Foto: Isabel Pérez Lago |
Por Eduardo Rodríguez Solís
Iba caminando como todo un
artista del mejor circo del mundo. Llevaba vestuario multicolor y su rostro era
blanco, como mimo, como Marcel Marceau.
Equilibraba un palo de escoba,
y arriba de la punta del palo llevaba una pelota de playa.
Arriba de la pelota iba una
silla, apoyada en una pata, y arriba de la silla iba un botellón de vidrio
verde.
Arriba del botellón iba un
maniquí femenino, y en la cabeza del maniquí iba una casa enorme de muñecas.
Arriba de la casa iba un gorila
de cerámica, y sobre la cabeza del gorila iba un turbante como los de Carmen
Miranda, con frutas y plátanos de plástico.
Cuando era visto por mucha
gente, aventaba el palo de escoba para arriba y lo cachaba con la otra mano. Y
cuando hacía esto, gritaba como el Tarzán de la película blanco y negro.
Cuando llegaba la noche, cuando
era la hora del descanso casi eterno, cuando se imponía irse a la cama, clavaba
su palo de escoba, con todo lo que llevaba arriba, en el patio de la casa.
Y cuando soñaba, si es que
soñaba, iba siempre caminando, siempre caminando, con su palo de escoba y todo
su tinglado.
Luego venía el kikirikí de
todos los días, el canto diario de los amos de las gallinas, y nuestro ilustre
personaje se ponía desodorante o se daba un baño vaquero (parte vergonzosa
delantera, parte vergonzosa trasera y patas), se vestía como siempre, y se
salía a caminar, después de haber comido un pedazo de pan duro y un poco de
leche amarga, pasada de tiempo.
Iba entonces, de nuevo,
equilibrando su palo de escoba, con todo lo que llevaba arriba y, a veces, como
ya sabemos, cuando había público, aventaba su armatoste para arriba y luego
atrapaba su palo con la otra mano, y de su boca salía el grito de Tarzán.
Hasta que, siendo ya muy
famoso, lo hicieron llegar a las Cataratas del Niágara. Y ahí, quería volverse
el artista más grande del mundo, al cruzar las peligrosas cataratas.
Y llegó el instante deseado…
Sonaron las trompetas y retumbaron los tambores militares… Y empezó el divino
show.
A medio camino (oh, dioses
inmortales), vino un viento tempestuoso y nuestro amigo se fue volando, dando
vueltas, sin soltar su palo de escoba, pero con sus cachivaches saltando por
todos lados.
Los que observaban el gran acto
circense lo vieron todo. Pero la tragedia se les olvidó pronto. Sólo les quedó
el rumor de angustia del grito de Tarzán.
Nunca se recuperó el cuerpo del
artista. Sólo, como cinco años después, en alguna laguneta alejada de las
caídas de agua de las Cataratas del Niágara, se encontraron el palo de escoba y
el turbante de Carmen Miranda, con sus frutas y sus plátanos de plástico.
Y se cuenta, hasta en un
corrido ranchero que, a veces, cuando hay mucha gente en las famosas cataratas,
se escucha, muy lejos, el dolido grito de Tarzán.
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina
ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York.
Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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