Paisaje |
Por Eduardo Rodríguez Solís
Ves una película que sucede
alrededor de una caída gigantesca de aguas. Te observas actor de la misma y
corres por pasadizos de madera y túneles, sintiendo toneladas de agua encima de
ti. Abrazas a una rubia artificial.
Entremiras los paisajes
fabulosos, y con tu imaginación te ves cruzando aquellas caídas de agua. Vas
sobre un cable trenzado de acero. Hace viento y te balanceas de lo lindo.
Imaginas una caída.
Duermes poco y te despiertas
agitado. Observas por una ventana. El sueño-pesadilla no ha sido de tu agrado.
Te consigues un palo largo,
como de escoba, de unos cuatro metros, y te lo pones en la nariz.
Caminas entonces y equilibras
esa vara larga, y ya que dominas la situación, te pones a trabajar en un extremo.
Clavas ahí otro palo y cuelgas algunas cosas, como juguetes o collares, y te
sales a la calle a caminar con salero, equilibrando siempre ese palo largo. Y
ahí vas con tu nariz, sosteniendo ese rimbombante tinglado. Y la gente aplaude
como si fueras un artista de circo.
Entonces piensas en los dioses
del Olimpo y pides que te manden un sombrero de copa. Y ves enseguida que tu
deseo se hace realidad.
Amarras ahora el sombrero de
copa con un mecate o cuerda, y sigues caminando con tu super aparato que se equilibra
con maestría.
Ahora la gente aplaude y
deposita monedas o billetes en tu sombrero de copa.
Te llenas de felicidad porque
sabes que el dinero se necesita. Haces entonces tu caminar más complicado
porque amarras el sombrero a tu cintura y con tus manos libres avientas piedras
al aire, como perfecto malabarista.
Caminas por barrios ricos y
lugares pobres, y la gente sigue apiadándose de ti, y te arroja lluvias de
monedas.
Estás feliz como una lombriz.
Complicas tu acto al encontrar
en tu camino unos patines abandonados. Te vuelves entonces como un hombre araña
que lo puede todo. Te deslizas con gracia.
Esta rutina la repites día tras día, y el contenido de tu sombrero lo
arrojas con estilo dentro de un viejo baúl que tienes en tu casa.
Te haces famoso y sales en la televisión.
Pero un día pierdes el equilibrio
y terminas tu existencia bajo las pesadas ruedas de un tren rápido. Casi no
sientes dolor.
Te vas al cielo y ahí vuelves a
ser el artista de circo de siempre.
Pero ahí, en lugar de billetes
y monedas, te arrojan certificados para adquirir nubes blancas o azules (y te
gusta el extraño sabor de esas nubes).
Cansado de deambular en las
tantas nubes decides probar suerte en otros planetas. Consigues un joven pegaso
que vuela con rapidez y te vas hasta el planeta Marte.
Ahí prosigues con tu show, y la
gente, que tiene un solo ojo, arroja a tu sombrero de mago unos raros cacahuates
dorados, y sabes que esas semillas son un alimento sagrado.
Tu primera noche en aquellas
lejanías, te asomas a una ventana y no hay una luna a la vista. Abres tres
cacahuates dorados y te comes las semillas. Te parecen deliciosas. A menos de
quince minutos te deshaces como si fueras de cera. Terminas tu existencia.
Se inicia en tu todo una
negrura infinita.
Lloras y no puedes.
Se acaba todo, y el pensamiento
se queda congelado en tu último deseo.
El final, que siempre llega, se
hace presente y el ensueño de cruzar las Cataratas del Niágara, moviéndose uno
por un cable trenzado de acero, se desvanece.
Se termina la historia,
quedando todavía mucha tinta dentro del pequeño frasco de la vida.
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos
nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre,
Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de
los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con
guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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