Por Eduardo Rodríguez Solís
Florentino andaba caminando con
unos zapatos que tenían más hoyos que la superficie lunar.
Pisaba piedras y las sentía.
Pasaba encima de un bubble gum aplastado, y casi adivinaba el sabor que había
tenido esa “golosina”, que a veces nos calma los nervios.
Andaba sin centavos. Lo habían
despedido de su empleo en un restaurante, porque descubrieron que sacaba sobras
de las bolsas de basura que tenían en la cocina. Estas sobras se las llevaba a
su casa, y se las comía, poco a poco, en tacos… Revolvía las sobras y hacía una
masilla. Luego, en tortillas, que era lo único que compraba, se hacía sus
tacos.
Pero ahora ya estaba en la
calle y no sabía qué hacer.
Entonces se le ocurrió hacer
una venta de garaje y se deshizo de mucha ropa y chácharas que no usaba. Y con
esto, comió una semana.
Este Florentino no tenía
problema de pagar renta. Un tío lejano lo dejaba vivir dentro de un autobús
escolar destartalado, que tenía en la parte trasera de su casa. Y con un cable
duplex sacaba electricidad de la casa de su tío, que era un veterano de la
Guerra de Vietnam, y que tenía exhibida en su living room una chaqueta militar,
con más insignias y condecoraciones que Napoleón Bonaparte.
En ese camión se encerraba Florentino y veía un viejo televisor que se
encendía con golpes de karate. Ahí disfrutaba de partidos de béisbol y soccer.
Un día, el Florentino de
nuestro cuento andaba caminando casi de puntas, para no sentir la tierra y las
piedrecillas, y todos los desperdicios que se riegan por todas partes… Y al
llegar a una esquina escuchó la voz de una mujer que regañaba a su marido.
Volteó para arriba y desde una ventana abierta vio que la mujer aventaba a la
calle una camisa y una corbata con muchos Mickey Mouse… Florentino entonces
recogió del piso estas prendas y las metió en su mochila.
La camisa tenía manchas de lápiz
de labios y olía a un perfume muy femenino. La corbata tenía a Mickey Mouse con
distintos disfraces. A Mickey se le veía de bombero, astronauta, cowboy y, de
todo.
Un domingo, que lavó a mano la
camisa y la estaba tendiendo al sol, se dio cuenta que la vecina estaba
arrojando una bolsa de Kentucky Fried Chicken a la basura. Entonces,
Florentino, sin que lo viera nadie, sacó el envoltorio de la basura y se dio
cuenta que ahí todavía había muchos huesos por roer… Y en un container vacío de
sour cream puso el pollo que todavía servía, y regresó el resto del KFC a la
basura de su vecina.
Se preparó luego un sabroso
picadillo y se hizo dos tacos. Hum, qué desayuno tan exquisito.
Y, desde ese día, cuidó los
movimientos de la vecina, y estuvo al acecho de sobras de manjares de príncipes
y reyes.
Otro día, tomó unas bolsas de
plástico del supermercado y las metió a las bolsas de su pantalón. Y se puso su
camisa y su corbata de Mickey Mouse, y se fue a un restaurante-bar que tenía
“Happy Hour”, con comida gratis. Pidió una copa con agua y se puso a comer de
lo lindo, y luego echó algo de comida en sus bolsas del super, y se salió del
lugar elegante, donde no se te dejaba entrar si no traías corbata.
Y cuando regresaba a su autobús
escolar en desuso, tuvo la idea de hacer un picadillo, para luego venderlo, en
taquitos, a un dólar cada uno.
Al picadillo que hizo con lo
que trajo del restaurante le agregó algunas sobras de comida china de su
vecina, y un aguacate medio pasado de tiempo que se encontró en el camino.
Hizo después un letrero en una
sábana vieja y pegó esta publicidad en un árbol.
Y la gente, amante del taco,
empezó a llegar. Y hasta se hizo una fila como las que se hacen en los cines de
estreno.
Ese fue el principio del gran
negocio de Florentino. El establecimiento se llamó “Tacos Crioque” porque la
gente se preguntaba: “¿Y estos tacos a qué saben?” Y alguien decía: “Creo que
es pollo con atún”. O algo así.
Florentino perfeccionó sus
acciones en los Happy Hour de varios restaurantes, y ya tenía varios sacos de
vestir que compró en tiendas de segunda, y en estos sacos acondicionó unos
bolsones donde depositaba mucha comida. Ahí metía albóndigas, ensaladas de
papa, pollo y atún, camarones, y muchas cosas.
Luego, en su autobús escolar
destartalado hacía sus picadillos, que después aderezaba con sobrantes de su
vecina.
Y ya estaba listo para abrir su
puesto de tacos, donde sólo invertía en tortillas, en platos de plástico y en
ketchup, que mezclaba con semillas de chile piquín, hechas polvo. Y de esto último
surgía una sabrosa salsa para sus tacos.
Con el tiempo y un ganchito,
Florentino se volvió un experto taquero. Y se puso a abrir sus restaurantes. Y
por toda la ciudad te encontrabas con el “Crioque No. 1”, el “Crioque No. 2” y
el “Crioque No. el que quieras”.
Pero Florentino no cambió
mucho. Siguió viviendo donde siempre… Pero pintó muy “a la onda” su autobús
escolar y hasta le puso una unidad de aire acondicionado.
Y sus picadillos se siguieron
haciendo con comida de los “Happy Hour” y sobras de su vecina.
Si así gustaron sus tacos al
principio, así iban a gustar siempre de los siempres.
“En el sabor está el éxito”,
dijo una vez el inventor de un famoso refresco de cola… Así tienen que ser “las
chispas de la vida” que nos empujan en nuestro largo camino…
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina
ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York.
Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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