zona de la ciudad era conocida como la colonia de Chapultepec Morales. Años atrás, pero muchos años atrás, había sido una hacienda. La famosa Hacienda de los Morales. Y los terrenos colindaban con las propiedades de las familias Anzures y Polanco. Corría el año mil novecientos cuarenta y ocho. El ingeniero buena onda se llamaba Manuel y la esposa Evangelina. Sus hijos que vivían detrás de esos muros de basalto y color café se llamaban Manuel, Eduardo, Miguel Ángel y Evangelina. A Manuel le decían Manuel; a Eduardo, Lalo; a Miguel Ángel, Migues; a Evangelina, Mimí.
      Esta es la historia de uno de ellos. Esta es la historia de Migues.
      La casa del ingeniero era muy grande. Tres pisos. Muchas recámaras. Originalmente era una casa que se hizo expresamente para el sorteo de un periódico. Le decían “el periódico de la vida nacional”. A los suscriptores se les daba un boleto para una rifa. Había muchos premios, pero el principal era una casa. Una casa situada en el trescientos treinta y cinco de la calle Suderman.
      En mil novecientos treinta y ocho, cuando la Expropiación Petrolera en México, el General Cárdenas, quien era el presidente del país, giró instrucciones para traer al ingeniero Manuel Rodríguez Aguilar a tierras mexicanas. Este se encontraba trabajando para la compañía holandesa Royal Dutch Oil. Había que traer a ese hombre porque el negocio de la explotación de los yacimientos petrolíferos en México dejaba de ser un buen business para los Estados Unidos. Se acababa el gran trust y había que organizar una institución nacional. El único geólogo capaz de encargarse de las exploraciones era don Manuel.
      Llegó así este hombre a México. El ingeniero empezó a juntar dinero pues tenía la idea de hacerse de una casa. Pero la locura de la suerte lo envolvió al suscribirse al “periódico de la vida nacional”. Y que le pega al premio gordo.
      La familia Rodríguez se mudó a esa casa de Suderman y con el dinero que tenía ahorrado se pudo comprar un buen pedazo de terreno. “Hay que tener un gran jardín para los chamacos”, decía el ingeniero.
      Pasado el tiempo, la familia tuvo la idea de hacer unas ampliaciones a la casa. La residencia se volvió un castillo con mil escaleras y cuartos.
      El buen Migues, de ocho años, corría por todo ese laberinto y cada día podía encontrar un camino distinto para su aventurero espíritu.
      La gran ciudad de México no tenía veinte millones de habitantes. Tenía a lo sumo seis o siete. Eran los tiempos en que todavía los censos no existían.
      Chapultepec Morales empezaba a poblarse. Pero había muchísimos terrenos baldíos. Y en estos espacios deshabitados a veces se instalaba gente jodida, como el hombre todo jodido, que a veces pintaba bardas, y a veces desdoblaba papeles con mujeres, y a veces se echaba tentempiés.
      Ese hombre, que se llamaba Felipe Díaz, y que ya no se acordaba de su segundo apellido, había hecho una cuevita con piedras y cartones, pegada a la casa del inge.
      Era su palacio, su residencia, su castillo, sin puertas y sin ventanas. Ahí se podía tapar del frío y resguardar de la lluvia... Un palacio de dos metros por dos metros. Y estando dentro uno no podía estar totalmente de pie. Había que agacharse... Era una cueva, pues.
      El aire que se respiraba en la colonia era más o menos limpio y los colores se veían con mucha claridad. Torcuato Tasso, Petrarca, Taine, Lope de Vega, Newton, eran calles tranquilas.
      En esas avenidas Migues y sus cuates, Alfonso Meza y Carlos Menéndez, corrían y planeaban conquistarlo todo, hasta la luna y todos los planetas. Creían que el mundo era de ellos. Nada más de ellos. Únicamente de ellos. Porque ellos eran los dueños del mundo, de ese universo que les abría sus puertas con calidez...
