Por Eduardo Rodríguez Solís
Era
un enanito aventurero y audaz. Traía en la cabeza, de noche y de día, un dedal,
como los que usaban las abuelitas en su costura, y llevaba siempre, a la mano,
un alfiler con punta afilada y bolita de plástico en el otro extreme.
Con
el dedal se cuidaba la cabeza, pues el dueño de la casa donde deambulaba, comía
ciruelas y aventaba las semillas al suelo… Y esto, a veces lo hacía con fuerza
o con rabia… Y el dedal era entonces como un casco de futbol americano, que
atenuaba los golpes de lo lindo…
Y
con el alfiler picoteaba a los gatos, que a veces lo correteaban, y que eran
una docena, sin contar a los mininos que llegaban como invitados a la hora de
la comida…
Es
que este Rupercio, el dueño de la casa, servía comida gatuna en raciones
grandes.
Pero un día soleado, Chico Chiquito, el enano de nuestro cuento, se fue
a bañar a la fuente de azulejos azules,
que era casi propiedad privada de unas ranitas.
Y
Chico Chiquito dejó su casco y su espada en una hendidura de la fuente.
Y
un loco caracol, que coleccionaba de todo, desapareció o robó estas cosas de
metal que le daban protección al enanito.
Entonces, al terminar Chico Chiquito su sabroso baño se sintió muy
miserable sin sus armas protectoras… Ya no tenía su espada puntiaguda, con la
que les picaba la panza a los gatos que lo perseguían, y ya no tenía su casco
protector de los proyectiles que salían de las ciruelas.
Y
su primera noche después de esto fue una tragedia para Chico Chiquito, el enano
de nuestro relato… No pudo cerrar los ojos para caer en un placentero sueño. Se
sentía desprotegido. Le caían en la cabeza las semillas de ciruela, y casi le
perforaban el cuero cabelludo. Y los gatos, conocidos o extraños, lo perseguían
y Chico Chiquito no podía picarles la panza.
Pero donde las cosas se pusieron al rojo vivo, fue en la casa de los
caracoles. El caracol mayor, el que se creía el mero mero de esa familia, el
caracol loco, había llegado a su casa convertido en un “gato con botas”. Traía
un dedal en la cabeza y levantaba muy arriba un alfiler de costura, que era
ahora su espada de mosquetero.
Pero la esposa del caracol, se puso sus pantalones y empujó al loco
caracol fuera de la casa, y lo obligó a devolver ese casco y esa espada que no
le pertenecían.
Entonces, antes de que cantara el viejo gallo, el enanito Chico Chiquito
ya estaba de nuevo con su casco bendito y su alfiler mágico.
Y
cuando tuvo sus amados enseres a la vista, les dijo: “¿Dónde andaban, amigos míos?”
Y el dedal y el alfiler se guiñaron entre sí un ojo, como diciendo: “Estábamos
muy cerca y muy lejos… Pero ya estamos aquí, cerca de tu corazón.”
Entonces, Chico Chiquito suspiró tan profundamente que, estando al
principio de una escalera, perdió el equilibrio y se fue rodando, escalón tras
escalón.
Caía estrepitosamente, pero estaba feliz como una lombriz.
Se
carcajeaba como una hiena, y transmitía su felicidad a enanos, a gigantes, a
los animales del bosque y a todos los árboles, plantas y flores que se veían
por todos lados.
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha
publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la
revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos
nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los
orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El
señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha
sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos
Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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