Por Eduardo Rodríguez
Solís
El vivía al pie del cerro del
Chiquihuite. Y ahí se subía cuando necesitaba estar cerca de los dioses
antiguos.
Eran tan extraños los nombres de estos príncipes de los cielos, que
no se los sabía. Pero eso a él no le importaba, ya que aseguraba que todos eran
sus amigos.
Y cuando se trepaba a ese cerro, y cuando
sentía los vientos que le alborotaban los cabellos, se creía lleno de
tranquilidad. Y era entonces cuando respiraba con amplitud. Y ya que sus
pulmones estaban abarrotados de aire frío o caliente, ya que experimentaba las
manos cosquilleantes, cerraba los ojos con fuerza y rápidamente, un tigre se le
acercaba y él, sí, él, sentía protección.
Porque el tigre, sea de la montaña o de
la selva lejana, era un dios menor, que era como una medicina que llegaba de
los cielos.
Entonces el hombre se sentía seguro, y
ese hombre mismo se volvía, de verdad, un tigre.
Luego venía la caminata alrededor del
cerro del Chiquihuite.
Dos tigres se movían a la par, y uno
cuidaba al otro.
Esa era la ley… Uno se volvía la sombra
del otro.
Y sucede que un día hubo gran alboroto en
el Estadio de los dioses, y el tigre creado por la imaginación, tuvo que
regresar a su Edén, y el hombre se quedó
entonces solo y triste.
Pero de los cielos bajaron tres pájaros
cardenales, y quisieron llevarse al hombre solitario. Y el hombre se hizo de
sus propias alas y se fue volando con sus amigos cardenales.
Y cuando atravesaron varias terrazas de
nubes, llegaron a su destino.
Ahí, el hombre se quitó sus incómodas alas y, después de un
rato, encontró a su tigre, el que lo acompañaba en las alturas del cerro del
Chiquihuite.
Y en una ceremonia con toques muy
antiguos, se hicieron cortes con un pedazo de obsidiana y, con sangre, sellaron
su amistad.
Y con el líquido sobrante, que escurría a
cuentagotas, se pusieron a pintar el tronco de un árbol que parecía “La planta
de la vida”.
El árbol pudo crecer gracias a esa
vitamina vital, y llegó a acariciar a muchos planetas. Y, desde esos mágicos
días, la galaxia cambió du carácter… Ahora era una galaxia bondadosa y muy
amigable. Permitía la mezcla de humanos con animales. Y este adorable y único
rasgo de planetas cercanos y lejanos quedó inscrito en las páginas del Libro de
la Vida.
Y aunque no se crea, arriba del cerro del
Chiquihuite, en la Tierra, se erigió una pirámide que se volvió centro
ceremonial. Y en uno de sus túneles, en el que corre de Norte a Sur, se
colocaron dos tigres labrados en basalto. (Ahí los enamorados encienden
veladoras a favor de la pasión. Y ese acto primitivo ha sellado con fuerza los
amores casi perdidos.)
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha
publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la
revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido
reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El
señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha
sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos
Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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