      Ellos, Miguel y su pequeña gang, se sentían los emperadores de esas tierras, de ese planeta que se movía lenta, pausadamente. De ese planeta que les daba todo lo que querían, lo que deseaban, porque así era su planeta, un planeta bueno, especialmente bueno...
      --¿Para dónde corremos hoy? –dijo Alfonso.
      --Vámonos lejos. A otro planeta –dijo Migues.
      --Estás más loco que una cabra –dijo Carlos.
      --Nuestras locuras se pueden volver realidad. Nada más es cosa de querer –dijo Migues.
      El niño Migues tenía razón. La pirámide de los deseos podía cobrar vida. Y el camino de los niños, de esos niños que eran Migues, Carlos y Alfonso, se podía colorear con cualquier tonalidad. Nada más era cosa de cerrar los ojos y pensar en un deseo. Solamente un deseo. De uno en uno. De uno en uno. Así. Lentamente. Como la vida de un niño. Como la existencia de un niño de la colonia de Chapultepec Morales.
      Y los grillos de Chapultepec, porque Chapultepec quería decir en idioma náhuatl Cerro de los Grillos, brincaban y volaban hacia ellos, porque querían que la magia del chapulín contagiara sus pequeñas almas, sus pequeños espíritus, porque Migues, Carlos y Alfonso necesitaban de esa fuerza interior, de esa magia que venía de los antiguos mexicanos, de los que existían antes de la llegada de los españoles.
   La magia entonces bajaba del tiempo, de los dioses de la luna y el sol y los vientos y la lluvia, y se volvía como una nube protectora que volaba encima de los chamacos. Encima de esos muchachos que lo querían todo, y que brincaban y daban vueltas como trompo, y que subían y bajaban como un yo-yo, un planeta rojo y amarillo...
      --Ahora nos vamos a otro planeta –decía Migues--. Y ahí nos vamos a quedar a vivir. Nosotros tres. Únicamente nosotros tres.
      Y los muchachos se tiraban al suelo y, sobre la tierra o en el cemento, reían y gozaban de la vida.
      Y mientras ellos reían, el hombre todo jodido se acurrucaba dentro de su cueva, y soñaba con su Juana, la que se fue, la que nunca volvió, porque para qué volver, si con el Felipe Díaz no había nada qué hacer... Porque no había nada... Nada de porvenir, nada de futuro... Nada de nada...
      Entonces había que cerrar los ojos. Había que cerrarlos con fuerza, para poder ver el momento quizás del nacimiento, la salida a la vida, a la mísera vida que nos había tocado... Había que cerrarlos para mirar la vida de frente... Pero luego abríamos un ojo y luego el otro y nos dábamos cuenta que todo había sido inútil, y que la vida había sido mala con nosotros...
      La cueva, el recinto sagrado, el único lugar que se tenía, se cimbraba, se movía, pues la tierra se estaba poniendo en su lugar, y nada cambiaba, nada se transformaba (aunque morían los amigos), y todo seguía igual, porque así se estaba escribiendo la historia de ese hombre jodido, de ése que no tenía dónde caerse muerto...
      --Vámonos al bosque –dijo Migues.
      Y se fueron cantando al bosque.
      Llegando llegando se encontraron con una vieja que estaba limpiando las rejas, cerca de los leones de bronce. Se veía que esta mujer lo sabía todo, pues hablaba con mucha seguridad. Era algo así como una enciclopedia. Se llamaba Gertrudis Mendiola y ese bosque era su vida.
      Les dijo que la reja alguna vez le dio la vuelta a todo ese territorio. Y que en los portones siempre había guardianes vigilando a la gente. Si tenías tipo de catrín o dama de alta sociedad se te hacía una reverencia y casi se te echaba una capa roja a los pies. Si llegabas con huarache, descalzo o con los zapatos agujerados y si tu piel y tu alma tenían el color de la tierra se te daba el alto. Y así se procuraba no contaminar el entorno del bosque con “la indiada”.
      --Pero eso fue hace mucho tiempo –dijo Migues.
      --Sí –dijo Gertrudis--. A principios del siglo pasado. Hablo de mil novecientos uno y mil novecientos dos... Y los inditos se quedaban detrás de las rejas. Desde ahí miraban a la gente que se decía “bonita”.
