Por Eduardo Rodríguez Solís
De la serie Carnets de Eduardo Rodríguez Solís
(Número 105. 8-01-11)
El hombre era alto, elegante, distinguido. Parecía un diplomático. Iba vestido con pantalón gris Oxford, y blazer cruzado, de color oscuro. Llevaba camisa blanca y corbata rojo vino, y lucía un chaleco de terciopelo negro, con botones dorados. Se trataba de un poeta y dramaturgo que se llamaba Salvador Novo.
Era el noveno día del mes de septiembre del año 1959. El Instituto Nacional de Bellas Artes y el Museo Pedagógico Nacional exhibían puestas en escena en el teatro Justo Sierra, situado en Ribera de San Cosme 83, en la no tan poblada ciudad de México. De un tirón, con dos pequeños intermedios, se representaban tres obras (dos mexicanas y una española).
La compañía estaba integrada por trece actores y tres actrices, dirigidos por el recordado maestro Fernando Mota. La escenografía era de Alejandro César Rendón. Se representaban un monólogo de Salvador Novo titulado El joven II, Tangentes de Emilio Carballido y La muerte en el convento de Fernando Mota. La obra de Salvador Novo, escrita y publicada en 1951, se llevaba a las tablas formalmente, con todas las de la ley, por primera vez. El que escribe estas líneas (Eduardo Rodríguez Solís) era el actor de la obra de Novo. La obra de Carballido se desarrollaba en el Bosque de Chapultepec. Un viejo recitaba poemas, mientras una pareja de jóvenes enamorados andaba por ahí, junto a la extraña presencia de una mujer mayor. La pieza de Fernando Mota se centraba en un diálogo sobre la muerte. Muchos frailes estaban en sus nichos mortuorios, y las palabras tenían su sentido poético. El monólogo de Novo descubría cómo un alma joven le reprocha a un viejo que duerme, sobre las cosas buenas que no ha podido hacer en la vida, señalando también las maldades (muchas) que caracterizaban su absurda existencia… El alma joven, que ronda esa noche, espera obtener la libertad.
Al finalizar el estreno, Salvador Novo, después de felicitarme por mi emotiva actuación, me extendió una caja de chocolates rellenos de menta. Acto seguido, dio media vuelta y se marchó, escoltado por su bien uniformado chofer. Sucede que yo caí en ese espectáculo por casualidad. Un conocido de la escuela de teatro me comentó que necesitaban actores para un montaje en Bellas Artes y que iban a pagar alguna lana, y se me ocurrió ofrecer mis servicios. Me presenté a la audición muy peinadito, para causar buena impresión. Mota, el director escénico, le explicaba a un actor cómo sintonizar la voz y el sentimiento para el monólogo de Novo. Pero el pobre actor no podía con el asunto. Su voz no tenía la potencia necesaria que el personaje requería, y sus movimientos y gestos resultaban demasiado teatralizados, por no decir falsos como una moneda de tres pesos.
Fernando Mota casi se halaba los pelos de la cabeza. Luego vino la pausa, y el director de escena me entrevistó, y me ofreció enseguida el papel de El Viejo en la obra Tangentes de Carballido. ¡Y yo me puse feliz! Era el principio de un buen principio. De los candidatos mexicas (como veinte más o menos), yo fui el elegido. Empecé a participar en los ensayos, y como llegaba temprano, me ponía a barrer el tablado. Y me sabía mi papel con puntos y comas (como debe ser). Un día, incluso, se me ocurrió llevarle a Mota algunos discos para que creara fondos musicales…Y cuando era la hora de ensayar el monólogo, con aquel “actor” que no podía con el paquete, yo me sentaba en primera fila, y servía de “apuntador” (por si se le olvidaba el texto)… Y lo hacía sin libreto, ya que me sabía el monólogo al derecho y al revés.
Pero Mota se sentía desesperado porque el actor no lograba dar vida al personaje, y habló con Salvador Novo, que era el Jefe del Departamento de Teatro de Bellas Artes en ese momento. Esa noche el actor fue despedido, y Mota se acercó a mí y me dijo en voz baja: “Quiero hablar con usted.” Aunque yo no le caía del todo bien, Mota me ofreció el papel del monólogo, y me dijo que yo podría representar ambos personajes: El Viejo, en la obra de Carballido, y El Joven, en la obra de Novo. Me quedé sin habla. No lo podía creer… Salvador Novo fue a ver el espectáculo en muchas ocasiones, y se le notaba que estaba muy satisfecho por mi actuación. De vez en vez, su chofer me traía una caja de chocolates, rellenos de menta. Como los regalos se acumulaban, opté por compartir su dulzura con los miembros de la compañía.
Después de terminarse la temporada teatral, ya no había chocolates, me encontraba a Novo en recepciones privadas o estrenos teatrales, y siempre me saludaba amablemente. Algunas veces le daba copia de algún escrito, y él, sabiendo que yo también tenía inquietudes creativas y una enorme pasión por la literatura, aplaudía mi dedicación.
Sin embargo ahora, al cabo del tiempo, puedo confesar que el monólogo de Novo nunca me gustó. Le faltaba sustancia. Estaba bien escrito, pero le faltaba su sal y su pimienta… Yo interpretaba al personaje con mucha entrega y dedicación, porque era un actor al servicio de una obra de teatro (como debe ser).
La última vez que vi a Salvador Novo fue en su casa. Tomé café y pude disfrutar una buena rebanada de pie de queso... En su jardín, platicamos de mil cosas. Su casa estaba en Coyoacán, en la calle de Santa Rosalía, que ya llevaba el nombre de Salvador Novo… Novo era una celebridad…Era el cronista de la ciudad, de la gran metrópoli. Conocía los edificios, los jardines y la gente, los cuales nutrían sus anotaciones que aparecían más tarde en formato impreso. Novo fue un singular Cronista de la gran ciudad de México, un valioso mexicano, como lo fue el famoso don Artemio del Valle Arizpe.
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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