Por Eduardo Rodríguez
Solís
Un niño avienta con fuerza una piedra y
rompe el vidrio de una ventana.
Un hombre gordo sale a ver qué pasa y, al
descubrir al chamaco, corre detrás de él. Pero el infante le gana la carrera y
se trepa hábilmente en un árbol inmenso.
El niño brinca de rama en rama y va
subiendo, hasta llegar a lo más alto del árbol.
El hombre gordo, con algo de torpeza, se
trepa a las primeras ramas del ahuehuete, pero pierde el equilibrio y se va volando
hacia el suelo.
El niño, desde arriba, observa la escena,
y el hombre gordo parece como muerto.
Cuando llega la noche y empieza el frío,
el niño desciende del ahuehuete y se percata que el hombre gordo está vivo.
Despavorido, el chamaco corre a su casa,
y al rato viene cargando una cobija que extiende sobre el cuerpo del hombre
gordo.
--Ojalá y no se muera –dice para sí el
niño.
Pero el hombre gordo no se muere. Pasa la
noche bien calientito
Y, bien temprano, el hombre gordo anda de
casa en casa, mostrando la cobija “salvadora”. Quiere saber quién se ha
apiadado de él.
Hasta que llega a la casa del niño “que
rompe ventanas”.
La madre, que está haciendo de comer,
identifica la cobija como suya… El padre está cortando leña… Y el “famoso
rompedor de ventanas” va llegando a la casa cargando dos cubetas llenas de
agua.
Los dos hombres hablan y, como no hay
dinero para pagar el vidrio roto, se conviene que el chamaco vaya tres veces a
cortar las yerbas malas que salen alrededor de la casa de la ventana rota.
Y, de mala gana, el niño empieza a pagar
su castigo.
Y resulta que un día, el dueño de la casa
de la ventana rota, andando por el bosque, se cae en una trampa para osos, y no
puede salirse.
Grita y grita y nadie le hace caso. Hasta que el chamaco rompedor de
ventanas se da cuenta del accidente.
Y con dos cuerdas amarradas como
escalera, el hombre gordo puede salir del tremendo hoyanco.
Entonces la deuda del castigo es borrada,
y hasta el chamaco recibe quince reales adicionales como recompensa.
Con ese dinero, el niño le compra un
vestido azul a su mamá, y al papá le toca un sombrero de lona para la lluvia y
el sol.
Y el chamaco sigue con su juego de romper
ventanas. Pero ese juego lo practica ahora sólo en sueños y en ensueños.
Ganas le dan al niño de romperle todo lo
que fuera al hombre gordo, pero quiere mantenerse al margen.
--Ahora, gracias a los cielos, soy un
niño educado y buena gente –se dice el chamaco, mientras ve el vuelo de los
pájaros.
El hombre gordo decide volver su casa un
sitio más oscuro, donde no entra el sol, y esto lo hace “por si las moscas”.
Y parece que el hombre gordo vive en el
corazón del pueblo grande, donde quien tiene ventanas a las calles, paga
impuestos por la libertad de ver lo verde de la natura. Y todo “por si las
moscas”, y por no querer dar dineros a los gobernantes.
Hace el hombre gordo pedazos los marcos
de la única ventana y hace trizas rectángulos de vidrio. Y con ladrillos rojos,
recién cocidos, y con buen cemento, tapa bien ese hueco.
Y unos días después de esto alguien tiene
la feliz idea de inventar un acto de protesta. Con pintura negra, y con trazos
bien definidos, se hace sobre lo que era el hueco de la ventana, una estrella
doble y la palabra “bum”.
Y esta locura se queda por secula
seculorum (para siempre) en la casa del hombre gordo.
Y hasta se llega a conocer esa casa como
“La casa de la estrella”.
Eduardo Rodríguez Solís (México D.F.)
ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la
revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido
reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El
señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha
sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos
Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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