Por Eduardo Rodríguez Solís
José Luis tomó el misal que se
caía de viejo y lo abrió a la mitad. Había una hoja teñida de amarillo por el
tiempo, donde se dibujaba una oración.
Concentró su mirada en las
palabras e hizo una lectura muy teatral, muy del teatro de Shakespeare, en voz
alta: “Suplicámoste, Señor, que, por la intercesión de tus santos mártires
Vito, Modesto y Crescencia, concedas a todos los fieles santos horror a la
mundana sabiduría, y gracia, para hacer cada día nuevos progresos en aquella
santa humildad, que tanto os agrada, a fin de que, huyendo y menospreciando
todo lo malo, se apliquen libre y generosamente a practicar todo lo bueno. Por
nuestro Señor Jesucristo. Amén.”
Dudó luego en ponerse sus
extraños anteojos, con minúsculas perforaciones para ver la verdad y nada más
que la verdad, y decidió mejor salir de su casa con los ojos libres.
Se plantó, como siempre, al
lado de un roble inmenso, y se puso a esperar el milagro de todos los días.
Y vino entonces la
reconstrucción de los hechos de esta historia.
Un día, estaba José Luis en el
mismo lugar, cuando tuvo ante sus ojos a una mujer que más bien parecía modelo
de ropas super modernas. La figura se acercaba, trotando. Era una negra de las
que se denominan “pico de águila”. Su nariz era delgada, medio chatita, y sus
labios no eran carnosos y salidos, como la mayoría de “la gente de color”. Era
lo que se llama “una belleza occidental”.
Su figura, su cuerpo, tenía sus
curvas muy finas y harto sensuales. Ah, pero su cabeza era distinta. El pelo
era corto, como de muchacho, y tenía franjas que daban toda la vuelta, con
colores distintos. Verde bandera, naranja, azul celeste, rojo sangre y una
rodaja, hasta arriba, de color amarillo.
Parecía, claro que sí, una
princesa de un castillo encantado.
Sonreía a veces, y de su boca
se asomaba una dentadura perfecta.
José Luis no podía casi
respirar. Esa aparición era milagrosa. Y pensaba que sus impresiones eran
semejantes a las que tuvo Juan Diego ante la virgen de Guadalupe.
Pero las cosas eran distintas.
La virgen del Tepeyac, la idolatrada imagen mexicana correspondía a la santidad,
y la negra “pico de águila” era otra cosa, a lo mejor la imagen o el símbolo del
amor, que se añora y que no se tiene.
Cuando la dichosa aparición se
fue alejando, cuando casi se perdió en la esquina de la calle, José Luis trató
de acomodar las piezas de un rompecabezas para asegurarse de que esta mujer
hermosa, singular, vestía la misma ropa de una gordita que siempre pasaba
corriendo por su calle. Y entonces pensó que su imaginación había confundido
las imágenes.
En un ensueño o un acto real
había tenido ante su vista, unas dos semanas atrás, a una negra extravagante, con
el cabello corto y pintado en franjas de colores. Claro. Eso es lo que había
pasado… La figura de la gordita que corría se había transformado en esa mujer
exuberante, de alma africana… Y todo, gracias a la imaginación.
Al día siguiente pasó lo mismo.
Y todo se repetía de igual forma. Pero el comportamiendo de la negra “pico de
águila” parecía diferente, ya que cuando pasó junto a José Luis, iba la bella
mujer cantando una balada de Juliette Gréco, mientras arrojaba cuadritos de
papel azul.
En los pedacitos de papel había
cuatro palabras que se repetían. Y juntando los trozos se leía la frase: “Vive
el camino azul.” Y esa frase que se tenía que adivinar tenía mucho que ver con
la tristeza (porque azul es tristeza).
Extrañado por lo que le estaba
pasando, y siguiendo la recomendación de un amigo, José Luis se fue a ver a una
oftalmóloga, quien se puso a revisar sus ojos con una tecnología muy avanzada.
Al finalizar el examen, la
doctora Voltaire (que se llamaba como el escritor y visionario francés) le dijo
a José Luis que él sufría del Mal de San Vito Número 8. Y le dijo que le iba a
dar unos anteojos especiales, que no tenían ningún tipo de aumento, sino unos
agujeritos que ayudaban a que su mirada no se diseminara.
--Con esos anteojos ya no podrá
tener esas visiones –dijo la doctora Voltaire.
Dicho y hecho. Con ese remedio
desapareció la imagen de la hermosa negra del pelo multicolor.
José Luis siguió con sus
observaciones matutinas. Todos los días se ponía sus anteojos especiales, y
siempre veía la simpática figura de la gordita que corría. Pero a veces, veía
las cosas sin los anteojos, y la belleza de la negra “pico de águila”
alimentaba su alma.
Cuentan (porque siempre hay
cuenteros en esta vida) que José Luis, por los azares del destino, se enamoró
de la gordita corredora.
Y la boda, señores, fue todo un
evento. Vinieron príncipes y princesas de todo el mundo. La gordita vestía de
rosa y José Luis llevaba un frac de color miel. Ella lucía un maquillaje como
el que exhiben las artistas de cine, y él, a veces se ponía sus anteojos de
agujeritos que usaba para atenuar los efectos de las cataratas.
José Luis estaba feliz con sus
dos novias: la gordita, a quien veía con sus anteojos y la bella negrita del
pelo multicolor, a la que observaba muy bien con sus ojos libres.
El viejo misal, con la oración
de los santos mártires, siempre estuvo en el bureau, al lado de la gran cama donde dormía la pareja: el hombre,
con su personalidad fija, y la mujer, dueña de dos naturalezas diferentes (como
si fuera la luna de los poetas).
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Su cuento San Simón de los
Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con
guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las
ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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