Por Eduardo Rodríguez Solís
Iba José
Francisco volando. Y con su propia
fuerza, sin impulsores artificiales, daba vueltas cerca de las estrellas, y
seguía adelante.
No se
sabía la ruta, y se desconocía el objetivo.
Y su
volar era como vivir, pues no se sabía el final definitivo.
Pero
hizo una pausa ante los ojos de un viejecillo que recogía piedras, en la parte
Sur de una estrella fugaz.
Las
piedras que se echaban en una bolsa de colores eran picudas y redondas, y
algunas tenían formas de animales.
Con todo
ese pesado cargamento, y con barro que dejó un asteroide, pensaba el viejo
hacer una barda para marcar sus dominios.
Y esta
cosa le parecía a José Francisco un absurdo, ya que el viejo de las piedras era
el único habitante de la estrella Margarita (ah, porque ese planetito tenía su
nombre).
--Hago
la barda, rodeando el espacio que ocupo. De tal forma, si llega un extraño,
sabrá que hay límites –dijo el Viejo.
Entonces
José Francisco se elevó y buscó otro lugar en el espacio. Y, detrás de tres
estrellas de color amarillo, encontró un planeta alargado, que tenía palmeras a
los lados.
--Aquí
encontraré la paz –se dijo José Francisco.
Pero de
un agujero, que se tapaba con una roca plana, se asomó una mujer con cabello
afro.
--Aquí
no eres bienvenido –dijo la mujer, al terminar de salir del agujero.
--Es que
necesito descansar –dijo José Francisco.
--El
espacio sideral es muy grande, y en las estrellas y en los planetas
desconocidos no se paga renta… Vete de aquí, antes de que te eche a patadas
–dijo la mujer del pelo afro.
José
Francisco entonces se puso a llorar.
La mujer
cambió y mostró una sonrisa, y dijo que las lágrimas de José Francisco las iba
a poner en un frasco… Y trajo entonces un frasco transparente, de vidrio verde
claro.
--Aquí
pondremos tus lágrimas –dijo la mujer.
Y, con
cuidado, recogió las lágrimas.
Cuando
el frasquito se llenó, dijo que ese líquido era bueno para dormir a “pierna
suelta”.
--Te lo
frotas en los párpados, y ya está –dijo la mujer de pelo afro.
José
Francisco voló de nuevo, pero perdió su camino, y empezó a pasar por lugares
conocidos… Hasta que aterrizó en su propio planeta.
Tomó las
sales que lo hacían volar, y que traía en una bolsita bordada, y vació el
contenido en un estanque de aguas claras.
Se
restregó los ojos y se alborotó su cabello. Y, con estos actos, echó a los
olvidos los deseos de andar volando sin saber a dónde ir.
Eduardo
Rodríguez Solís (Camino Real, D.F.). Publica teatro, novela, ensayo, cuento.
Primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Tiene
premios por Banderitas de papel picado,
Sobre los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco, El señor que vestía
pulgas. Su cuento San Simón de los
Magueyes fue premiado y llevado al cine, con la dirección de Alejandro
Galindo y con un guión de Carlos Bracho. Su obra Las ondas de la catrina ha sido representada en muchos países y en
Broadway tuvo éxito. Radica en Houston, Texas (erivera1456@yahoo.com).
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