Monday, August 6, 2012

VITO, MODESTO Y CRESCENCIA







Por Eduardo Rodríguez Solís


      José Luis tomó el misal que se caía de viejo y lo abrió a la mitad. Había una hoja teñida de amarillo por el tiempo, donde se dibujaba una oración.
      Concentró su mirada en las palabras e hizo una lectura muy teatral, muy del teatro de Shakespeare, en voz alta: “Suplicámoste, Señor, que, por la intercesión de tus santos mártires Vito, Modesto y Crescencia, concedas a todos los fieles santos horror a la mundana sabiduría, y gracia, para hacer cada día nuevos progresos en aquella santa humildad, que tanto os agrada, a fin de que, huyendo y menospreciando todo lo malo, se apliquen libre y generosamente a practicar todo lo bueno. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.”
      Dudó luego en ponerse sus extraños anteojos, con minúsculas perforaciones para ver la verdad y nada más que la verdad, y decidió mejor salir de su casa con los ojos libres.
      Se plantó, como siempre, al lado de un roble inmenso, y se puso a esperar el milagro de todos los días.
      Y vino entonces la reconstrucción de los hechos de esta historia.
      Un día, estaba José Luis en el mismo lugar, cuando tuvo ante sus ojos a una mujer que más bien parecía modelo de ropas super modernas. La figura se acercaba, trotando. Era una negra de las que se denominan “pico de águila”. Su nariz era delgada, medio chatita, y sus labios no eran carnosos y salidos, como la mayoría de “la gente de color”. Era lo que se llama “una belleza occidental”.
      Su figura, su cuerpo, tenía sus curvas muy finas y harto sensuales. Ah, pero su cabeza era distinta. El pelo era corto, como de muchacho, y tenía franjas que daban toda la vuelta, con colores distintos. Verde bandera, naranja, azul celeste, rojo sangre y una rodaja, hasta arriba, de color amarillo.
      Parecía, claro que sí, una princesa de un castillo encantado.
      Sonreía a veces, y de su boca se asomaba una dentadura perfecta.
      José Luis no podía casi respirar. Esa aparición era milagrosa. Y pensaba que sus impresiones eran semejantes a las que tuvo Juan Diego ante la virgen de Guadalupe.
      Pero las cosas eran distintas. La virgen del Tepeyac, la idolatrada imagen mexicana correspondía a la santidad, y la negra “pico de águila” era otra cosa, a lo mejor la imagen o el símbolo del amor, que se añora y que no se tiene.
      Cuando la dichosa aparición se fue alejando, cuando casi se perdió en la esquina de la calle, José Luis trató de acomodar las piezas de un rompecabezas para asegurarse de que esta mujer hermosa, singular, vestía la misma ropa de una gordita que siempre pasaba corriendo por su calle. Y entonces pensó que su imaginación había confundido las imágenes.
      En un ensueño o un acto real había tenido ante su vista, unas dos semanas atrás, a una negra extravagante, con el cabello corto y pintado en franjas de colores. Claro. Eso es lo que había pasado… La figura de la gordita que corría se había transformado en esa mujer exuberante, de alma africana… Y todo, gracias a la imaginación.
      Al día siguiente pasó lo mismo. Y todo se repetía de igual forma. Pero el comportamiendo de la negra “pico de águila” parecía diferente, ya que cuando pasó junto a José Luis, iba la bella mujer cantando una balada de Juliette Gréco, mientras arrojaba cuadritos de papel azul.
      En los pedacitos de papel había cuatro palabras que se repetían. Y juntando los trozos se leía la frase: “Vive el camino azul.” Y esa frase que se tenía que adivinar tenía mucho que ver con la tristeza (porque azul es tristeza).
      Extrañado por lo que le estaba pasando, y siguiendo la recomendación de un amigo, José Luis se fue a ver a una oftalmóloga, quien se puso a revisar sus ojos con una tecnología muy avanzada.
      Al finalizar el examen, la doctora Voltaire (que se llamaba como el escritor y visionario francés) le dijo a José Luis que él sufría del Mal de San Vito Número 8. Y le dijo que le iba a dar unos anteojos especiales, que no tenían ningún tipo de aumento, sino unos agujeritos que ayudaban a que su mirada no se diseminara.
      --Con esos anteojos ya no podrá tener esas visiones –dijo la doctora Voltaire.
      Dicho y hecho. Con ese remedio desapareció la imagen de la hermosa negra del pelo multicolor.
      José Luis siguió con sus observaciones matutinas. Todos los días se ponía sus anteojos especiales, y siempre veía la simpática figura de la gordita que corría. Pero a veces, veía las cosas sin los anteojos, y la belleza de la negra “pico de águila” alimentaba su alma.
      Cuentan (porque siempre hay cuenteros en esta vida) que José Luis, por los azares del destino, se enamoró de la gordita corredora.
      Y la boda, señores, fue todo un evento. Vinieron príncipes y princesas de todo el mundo. La gordita vestía de rosa y José Luis llevaba un frac de color miel. Ella lucía un maquillaje como el que exhiben las artistas de cine, y él, a veces se ponía sus anteojos de agujeritos que usaba para atenuar los efectos de las cataratas.
      José Luis estaba feliz con sus dos novias: la gordita, a quien veía con sus anteojos y la bella negrita del pelo multicolor, a la que observaba muy bien con sus ojos libres.    
      El viejo misal, con la oración de los santos mártires, siempre estuvo en el bureau, al lado de la gran cama donde dormía la pareja: el hombre, con su personalidad fija, y la mujer, dueña de dos naturalezas diferentes (como si fuera la luna de los poetas).
     

Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)

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