Por
Eduardo Rodríguez Solís
Emilio Cazador, niño de nueve años, se quedaba solo en su casa, y se
entretenía viendo a los pájaros que volaban de un árbol a otro.
Luego, cuando sentía desesperanza en sus manos y en su cuerpecito, se
subía al cerro que estaba atrás de su casa. Y ahí buscaba y encontraba piedras
que podían ser buenos proyectiles. Y las iba guardando en un agujero que tenía
cerca del arroyo.
Y
al mediodía, después de comer alguna manzana y unas zarzamoras, corría a su
escondite y echaba unas piedras en una canasta que tenía forma de rana.
Se
trepaba entonces a un árbol muy alto, con todo y canasta, y desde arriba
empezaba a aventar sus piedras, procurando siempre golpear los troncos de
algunos árboles…. Pero se aburría y no sabía buscarse algún entretenimiento
distinto.
Hasta que un día tuvo la feliz ocurrencia de empezar a romper vidrios de
las ventanas de algunos vecinos.
Y
esta locura lo tranquilizaba y lo hacía inmensamente feliz.
Su padre, que llegaba muy tarde de su
trabajo de minero, una vez llegó a su casa con un cartel que había desclavado
de un árbol. Ahí, se ofrecía una recompensa por los datos de alguien que andaba
rompiendo vidrios.
--¿Tú, qué sabes de eso? –preguntó al pequeño Emilio Cazador.
Y
Emilio Cazador se quedó callado, y sus orejas se pusieron rojas.
Al
fin, el niño confesó su travesura y prometió no volver a romper vidrios.
--Voy a tener que delatarte –dijo el papá de Emilio Cazador.
Emilio Cazador, desconsolado, observó los
ojos de su padre y no supo decir una sola palabra.
Y
dicho y hecho, el minero puso algunos letreros junto a algunos carteles que
denunciaban la travesura.
Y a
poco, el minero tuvo que sacar de una jarra de barro la mitad de sus ahorros.
Había que pagar dieciséis ventanas rotas.
Luego, por consejo de un vecino que se llamaba Joaquín Smart, el minero
puso un castigo a su hijo Emilio. (Este señor Smart veía siempre con malos ojos
al Emilito Cazador. Con decirles, amigos lectores, que una vez que vio a Emilio
comiéndose una manzana, recogida en sus terrenos, lo corrió a gritos y
sombrerazos de su propiedad.)
El
castigo hacia el niño era tremendo. Con piedras traídas del río y la ayuda del
barro, tenía que hacer una barda divisoria entre la propiedad del minero y los
terrenos de Joaquín Smart.
El
pobre de Emilio Cazador se pasó el verano completo haciendo la obra, y al
concluir terminó con terrible dolor de espalda.
Pasó el tiempo, y la locura de romper vidrios de ventanas ya pertenecía
al pasado del niño Emilio Cazador.
Pero una noche, que el niño Emilio miraba las estrellas, supo
comunicarse con algún dios travieso (que a veces los hay detrás de alguna
nube), y mencionó la fea palabra venganza.
Y
un día, en aquella comarca de casitas con techos de dos aguas, sobrevino un
temblor de siete grados. Estuvo fuerte la sacudida. Pero no hubo heridos, y los
únicos daños materiales sucedieron en la casa de Joaquín Smart, quien había
aconsejado el castigo hacia el niño Emilio Cazador.
Todos los vidrios de sus ventanas se hicieron añicos, y hasta sus copas
de vino se volvieron polvo de vidrio.
Qué
cosas que pueden hacer los benditos dioses…
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros
de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester,
del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales
por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella
vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su
cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al
cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las
ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en
Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)