Foto: Marangeli Franco |
Por Eduardo Rodríguez Solís
Me parece que de un avión 747,
alguien arrojó, por el inodoro, un papel
que envolvía una piedra, cosa un poco extraña, ya que si uno echa algo al
inodoro de un 747, queda encerrado en un tanque de almacenamiento… Y queda ahí,
hasta que alguien desmonte este tanque para darle su limpieza y su baño a
presión.
El caso es que de muy arriba de
las bajas nubes alguien arrojó un mensaje. Y la piedra con el papel pegó en el
capacete de un automóvil, y luego rebotó varias veces en el asfalto de la
carretera, que zigzaguea en una montaña, cerca del mar.
Ahí iba un mensaje medio
secreto… “Vaya usted al centro de la ciudad de México, a la esquina de Madero
con Pino Suárez, donde está una juguetería de fama… Entre usted al local y pida
un abecedario de madera… Sólo ahí los venden…”
Ernesto, que no entendía lo que
le estaba pasando, volteó para arriba, y vio claramente que algo más se
desprendía de una nube gris, con forma de trébol de cuatro hojas.
Ese algo caía y se le acercaba…
Hasta que golpeó su cabeza… Era otro papel que envolvía una piedra.
Ahí estaban unas instrucciones.
“Si pones todos los cubos del
abecedario, revueltos, como si fueran un dominó, escoge uno a ciegas y abre los
ojos… Y grita la letra… Y tendrás una sorpresa…”
Como Ernesto no tenía ni un
“clavo” en la bolsa (como no tenía dinero), se puso a trabajar mucho, en lo que
hacía, en lo único que sabía hacer.
Se llevó entonces su bolsa de
globos de colores a una de las playas de Acapulco. Y ahí, se puso a inflar
globos, haciendo con ellos elefantes, payasos, flores, corazones, espadas y
demás.
Y a veces, como siempre, se le
ponchaban sus obras maestras, y entonces tenía que volver a empezar.
Y ahora las jornadas eran de
ocho horas, en vez de las cuatro de siempre… Es que había que hacer una
alcancía para comprar su pasaje a la ciudad de México.
Varios días después, rataplum,
juntó lo que se necesitaba para su boleto de camión.
Y hay que ver cómo abría la boca cuando finalmente caminó en el enorme
patio del zócalo, junto al asta de la bandera, frente al Palacio Nacional.
Y ahí, con ese sol medio
contaminado, volvió a hacer sus figurines en globos de colores. Había que comer
y había que juntar para el abecedario de madera.
Vinieron después las noches que
se pasaron en una banca de madera, dentro de la catedral… Ahí, se descansó, se
durmió y se le rezó a la virgencita de Guadalupe.
Luego, llegó la hora de la
verdad… Estando frente al mostrador de la juguetería, puso peso sobre peso
hasta alcanzar el precio del abecedario.
Y justamente afuerita del
establecimiento, se puso en cuatro patas en el pavimento, y abrió su juguete.
Acto seguido, con los ojos tapados con un paliacate rojo con blanco, hizo “la
sopa” del domino y los cubitos de madera quedaron bien revueltos.
Recogió tres letras, y las puso
en fila… Y tomó la primera…
Se quitó la venda de los ojos y
gritó “letra c”…
Segundos después cayó del cielo
un conejo de trapo, seguido de un cochinito, también de trapo.
Se repitió la rutina. Tomó
Ernesto la segunda letra y gritó “letra l”.
Cayeron un león de trapo y un
lagarto.
“Letra m”.
Y cayeron un mono y un
martillo.
Como Ernesto se caía de sueño,
recogió todos los cubitos de madera y los metió en su caja… Pero se dio cuenta
que un enanito lo estaba observando.
Seguido por aquel enanito, se
metió a la catedral y ahí, abrazando su abecedario de madera, se quedó dormido,
bien recostado en una banca.
El enanito, que también estaba
agotado (quizás por tanto observar), se fue a un rincón y se durmió en el
suelo, hecho bolita, como si fuera un camarón.
Ernesto despertó y sintió que
le faltaba algo. ¡Su dominó de madera! ¡Su abecedario de madera!
Se incorporó, medio mareado, y
salió a la calle… Y todo, absolutamente todo, era una gran alfombra de juguetes
de trapo, que supo habían caído del cielo.
De pronto, vio al enanito
acomodando cosas de trapo… Y este enanito se puso muy nervioso, y se fue
corriendo a esconderse detrás de una fuente seca.
Ernesto caminó mucho y la
alfombra de juguetes de trapo no terminaba… Aquello era un mundo completo de
animales y cosas de trapo…
Y se imaginó al enanito robando
su abecedario de madera, y gritando muchas letras.
Al rato, se escuchó como una
coral de voces que cantaba todas las letras del abecedario, y se inició una
gran tormenta invernal que, en lugar de copos de nieve, arrojaba juguetes de trapo.
Y se hacían montones, que luego
se volvieron montañas…
Y Ernesto corrió y corrió hasta
encontrar una parte sin alfombra de cosas de trapo, y se puso ahí a hacer un
hoyo profundo, y ahí se metió, jalando después, con las manos y las uñas, toda
la tierra que se había sacado.
Y se quedó sepultado el buen
Ernesto, por los siglos de los siglos… Y el abecedario desapareció, y el
enanito dejó de ser enanito y se volvió persona normal, que no sabía gritar…
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina
ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York.
Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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