Foto: Marangeli Franco |
Por Eduardo Rodríguez Solís
Estaba en una cornisa del piso
setenta. Para abajo, la gente que se movía parecía parte de una comunidad de
hormigas. Y si volteabas para arriba, si no te vencía el vértigo, podías ver
con más precisión las formas de las nubes.
Apoyaba con cuidado las palmas
de sus manos en la cornisa, y trataba de evitar los desechos de las palomas,
animales que tenían diversos colores… Había blancas, grises, azuladas, verdes y
bien campechanas. Y nuestro amigo se reía del término “campechano”, que
significaba colores mezclados.
Respiraba con mucha libertad.
Es que estaba arriba de los humos venenosos de los motores. También sentía sus
ojos ajenos a la “picazón” que se sufre si uno anda sobre aquellos grises pisos,
que se fabrican fuertes como rocas.
Pensaba en ese amor que se le
había ido de las manos. Y aquella mujer de cabellos dorados, que tanto había
querido, se había ido con otro, quedándose él en la soledad aplastante,
desagradable, absurda.
Y cuando sentía que se le
estaban durmiendo las piernas, por la dureza de la cornisa y por el efecto de
su propio cuerpo, movía con cuidado sus asentaderas, no fuera a despegarse
alguna parte de la dichosa cornisa.
Y ese temor se basaba en la
edad del edificio… Cien años era mucho tiempo, y el cemento podía haberse
debilitado… Por eso, los movimientos tenían que hacerse con cautela, con mucha
cautela.
También había que “torear” a
los vientos. Y se reía del término “torear”, que significaba esquivar o
“cabecear”… Un ventarrón fuerte podía terminar con una caída al vacío.
Y, ¿por qué estaba sentado en
esa cornisa? ¿De dónde había salido esa locura?
Había sus razones.
La vida, a sus treinta y tres
años, se había vuelto muy aburrida. No había cosas nuevas, no había sorpresas.
Todo era igual, monótono.
¿Para qué vivir si el dulce
mañana ya no existía? ¿Para qué vivir si los colores y los animales que nos
rodean ya no son los que veíamos en la niñez?
Y hacía esas reflexiones
mientras el minúsculo mundo se movía en diferentes direcciones, allá abajo,
donde se pisaba el frío cemento.
Entonces se levantó en la
propia cornisa, y sintió que una losa se movía, y escuchó el ahhh de la poca
gente que lo observaba.
Y respiró profundamente, y
quiso pedir permiso a sus padres, pero no lo hizo, y vio para arriba y observó
de verdad a algunos ángeles escondidos detrás de las nubes… Y se quiso ir
volando, primero hacia arriba, pero definitivamente se fue hacia abajo.
Y el cuerpo de nuestro amigo se
volvió un bólido. Y en cinco segundos aparecieron en su mente algunas fotografías
de su triste y miserable existencia, y luego sus sentidos se esfumaron y,
gracias a los cielos, no sufrió en carne y hueso los embates del último
encontronazo contra el piso gris.
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina
ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York.
Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
No comments:
Post a Comment