Por José Manuel Domínguez
A María Elena Diardes
‒Así es la vida ‒dijo McDunn‒. Siempre alguien espera que regrese algún
otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo
quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que
no nos lastime más.
Ray Bradbury, La sirena
Iván está de vuelta. Tras el silencio de sus
padres se puso de pie sin decir nada y vino a mirar por la ventana de la
habitación que alguna vez fuera la suya. Vino a llorar con la cabeza colgada en
el vacío, a dejar que las lágrimas queden suspendidas por instantes en el aire;
a que el viento díscolo juegue con ellas y luego las deje perderse una a una en
el vapor de la avenida. Iván va a descubrir que más allá del dolor, de ese
taladro incandescente que está
quebrantándolo, está a punto de comenzar a contemplarse a sí mismo. Dentro de
un instante un fantasma conocido podría aparecer ante él: el fantasma de los
momentos concientes que lo agobia y que lo hace manotear en el aire recordándole
lo bien que se ve mientras llora. Ahora levanta la cabeza para volver a
mirar hacia el mar oscuro, y las
cortinas de las ventanas parecen velos de novia volando con el viento. Está sin
camisa, inmóvil, y no entra nadie a la habitación del apartamento del piso
noveno. Su figura de espaldas recuerda la de una foto tomada por uno de sus
amigos al final de la adolescencia en unos arrecifes. Sobre las rocas, también
sin camisa, miraba al mar. Pero aquella foto es en blanco y negro, en gris.
Todo es gris porque lloviznaba; el típico día de la temporada de huracanes en
la isla y la espuma de las olas vuela en el aire con el viento. Ahora no, ahora es de noche, es abril y han
pasado los años pero allí está la misma figura enmarcada por una ventana. Ya no
es un adolescente, sino un hombre de espaldas, absorto en el reflejo de las
luces de la avenida sobre el mar.
Él sabe que las peores noticias llegan siempre de
noche, resbalándose por su vida silenciosamente, como si pudieran suceder sin
que él fuera a reconocerlas, como si pudieran traspasarlo y seguir su curso
incógnito, avergonzadas de no estar a la altura de las circunstancias. Cuando
llega una de esas noticias devastadoras, a Iván le dan deseos de saltar en el
agua del río donde se bañaban Yipsi y él, cuando eran casi adolescentes. Pero
esta vez, la noticia tuvo que ver con ella. Iván no quiere acordarse de ese río
pero un flashazo le pasa por la mente; una chispa inesperada de electricidad
que activa lugares y momentos de la memoria y hace que los recuerdos aparezcan
al azar, siguiendo su propia lógica: de la línea del horizonte que ha borrado
la noche, surge un barco tanquero, y tras el tanquero una barca con una
linterna en la proa: “El dulce abismo”, el fondo oscuro de la noche, la luz de
un quinqué en el fondo, que cuelga de un horcón en la casa de ella, una casa
vieja, con dibujos polvorientos de hojas y árboles que empapelan una pared de
su cuarto.
El polvo los ha ido cubriendo por años y entre
ellos está el de un barco, que es el único que Yipsi no ha dibujado. Es un
regalo de él, de cuando eran niños, y descansa en una esquina de todo aquel
bosque fantástico. Al dibujo de Iván, Yipsi le añadió un avión y una barca más
pequeña y siempre regresa a él para restaurarlo cada vez que viene de visita a
la casa de sus padres, porque es uno de los pocos recuerdos que le quedan de
Iván, del Iván de aquellos años de la niñez, porque se fue hace ya tiempo y
ahora casi no escribe, no envía fotos, nada. Es difícil haberlo tenido tan
cerca, haberlo abrazado y besado cuantas veces se le antojara, haberlo curado
de amores y borracheras, haberlo retratado en todas las formas posibles y a
todas horas y ahora no tenerlo más. Iván no lo sabe o no lo siente. Yipsi no
sabe cómo curarse sola, no tiene adónde correr ni a quién llamar. Ya no tiene
el cuerpo del amigo que ha deseado en silencio, su modelo, ese Narciso
preferido a todos los Narcisos inmaduros que ha deseado y tenido; todos menos
él. Está a punto de terminar su último cuadro, un Narciso con la figura de
Iván, atraído hacia el agua no por su propia figura sino por un jacinto
carnívoro tropical que lo observa aburrido, esperando a que caiga para
engullirlo.
