Por
Eduardo Rodríguez Solís
El
viejito hacía florituras con un balón de soccer. Con un pie aventaba la bola
para arriba y luego la botaba varias veces sobre su cabeza… Después, dejaba que
el balón resbalara sobre su espalda y… Zas… La aventaba para arriba nuevamente.
Todo esto lo hacía al lado de su canasta, donde tenía banderas de
algunos países que competían en la Copa del Mundo. Vendía estos objetos a
precios “regalados”.
Este extraño personaje traía, colgado al cuello, un radio de
transistores que sonaba con mucha claridad. Ahí, se repetía y se repetía, una
interpretación muy buena de “Corcovado”, de Antonio Carlos Jobim. Varios
artistas rasgaban con fineza sus guitarras… Bella y tonificante música carioca…
--Pues nosotros ahora nos vamos al Corcovado. Queremos estar cerca de
ese Cristo inmenso, que se puso encima de la montaña –dijimos con algo de
alegría.
--Es la montaña del Corcovado, que en español es “jorobado” –dijo el
Viejo.
Supimos
entonces, por boca del viejo, que ese Cristo primero se iba a esculpir con las
manos ocupadas. En una mano iba a llevar el mundo entero, y en la otra iba a
sostener una cruz. Pero, el escultor francés optó por poner al Redentor con los
brazos abiertos, como protegiendo a Río de Janeiro.
Y
se edificó primero la base de ocho metros de altura, desarrollando después al
Mesías con treinta y ocho metros de altura.
Y
se hizo una terraza con un barandal.
El
fabuloso proyecto se hizo en cinco años, y el doce de octubre de 1930 se
inauguró la obra, y desde Italia se iba a activar un switch y las ondas iban a
viajar hasta Brasil, para iluminar al Redentor. Pero el experimento de Marconi
falló a causa de una tormenta, y la iluminación del Cristo del Corcovado se
hizo entonces desde el propio Brasil.
El
viejo que hacía gracias con el balón de futbol, el mismo que vendía banderas,
sacó entonces un frasco que contenía unos pedazos de piedra. Era lo que quedó
de un dedo que perdió la prodigiosa estatua.
--Fue cuando hubo una tormenta eléctrica y muchos rayos cayeron sobre
Río de Janeiro.
Entonces nosotros tocamos aquellos restos del dedo del Redentor.
El
viaje hacia el Cristo del Corcovado costó su trabajo. El camino, que zigzagueaba,
casi no tenía fin. Pero el pequeño ferrocarril eléctrico llegó a su meta.
Y
cuando nos pusimos a observar el paisaje nos llenamos de una energía vitalizadota.
Y
cuando vimos a la gente que se movía allá abajo, comprobamos que al lado del
Redentor, ahí, en el Corcovado, todos éramos iguales y no había ningún tipo de
distinciones. Todo estaba en franco equilibrio.
Pensamos entonces que el malinchismo está en todos lados… No es un mal
de los mexicanos, sino un defecto del mundo entero.
Ese
Cristo Redentor había sido esculpido por alguien que nació en Francia (Paul
Landowski), en lugar de un artista absolutamente brasileño.
Pero así somos. Desconocemos los valores propios. Somos malinchistas de
corazón.
Viajamos para conocer mundos nuevos y compramos tenis fabricados en
Polonia, China o Estados Unidos. Y regresamos a nuestro país y nos olvidamos
del “huarache”, que también te puede llevar muy lejos… Hasta más arriba del
Corcovado.
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros
de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester,
del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales
por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella
vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su
cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al
cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las
ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en
Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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