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Andy Rodriguez: Untitled |
Por Eduardo Rodríguez Solís
Es un animal que
se mueve por todos los mares, un elefante del océano. Se hace notar por los
chorros de agua que expulsa hacia arriba… Canta a veces, y su voz es suavemente
sonora… Muchos le tienen miedo… Es la ballena.
Actor o actriz de muchas películas. Apodo
que damos a las mujeres gorditas. Un gran animal que come barcos, cofres de
pirata y, a veces, gente. Mito y leyenda… Es la ballena.
Una vez que andábamos por los litorales
de Puerto Rico, se nos apareció una. Era inmensa. Respiraba como un caballo de
carreras. Y movía con mucha fuerza las aguas del Caribe… Nosotros íbamos en una
lancha que se llamaba Tórtola. El dueño de la embarcación, que era un viejo
holandés, nos habló de la leyenda de la ballena que comía manzanas.
--Las manzanas son la vida –dijo el
viejo.
La ballena del cuento era gris, y tenía
una especie de banda roja en lo que podría considerarse como su cintura. Y ese
detalle de diseño, que le había sido otorgado por los dioses del mar, la hacía
distinta.
Una vez, cuando todavía se dedicaba a
perseguir a su madre, vieron las ballenas unas canastas llenas de manzanas.
Estaban flotando cerca del lugar donde se había hundido un galeón… Las ballenas
empujaron las canastas hasta las rocas inmensas, que formaban un rompeolas, y
comenzaban a alejarse cuando la ballena de la banda roja tuvo ganas de probar
esas frutas rojas…
La ballena descubrió la delicia. Reconoció
un manjar de dioses. Se sintió como en el cielo. El sabor dulce y amargo la
transportaba hacia un mundo nuevo… Y se enamoró de las manzanas…
La ballena se vio obligada a incorporar
esa fruta a su dieta. Y, como mínimo, una manzana a la semana tenía que entrar
a su portentoso cuerpo. Si no lo hacía, el animal de nuestro cuento se sentía
desamparado.
Pero un día, una voz salió de una
manzana. Era la voz de un gusano, que vivía dentro de la fruta…
--Estás destrozando mi casa –gritó el
gusano.
La ballena, que todavía no masticaba la
manzana, echó fuera la fruta… La colocó con cuidado sobre una piedra lisa, y
pudo ver un agujerito, que era la entrada a la casa del gusano.
--Ya no grites. Aquí no ha pasado nada
–dijo la ballena.
La ballena se comió otra manzana, después
de inspeccionarla con cuidado.
Entonces el gusano habló, y contó que él era
un príncipe, el príncipe de un castillo localizado cerca de la nieve, en una
cordillera que llegaba al mar… Un brujo lo había transformado en gusano. El
brujo vivía en una caverna misteriosa… La famosa caverna de los Cuatro Vientos,
que tenía túneles enlazando los puntos cardinales…
El príncipe se había enamorado intensa y
apasionadamente de la hija de un rey que dominaba las colinas más pequeñas de
la comarca. La joven se llamaba Flor de Durazno. Era bella y cantaba viejas
tonadas de caballeros andantes.
La ballena se quedó sin palabras. Ella
era Flor de Durazno y un maleficio del mismo brujo la había transformado en un
cetáceo.
Los dos enamorados hicieron un esfuerzo
enorme para recuperar su idilio, despojándose del maleficio. Despertaron de su
largo ensueño…
Se fueron caminando hasta un arroyo de
aguas claras. Mojaron sus pies, sus manos, se sentaron sobre las rocas. Ella
cantó y él escuchó…
Dulces
palabras
que se
oyen en el campo.
Abran las
puertas
de los
corazones nuestros.
Ha
llegado la hora,
el
momento divino…
En ese momento empezó a llover y el
idilio se vino abajo. El príncipe se convirtió en un gusano, y la princesa,
Flor de Durazno, se transformó en una ballena de banda roja.
El viejo dio unas palmadas al viento.
Quería hacerse notar. Iba a pronunciar unas palabras muy importantes… Dijo
entonces que cuando el hechizo desapareció, los amantes se acercaron a un árbol
de gran diámetro (un tule) y grabaron unos versos sobre la corteza… Trataron de
recoger la historia de su idilio… la noche de invierno en que se conocieron,
cuando caía apenas la nieve de navidad… Siguiendo un camino zigzagueante incrustaron
el diálogo.
Escribe él: En esta noche fría, hay formas de calentar las almas.
Responde ella: Si tú sabes la fórmula, me la dices.
Sueña él: Uno cierra los ojos y se deja llevar por el viento.
Argumenta ella: Cuando hay una buena compañía, las cosas son diferentes.
Dice el príncipe: Cierra los ojos. Pero la acción tiene que ser profunda, absoluta. Y cuando sientas el calor de tu alma sobre la
mía, ya llegaste al ensueño. Porque esto que vivimos es un ensueño.
Afirma ella: Pues yo te entrego mi corazón y todo lo que tengo. Y tú lo tienes que
aceptar, porque tu camino es el mío.