Al dibujo que le dejó el Iván niño, le siguieron
muchos objetos, algunas notas en la puerta, libros dedicados y un farol de
barro cocido que Iván le regaló por uno de sus cumpleaños, pero ella siempre vuelve
a aquel dibujo. Al principio siguió los trazos y los colores originales, pero
ahora es casi otro dibujo. Para salvarlo de que el tiempo lo destruyera, el
original restaurado se ha ido convirtiendo en otra pieza de la naturaleza
muerta de Yipsy. Algunas hojas tímidas van adornando la firma de Iván, y dan
origen a las guías de una enredadera musgosa que acabará por atrapar al barco
antes de que el tiempo y la humedad despeguen el dibujo de la pared. Por los
bordes, otras hojas y ramas comienzan a caer desde los dibujos vecinos,
lamiendo las orillas de la hoja de papel como la marea alta va lamiendo las
arenas de las dunas hasta inundarlo todo. Sin embargo, ni toda la fuerza de la selva,
ni los intentos salvadores de Yipsi van a impedir que un día el barco se vaya
al fondo después de que el tiempo lo haya agujereado, y que de ese espacio en
blanco en la pared nazca una ventana en una habitación vacía que da al mar
frente a la cual flota el fantasma que Iván descubre en la contemplación de sus
propios pensamientos, en la manía torturadora de sí mismo que lo hace
intervenir en la secuencia de sus recuerdos para que todo sea perfecto, para
que todo se cierre como un círculo porque así creía él que era la vida. Ahora,
parado en la ventana, se da cuenta de
que en muchos años no ha vuelto a revisar esa creencia y de que hay muchas
historias que se le han quedado sin cerrar.
‒No, no nos iremos lejos ‒decían Yipsi y él cuando
planeaban algo, pero los padres sabían que era muy difícil mantenerlos bajo
techo cuando había tanto campo afuera para correr, tantos senderos seguros que
iban de un lado al otro de los hoteles, la piscina, las tiendas, el parqueo.
Luego, más allá, estaban los senderos desconocidos, los que invitaban, los
senderos que se alejaban del área y llevaban hacia otros caminos que se perdían
en las montañas y que sólo la gente del lugar sabían adónde iban a parar. La
mirada de Fermín, el padre de Yipsi, y la del padre de Iván habían cambiado.
Sabían que los hijos estaban creciendo y el mundo se iba dilatando para ellos,
hasta comenzar a rozar esas historias de lugares maravillosos que había por allí
y que hasta entonces los niños sólo conocían de oídas: las cascadas, las
pocetas de aguas cristalinas, los manantiales borboteantes al borde del camino,
y por supuesto, el pequeño río que corría por debajo de una montaña y que en su
camino se encontraba con lugares donde la montaña se interrumpía y entraba la
luz del sol a raudales. Al fin, el río se liberaba completamente de la
protección de la montaña y dejaba de ser subterráneo para correr a cielo
abierto. En esos lugares donde la cueva se abría al cielo, aparecían sobre las rocas
y las paredes unos minúsculos paraísos,
unos oasis de tierra blanda, en medio de un paisaje de piedra y agua, donde
crecían matas de plátano espigadas, apuntando con descaro al mínimo cielo. Con
el paso de los años, los helechos de las paredes y las espigas de mariposas
blancas a la entrada convirtieron la gruta en una oda a la humedad, a la oscura
femineidad de la tierra ante los ojos fascinados de Iván.
Ese lugar era ya una referencia gastada de sus padres
y de los guajiros que pasaban por allí cargando una caja de cartón en las parrillas
de las bicicletas, o unas alforjas a lomo de mulo. De esas cajas y alforjas a
veces salían frutas, o paquetes de café sin tostar, o la cabeza de un pollo
cautivo con cara de drogadicto que tenía las patas amarradas y que a Iván y a
Yipsi les daba tanta pena que en más de una ocasión planearon que uno
entretuviera al guajiro mientras el otro le soltaba el lazo de las patas al
pollo. Sin embargo, nunca llegaron a hacerlo. Una tarde, Quintana, el guajiro
favorito de los niños, de labios finos y voz aflautada, el único guajiro que
habían conocido que usara espejuelos montados al aire, les mostró unos platanitos
maduros, diciendo que eran de ese lugar con el que ya Yipsi e Iván soñaban: la
cueva de La Batata. Iván inhaló profundamente el aire tratando de sentir el
olor de Quintana, su transpiración, el olor a jabón de su ropa, el olor de la
fibra de yarey del sombrero, como si los olores de alguien que había estado
allí pudieran ayudarlo a transportarse al lugar. Entonces se dijo: “Quintana
viene de allí”, y se quedó en silencio para ver si podía sentir el rumor del
río.
El campesino, en el que Iván nunca se había fijado
detenidamente, se transformó en un ser revelado, y cada surco de su cara se
convirtió en un camino entrañable para él. Iván miró los árboles a la espalda
de Quintana, un carro de turismo que pasaba y la cara de Orange, el dulcero del
pueblo que entró con su camisa de cuadros azules por una esquina en el segundo
plano de su visión. Los arbolitos plásticos de su granja de juguete, su modelo
en miniatura de un Ford 1924 y los dibujos de la pared del cuarto de Yipsi
pasaron de largo ante sus ojos, a la misma velocidad que la sonrisa del dulcero
desaparecía de su rostro al darse cuenta de que Iván lo veía pero no lo miraba.
