Por Eduardo Rodríguez Solís
Ahí
está. Arriba del Popocatépetl, justamente en la esquina suroeste del cráter.
Ahí, a pocos pasos de la vieja polea que subía y bajaba al malacate o
canastilla, donde se llevaba azufre para los arcabuces y pistolas, en aquellos
tiempos de Hernán Cortés, el Gran Capitán. Ahí está, listo para caer, para no
levantarse, para caer por esa pendiente pronunciada.
Y se
decide, y empieza a deslizarse, dando vueltas como un artista de circo, que
maromea, cayendo siempre, por la pendiente, aumentando la velocidad en esa
caída natural y obligada.
Y va
dando tumbos, como un barril cargado de tierra, viendo hacia arriba y hacia
abajo, sin perder la conciencia en ese tobogán que es la vida, cayendo en las
eternidades, en lo oscuro de la existencia, moviéndose uno a la velocidad del
rayo, sin poder parar, porque en la vida si se cae uno no se detiene, porque la
inercia es infinita.
Al
caer, como se está experimentando, uno ve instantáneas de cosas que han pasado,
porque los recuerdos van saltando, como si brincaran de un sombrero de copa.
Porque entonces uno se convierte en un mago que fabrica ilusiones.
Y la
caída prosigue por las faldas de ese volcán, que está pegado a la Mujer
Dormida, otro accidente topográfico de ese valle que siempre nos ha rodeado.
Y de
pronto, entre maroma y maroma, vamos detrás de nuestra madre, pellizcando con
fuerza su vestido, para no perdernos, en este valle de lágrimas que nos ha
tocado, y vamos por el mercado, comprando y mercando jitomates y cebollas, y
pechugas de pollo, y huevo fresco de rancho lejano. Y brincamos los charcos del
piso de cemento, y nos mojamos las rodillas… Porque la rueda de la fortuna
sigue adelante…
Giros y más giros, y vamos creando vientos y aires. Y aunque a veces
tragamos polvos de los caminos, vamos contentos porque ahora la existencia
depende del azar, de la fortuna. Y la felicidad, con tanta maroma, se vuelve
una rutina feliz, placentera.
Y
ahí vamos, resbalando la vida, saboreando los peligros… Hasta que caemos en un
hoyo que se sospecha profundo…
Ahora, la trayectoria ha dejado de ser inclinada y se ha tornado
vertical. Ya no se toca el terreno, y ahora todo, absolutamente todo, se vuelve
oscuridad… Pero las imágenes de cosas pasadas se siguen sucediendo, como si
fueran una película vieja, rayada, silenciosa. Y vemos a amigos y a enemigos, y
vemos sonrisas y llantos, carcajadas y gestos de dolor.
Y
ahí vamos como un proyectil que nunca para, aumentando velocidades, evitando
riesgos y peligros.
Caemos como un proyectil militar y no sabemos a dónde vamos a llegar… El
principio fue la boca del cráter, la boca del volcán Popocatépetl… El final, no
lo conocemos. Se sabe el primer paso, y se desconoce el punto final.
Pero
de pronto, después de dos largas jornadas, vemos la luz. El paisaje es extraño,
lleno de pagodas y jardines floridos. Estamos del otro lado de planeta. Todo
huele a Oriente, a paz y tranquilidad.
Empezamos a pisar el nuevo destino. La vida nuestra está cambiando. El
sol –dicen-- aquí es distinto.
Camina uno por pisos blandos y uno llega a una casa con paredes de papel
transparente. Hay que sentarse en el suelo, sin cojines abajo. Hay arroz blanco
con pescado crudo, todo salpicado con una salsa muy picante. Con una cuchara de
cerámica hay que comer en absoluto silencio.
Hay
recuerdos de la boca del volcán y casi uno se olvida del nombre… Popocatépetl,
palabra mágica, llena de misterio mexicano…
Y
hay nostalgia aguda por haber dejado aquel mundo surrealista, aquel universo
azteca. Pero hay una esperanza viva en el otro lado del planeta, donde hay un
nuevo sol, que quizás cambie el sino de cada quien.
Y se
ve, a lo largo del horizonte, una larga fila de creyentes de los dioses viejos
o nuevos. Por sus ademanes, se puede creer que rezan o ruegan a media voz. Y
todo esto lo hacen en las alturas, muy cerca de las nubes, como si estuvieran
en la boca del cráter del eternamente amado Popocatépetl.
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha
publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista
Mester, del Taller de Juan José
Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en
muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en
Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
Eduardo, acabo de publicar su post, esta muy lindo, gracias!!!
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