      Mientras la mujer, con todos sus años encima, repasaba los datos históricos, los chavos aventureros (Migues, Carlos y Alfonso) acariciaban a los leones de bronce.
      --Nos van a regañar –dijo Alfonso.
      --Nos van a quitar nuestro domingo –agregó Carlos.
      --No le saquen al parche –dijo Migues.
      Esas esculturas eran obra de Joseph Matusso, joven italiano, discípulo de Tolsá. Eran unos leones soberbios que, de noche, según decían algunos vecinos, se convertían en criaturas reales. Y luego se ponían a dar vueltas cerca de las rejas,  espantando a los pordioseros y teporochos que por ahí se echaban y dormían, envueltos en periódicos.
      Gertrudis dijo que Joseph Matusso hizo el vaciado del bronce de sus leones en una de las terrazas del alcázar del castillo de Chapultepec. Se había enamorado de una muchacha que vendía dulces de leche. Se llamaba Antonia. Era chaparrita, y de cuerpo muy bien formado... Y luego añadió que en uno de los árboles viejos todavía se adivinaba un corazón que tenía la letra Jota y la vocal A incrustadas.
      Los chamacos se metieron al bosque.
      Ahí se respiraba el oxígeno de forma natural. Había todo tipo de pájaros. Águilas, pericos, gorriones, palomas, cardenales y alondras. Su vuelo se confundía con el de los insectos. Se escuchaba un canto alegre, como de voces y palabras mágicas, como mascadas de seda de mil colores.
      Subieron una loma que crecía en espiral y al llegar arriba observaron la ciudad. A lo lejos se veían “los volcanes”. El Popo y el Ixta, con sus capas de nieve.
      --Alguna vez escalaremos esos –dijo Migues.
      --Claro que sí –agregaron Carlos y Alfonso.
      Y se veían trepando por las faldas del Popocatépetl. Y se les acababa el oxígeno, pero seguían adelante, porque había que llegar al cráter y ver ese malacate que pusiera Hernán Cortés, hace más de quinientos años, para descender al lago de lava y sacar azufre.
      Pero a cada rato, mientras se acercaban a las nubes, el niño Migues se sentía fuera de lugar. Pensaba que ese sitio, con los volcanes nevados, era como el bosque de Chapultepec de los tiempos idos... Y veía cómo los guardianes le interrumpían el paso, porque el niño Migues Rodríguez era muy indito, a diferencia de sus amigos Carlos y Alfonso que eran morenos claros, como españoles o italianos.
      Se veía entonces reflejado en un espejo, vestido como un totonaca o mixe. Traía guarache y calzón y camisa de algodón, y se cubría del sol con bonito sombrero de paja que tenía adornos con formas de caracoles.
      Un indio guerrero, listo para combatir al enemigo y defender sus tierras. Y traía un arco, flechas y un hacha que rompía huesos.
      El buen Migues imaginaba que la cima del volcán era el sitio donde vivía el emperador o cacique del lugar. Un hombre viejo, parecido al hombre jodido que deambulaba por las afueras de su casa de Suderman. Llevaba un penacho de plumas de pavo real, de muchos colores, y se apoyaba en un bastón de mando con su mano derecha. El bastón estaba labrado y contenía imágenes inspiradas por los dioses de acuerdo a como lo entendían los antiguos, una especie de símbolo de poder. El hombre había sido destinado a la gloria por los dioses y por los grandes señores.
      --Aquí estoy, Señor –decía Migues.
      --Casi en la madrugada. Estás llegando a tiempo. Eres un hombre de palabra –respondía el cacique.
      --Vengo temprano porque tengo prisa –.
      --¿Prisa? ¿De que pase el tiempo? ¿Quieres que los años, entradas y salidas del sol y la luna se sucedan a cada instante? –preguntaba el jefe.
      Migues entonces ya no percibía la discriminación de su raza de bronce. Se sabía dueño de las montañas, de los caminos, del cielo y de los objetos sagrados que se movían en el firmamento. Sabía que pertenecía  a una estirpe especial.