Yipsi le dijo adiós y Orange volvió a sonreír, pero Iván estaba absorto. El mundo
había crecido de golpe.
Iván se fijó por primera vez con detenimiento en la marca de los espejuelitos
de Quintana, “Sakuda”, y el dibujo de
surcos en el metal de las patas alrededor de la marca. Los cristales brillaron
con un brillo que no era blanco, sino dorado claro, y vio de refilón la cadena
que colgaba de su cuello asomando entre vellos canosos y el tabaco torcido que
emergía del bolsillo de su camisa.
‒Quintana, ¿qué quiere decir Sakuda?
Yipsi rió.
‒No sé, mijo. Está en japonés.
Yipsi volvió a reír.
‒Y La Batata, ¿qué quiere decir?
‒No sé. Es el nombre de una cueva de donde sale un
río que corre por entre las lomas. Si caminas hasta el fondo de la cueva, sales
a cielo abierto otra vez, como si fuera un túnel, no muy largo, y allí hay unas
matas de plátano silvestres. Los turistas que han comido de ellos dicen que son
los mejores del mundo entero. ¿Me entiendes? Los mejores de todo el mundo.
Niños, ¿ustedes se figuran lo que eso quiere decir?
…
‒Quintana, ¿usted conoce algún turista japonés?
‒No, ¿por qué, mi’jo?
‒¿Y entonces de dónde se sacó esos espejuelitos?
‒¡Ah! Mi hija vive allá.
Yipsi preguntó:
‒¿Dónde queda eso?
‒¿Qué? ¿Japón?
Yipsi lo miró tapándose la boca para aguantar la
carcajada.
‒¡No! La Batata, la cueva esa de la que usted
habla.
‒Ah, miren, en el tope de esa montaña hay una
casita vieja. Si cogen por la veredita esa sin desviarse, van a desembocar en
un claro y en medio de ese clarito está el bohío del que les hablo. Si cruzan
el solar que lo circunda, se van a encontrar un camino que baja. Es un trillo,
no hay salida a ninguna otra parte… ese camino por donde van a agarrar que
desemboca en ese llanito, y el trillo que está del otro lado del bohío, claro
está. Si agarran por ese trillo pa’bajo, allí mismo un poquito más alante van a
ver el río. Siguen por ahí derechito y enseguidita van a ver la cueva. Pero
díganles a sus padres. Ellos saben donde está y ustedes solos no pueden ir, ¿eh?
‒Caminar
entre los árboles, el tope de la montaña, una casita vieja, cruzar el
terrenito, buscar el trillo, bajar. Iván, que no se te olvide.
‒Al final del camino está la salida, un trillo entre la hierba,
no hay pérdida, ¿verdad que no?
‒No ‒dijo Quintana‒. Todo lo demás es abismo y
matorrales.
II
El llanto de los últimos años ha ido madurando. Se
ha convertido en algo que ha adquirido vida propia e Iván no sabe cómo
recuperarlo. Es algo que ocurrió lentamente, cuando creyó que madurar
significaba reprimir emociones y su vida se dividió en varios trenes
descarrilados que con el tiempo han ido encontrando rutas propias y
desconocidas. Entre esas rutas Iván se va moviendo sin saber cuál lo va a
llevar al encuentro de lo que al final de la vida se debe encontrar.
‒¿Y qué es lo que se debe encontrar al final de la
vida? ‒le preguntó Iván al padre Carlos Manuel en su oficina de la
arquidiócesis bajo la mirada perdida del retrato original de Martí que Iván
había visto en sus libros de lectura de tercer grado.
‒Ah, eso es algo que sabremos el día del Juicio Final,
a la hora del té.
Iván recuerda haberse volteado a mirar la cara del
sacerdote y haber visto en su rostro la expresión de alguien que parecía haber
asistido a muchos juicios finales y haberse tomado el té a muchas horas diferentes.
¿Era sólo su rostro o aquel hombre sabía de verdad de qué estaba hablando?
Martí, severo, miraba hacia delante con su traje oscuro y desde la eternidad
sonreía. Tal vez hubiera preferido un gin tonic a la taza de té, pero ni modo,
el juicio final es el juicio final.
Iván pasa revista en su mente a aquellos
intercambios retóricos con el sacerdote gracias a los cuales creía estar graduándose
de algo. Ahora se pregunta cómo una frase tan vaga, pudo haberle dado paz
alguna vez, cómo pudo repetirla a los amigos en momentos en que alguna pregunta
de la adolescencia se quedaba como una nube, flotando en el aire sin respuesta.
