Foto: Eduardo Rodríguez Solís |
Por Eduardo Rodríguez Solís
La
bruja ya tiene mucho tiempo conmigo. Primero andaba en el coche, colgada del
espejo. Me acompañaba a todas partes y era difícil dialogar con ella. Es que se
trataba de una bruja de juguete, de trapo.
Su
capucha y todo su vestido son negros. Y en la mano derecha lleva una manzana.
Es que es, ni más ni menos, la bruja de Blanca Nieves.
Según su etiqueta fue hecha en Tailandia. Cosa rara, porque casi todas
las cosas que nos rodean son fabricadas en China. Qué le vamos a hacer.
Aquellas gentes de Oriente (todas) hacen todo. Por eso su economía ha crecido.
En cambio nosotros dormimos siempre la siesta del fauno.
La
bruja tiene una verruga bien grande. Es parte de su personalidad. Sus ojos
están siempre abiertos al máximo. Aquí no hay pestañeos.
Yo la
conocí en el cine, pues varias veces me llevaron a ver esta película de Walt
Disney. Me pareció un personaje muy malo, muy descarado. Y cuando aparecía en
escena, yo subía mis piernas a la butaca, pues pensaba que la bruja me podía
pellizcar por debajo.
En
esa época de mi niñez dejé de comer manzanas. “Si me meriendo una de esas
frutas, a lo mejor me quedo dormido toda la vida”, le dije una vez a una niña
vecina… Ella enseguida me dijo que las cosas del cine eran asuntos de la
fantasía.
Yo
jugaba con mis pensamientos. Blanca Nieves era mi linda vecina y yo era el
príncipe que la iba a despertar con un beso… El bosque de nuestra historia era
inmenso y fácilmente te podías perder ahí.
--Te
voy a enseñar un escondite –me dijo la niña Ángeles--. Arriba de esa montaña
hay una cabaña abandonada. Dentro, hay pinturas muy bonitas.
En
mi imaginación nos fuimos corriendo un día de mucha lluvia. Íbamos con la ropa
empapada. Había mucha emoción en nuestros corazones. Y todos esos cuadros que
vimos nos fascinaron. Pero Ángeles se quedó muda ante un paisaje que tenía al
fondo una cascada.
--Algún día vamos a llegar a ese lugar –le dije--. Entonces vamos a
subir hasta las últimas rocas, y desde ahí nos aventaremos por la fresca
corriente.
--Pero siempre nos persigue la bruja –dijo ella--. Ella nos observa con
esos ojos que siempre están abiertos. Es como un detective que trae una lupa en
la mano.
--Con esa lupa ve hasta los insectos –decía yo.
Nunca estuvimos juntos Ángeles y yo viendo la película de Blanca Nieves.
Éramos vecinos, pero pertenecíamos a clases distintas. Ellos eran de sangre
europea, y yo tenía mucho de indio azteca. Pero uno era propietario de su
propia imaginación, y ahí, uno era el rey y soberano. Y uno hacía y deshacía
con los pensamientos. Entonces sacaba de la cabeza serpentinas de colores.
Había tiras rojas, amarillas, azules, del color que fuere…
Tronaba uno los dedos y uno se volvía como un Houdini extraordinario. Y
si uno deseaba que el cielo fuera color de rosa, se volvía de ese color. Uno
entonces caminaba con una varita mágica… Dios… Uno era Dios… Como los
escritores, como los pintores de altos vuelos.
Un
día la dichosa bruja me cerró un ojo, como diciendo, “cuidado, que aquí viene
una sorpresa”. Yo me alboroté demasiado y me fui corriendo a un parque, y me
senté en una fuente.
Llegó por ahí un vendedor de “alegrías”. Yo compré una. Eran como dos
plaquitas dulces, como una tostada, con una embarrada de cajeta en medio.
(Bocado de cardenal.)
Yo
pregunté por qué se llamaban esas golosinas “alegrías”. Y el viejito me dijo
que esos bocados estaban llenos de verdad, de alegría.
--Antes, en los velorios, se repartían estas golosinas –dijo el viejo.
Mientras todo eso pasaba, me pude dar cuenta que la bruja de Blanca
Nieves estaba enjuagando su manzana en la fuente. Y, extrañamente, el líquido
fresco y transparente se volvía plateado.
--¿Qué andas haciendo? –le pregunté a la bruja.
El
personaje de Walt Disney se llenó de enojo y me sacó la lengua.
Yo
metí la mano al agua y le aventé un salpicón. Y ella, la brujita, se esfumó,
dejando en el aire unas burbujas como de jabón.
Me
fui entre los árboles y busqué a esa amante de las manzanas, pero no había
rastros. La bruja encantada, con su ropa toda negruzca, con su cara de maldosa,
por no decir cara de diablo, se había largado a otros lares.
Entonces, fui por otra “alegría”, y me la fui comiendo mientras me
acercaba a la casa.
Y
resulta, queridos amigos de las fábulas y los cuentos, que la brujita de trapo
ya no estaba en su sitio. Había desaparecido, y encima de la almohada de mi
cama, descubrí un papel doblado como un avión.
En el fuselaje había algo escrito.
Desdoblé aquel juguete de origami y traté
de entender las palabras. La lluvia caía con fuerza y mucha melancolía se apoderaba del ambiente.
“Amigo de las brujas y los duendes… Cuando veas a una bruja enjuagando
manzanas, no destruyas la ilusión. Déjala vivir, déjala construir castillos o
palacios de cristal… Que la ilusión se vuelva como un himno, como una coral…
Que esa situación dramática se sostenga… Porque la vida de todos la necesita… Y
si terminas de leer estas palabras, si ya lo hiciste, reconstruye el avión de
juguete y lánzalo por la ventana…”
Obediente, silencioso, doblé el pliego, y me fui hasta la ventana. Dejé
entonces que el viento de la noche se sintiera, y arrojé con mucha fuerza el
juguete de origami.
El
avión de papel se fue planeando, y subió y bajó… Hasta que un aire lo empujó
hacia los cielos…
Yo
lo busqué, pero se me perdió en las penumbras…
Eduardo
Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el
primer editor de la revista Mester,
del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella
vestida de blanco y El señor que
vestía pulgas. Su cuento San Simón de
los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con
guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las
ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
Este blog es una gran enciclopedia. Hay de todo, como si fuera una botica, como si fuera un establecimiento donde venden helados. Hay nieve de vainilla, de chocolate, de fresa. Los escritores que han colaborado son buenos malabaristas, que lanzan bien sus pelotas de colores al aire. Es un blog que es un buen libro de cabecera. Quien está detrás de todo esto tiene inteligencia de avanzada, de buena vanguardia.
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