Promete él: Mañana, cuando la nieve se deshaga, cuando el frío se vaya, empezará el
nacimiento de las flores. Y en cada flor estaremos presentes… Como una sola
cosa… Porque somos una sola cosa…
Los dos juntos: Los amantes de este
mundo…
Y otra vez: Los amantes de este mundo…
El viejo sacó una caja llena de pinturas
y otros utensilios… Había que pintar el camino de las palabras amorosas… El
viejo, el gusano y la ballena encontraron pinceles con los cuales todavía se
podía laborar… Y trazaron líneas de colores… nubes, flores, y pájaros volando
hacia el sol…
Los colores aparecían combinados
poéticamente… un arcoíris que coronaba el árbol…
--El árbol del tule está de fiesta –dijo
el viejo… Y antes de que pudiera decir más aparecieron tres bailarinas
cubiertas de flores azules y rojas…danzando sobre las rocas…
También hicieron su entrada triunfal al
escenario unas ranas minúsculas. Eran las ranas coquíes, que vivieron por mucho
tiempo en Puerto Rico, pero que ahora preferían radicarse en cualquier lugar…
Su nombre quería decir “te quiero” en una lengua taína… Cantaban las ranas con
dulce voz… Una canción de amor que alguna vez le dedicaron al cacique…
El canto parecía llegar al cielo…
Atravesaba las nubes, acariciaba las plantas de los pies de los dioses… El
canto comunicaba que todo estaba bien en el mundo de los humanos…
“Coquí-coquí”, cantaban las ranas, y decían “te quiero, te quiero”…
La barcaza La Tórtola se movía entre las
aguas… Se deslizaba con seguridad… El viejo holandés la dirigía con destreza… Aguas
duras y aguas blandas… Subía y bajaba en las aguas plateadas…
La ballena
se movía a la par… A veces parecía un fantasma… Volteaba a donde estábamos y parecía
que nos quería embestir como un toro de lidia.
En
realidad, ya yo no veía una ballena sino un toro frente a mí, que bufaba de lo
lindo echando tierra hacia atrás… Tenía mucha fuerza… Enfilaba sus cuernos y nos
quería ensartar… Torero, el matador, y el toro de lidia… Ole… Ole… Se
escuchaban los gritos desde las gradas…Todo mundo sacaba pañuelos blancos,
porque nadie quería que el toro de lidia terminara silenciado en el matadero…
Había que perdonarle… A los toros bravos se les perdona…
De pronto, la ballena dio la media
vuelta, y nos dio la espalda… Se fue rumbo al horizonte… En silencio, a su
paso, a su ritmo…
El holandés encaminó la barcaza hacia el
rompeolas… Y allí vimos muchas manzanas flotando… Las recogimos, quitándoles el
agua salada… Y desde luego, probamos algunas…
Estaban deliciosas… Dulces a veces, y otras,
agrias… Nos sentimos en la gloria, en la siempre fabulosa gloria…
Con una pequeña red, recogimos más
manzanas… Juntamos cinco docenas… Y nos fuimos hasta el muelle…
Debo añadir algo que resultará
interesante para los amantes de las frutas. El holandés, dueño de la
embarcación, enjuagó las manzanas en su casa, y las sacó al aire para que
reposaran bajo los rayos del sol y luego a la luz de la luna…Una noche, cuando
todo estaba en silencio y se gozaba de una tranquilidad inmensa, se acercaron
dos sombras. Eran la princesa y el príncipe. Cargaban una canasta vacía…En ella
depositaron todas las manzanas, excepto tres que formaban un triángulo…
--El triángulo es la vida –dijo el
príncipe.
--Yo no sabía eso –comentó la princesa.
--Tú nunca sabes nada –concluyó él.
Se fueron por un sendero lleno de piedras…
Las piedras que pisaban provenían del río. Eran planas y brillantes, de color negro,
café y gris…Se detuvieron a medio camino y partieron una manzana… Dentro de la
manzana se movía un gusanito… Se miraron, sonrieron… El príncipe colocó al
gusanito sobre una roca grande… Comieron el alimento dulce y agrio, recuperaron
fuerzas…
Al
poco tiempo, llegaron a las puertas de un castillo transparente. Y se fueron directamente
a la cocina a triturar manzanas… Usando la masa de manzana y un poco de miel de
colmena fabricaron una mezcla muy compacta para llenar frascos vacíos…
Los frascos, pequeñas esculturas de
vidrio, tenían formas muy variadas: elefantes, osos, leones, jirafas… y el
resto de los animales que sobrevivieron el diluvio gracias al Arca de Noé…
Cuando los frascos estuvieron listos, el
príncipe y la princesa los sacaron a la luz, anunciándolos con un cartel: Frascos llenos de amor. Llévese uno. Gratis.
Y se escondieron detrás de un arbolito.
Comenzó el desfile. Pasó un señor que
llevaba leña. No se llevó amor alguno. Pasó un tigre. Se llevó un frasco. Pasó
un niño. Se llevó su frasco. Pasó un oso panda. Se llevó un frasco. Pasó una
señora. No cargó con frasco alguno. Pasó un pájaro azul. Se llevó su frasco…
Y a eso de las seis de la tarde, la mesa
estaba vacía…
El príncipe y la princesa entraron al
castillo, y se sentaron en la banca del patio. Cada uno tomó una hoja de papel
y dibujó escenas casuales sobre animales hechizados.
Hicieron dibujos muy bonitos, que fueron
pegando en las columnas y los muros transparentes…
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado
libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola.
Su cuento San Simón de los Magueyes
ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos
Bracho. Su obra de teatro Las ondas de
la Catrina ha sido representada en
muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en
Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)