      El cacique le dijo su nombre, Felipe, Indio de las Nieves. Y que cuidaba el entorno desde arriba.
      --¿Por qué te llamas Felipe? –preguntó el niño.
      --Me llamo Felipe, porque los indios debemos llamarnos como los hombres que llegaron de lejos, para que confíen en nosotros. Es como ponernos un disfraz –dijo el cacique.
      Los chamacos subieron y bajaron la gran espiral innumerables veces. Luego se fueron hasta la Entrada de las Flores y vieron cómo la autoridad arremetía contra los vendedores de flores. No habían pagado su “derecho de piso” y ahora lo estaban pagando de otra manera. Se levantaban garrotes y descargaban los golpes. La autoridad quería machacar la carne india de donde salían moretones y sangre. Los oficiales parecían hijos del diablo.
      --Hay que hacer algo –dijo Migues.
      Pero Carlos y Alfonso dijeron que no tenía caso protestar. La gente tenía la cabeza de piedra o de madera, burros que sólo obedecían órdenes de otros, hijos de la mala vida.
      De regreso a Chapultepec Morales se toparon nuevamente con la señora Gertrudis, que venía con una canasta cubierta con una servilleta a cuadros azul y blanco. Les dijo que traía unas gorditas de frijoles como para chuparse los dedos. Y repartió dos a cada uno. Comieron y sintieron que desde muy dentro, en sus corazones, brotaba un agradecimiento natural, especial. Los muchachos prometieron que nunca iban a olvidar el hermoso gesto de doña Gertrudis.
      --Esa viejita me gusta –dijo Migues.
      --Parece como una santa –agregó Carlos.
      --Estas gorditas están de pelos –dijo Alfonso.
      Cuando llegaron a la avenida Masaryk estaban extenuados. Se detuvieron a la sombra de unos árboles inmensos y se sentaron un rato a descansar. Entonces vieron pasar al hombre jodido, Felipe Díaz, arrastrando un perro muerto. Los muchachos se levantaron y corrieron hacia él.
      Felipe explicó que un carro había golpeado al animal, perdió la vida en un instante. Pobre perro, traía una mueca de angustia y dolor, y estaba tieso tieso.
      --¿Y a dónde lo lleva? –dijo uno de los muchachos.
      --Tenemos que darle cristiana sepultura. No podemos dejarlo ahí en la calle, pudriéndose –dijo el hombre.
      Llegaron al Deportivo de Chapultepec, donde la tierra estaba húmeda y era fácil hacer un agujero. Alfonso encontró un pedazo de lámina, con la cual empezaron a hacer la zanja. Cavaron cerca de dos metros. Mientras lo hacían, escucharon decir al hombre jodido que la textura de la tierra te acercaba a Dios.
      Cuando terminaron, depositaron el cuerpo y cubrieron el hoyanco. Después buscaron unas ramas e hicieron una cruz. Felipe Díaz hizo un rezo:
      “Te estás yendo de este mundo. Nos estás dejando. Los malditos sufrimientos han terminado y ahora hay que caminar por la senda desconocida hacia tu Jardín del Edén... Tu recuerdo quedará, cerca de nosotros, muy cerca de nuestros corazones... Vive feliz...”
      Los muchachos dejaron a Felipe con su amigo el perro. El hombre jodido se quedó en silencio, como meditando. Había tristeza en su rostro. Pero la vida tenía que seguir adelante. Los muchachos caminaron sin hablar. Uno desapareció en Taine, otro siguió hasta Petrarca, y Migues se dio vuelta en Suderman.
      Migues escaló como pudo una de las columnas de basalto y llegó arriba del muro. Caminó manteniendo el equilibrio como un artista de circo. Luego brincó hacia el territorio de la familia Rodríguez. Abrió la puerta de la cocina y se fue directo al refrigerador. Sacó una jarra con agua de limón y se sirvió un vaso grande. Se refrescó y pensó que era bueno haber regresado al trescientos treinta y cinco de la calle Suderman.


Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)


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