Después de haber perdido el control sobre las más
pequeñas propiedades, sobre el mínimo patrimonio de emociones que traemos al llegar
y sobre el que se construye el monumento de nuestra vida, Iván ha aprendido que
sólo le queda dejarse llevar. Al igual que él, su llanto se deja llevar, se
deja ir. Iván piensa en eso, en su propio llanto que es tan ajeno a él como el
hombre que cruza la avenida y se acerca al muro.
Contempla:
“Hay otras vidas fuera, hay tantas vidas que no
nos pertenecen, que nadie sabe cuánto van a durar y que transcurren ajenas a la
nuestra, serenas en la ignorancia de que otras vidas existen al lado nuestro, se
bañan en ese mismo mar, se van. Se van y no dejan nada o casi nada que uno
pueda recordar.”
Así ha aprendido Iván a contemplar las lágrimas
que se van, esperando que algún día le hablen, se sienten con él, lo besen y
despierten el deseo de amar otra vez. Hay que dejarse llevar. Y eso es lo que
hace. Deja que el aire le lleve los pensamientos, el pelo, los sollozos, todas
las cosas que no tiene con quién compartir, a quién dejar, todo lo que no tiene
un lugar para descansar en aquella habitación vacía. Tal vez sea sólo cuestión
de esperar. Sí, esperar el día señalado, a la hora del té y mientras tanto,
contemplar. Contemplar a los otros, lo que otros contemplan, contemplarse a sí
mismo mientras contempla el mar oscuro de noche y pensar en el regreso. Si la
cabeza pudiera vaciarse, si la mesa de noche con las gavetas vacías pudiera
volver a vaciarse, si la cama pudiera desaparecer, y si el tráfico se detuviera
y todo quedara en silencio, oscuro, bien oscuro, si un apagón borrara la Habana
una vez más en este momento y Yipsi apareciera en su cuarto, tirándolo todo por
donde quiera, criticando su desorden, impregnándolo todo de su olor y su risa,
prendiendo inciensos y fregando las tazas para prepararle un té de lilas que le
han traído sus amigos budistas directamente de las laderas del Monte Kailash.
‒¿Y de cuándo acá en el Tíbet hay lilas, Yipsi?
‒¿Qué sabes tú de lo que hay y de lo que no hay en
el Tíbet, Naricita? ¿Con quién te crees que estás hablando, con una de esas snobistas
amigas tuyas que creen que Gelsomina es un producto para el pelo?
‒No, con alguien que no ha visto el Tíbet ni en
fotografías.
‒Lo he visto. En fotografías, en los ojos de mis
amigos que vienen de allí y en mis viajes astrales, para que lo sepas. Por
desgracia, yo sé que ninguna de esas visiones vale nada para alguien instruido
en la doctrina materialista del marxismo.
‒Si quieres que te diga la verdad, aunque me
hubiera instruido en la psicotrónica de los mayas, dudaría mucho de tus viajes
astrales y de lo que se ve en los ojos de tus amigos budistas porque no se sabe
quién está más alucinado, si tú o ellos.
‒Dudar no es descartar, Iván, mucho menos
descalificar. Aunque en medio del absurdo épico de tus cargas al machete y tu
fanfarronería machista todo se pueda pasar por una orden de a degüello. Iván,
si las fotos y mis sueños, si mi imaginación o mis visiones, si los ojos de mis
amigos no fueran suficientes, ¿quién te dijo que hay que estar en algún lugar
para saber lo que hay allí?
‒La desinformación enemiga.
‒¿Cuál de las dos, la interna o la externa? Porque
hay enemigos por todas partes y dependiendo de donde vengan, la naturaleza de
la desinformación varía.
‒Las dos. Entre las dos el individuo va
conformando un discurso alternativo que termina por distorsionar
considerablemente la realidad.
‒Gracias ‒dijo Yipsi‒. Esa desinformación, que
como tú dices distorsiona la realidad, es la que te ha hecho creer que no hay
lilas en el Tíbet, pero sí las hay, y hay muchas más cosas que no puedes ni imaginar
porque los límites de tu insularidad cautiva, no te dejan creer en otra cosa que
en escombros.
‒Te estás poniendo muy densa.
‒Muy bien. Siéntate y después de probarlo, me dices
si hay o no hay lilas en el Tíbet.
‒De acuerdo.
‒Te has vuelto más ordinario que un Kiko*, pero
cuando pruebes el té, florecerás otra vez, mayá drusiá. Un té de lilas tiene poder
para que la vida recobre su perfume y su vigor para ti.
Ah, Yipsi. Si todo el deseo de ser feliz se
pudiera cambiar por tu voz llamando desde abajo para que yo te tire la llave de
la puerta... Pero no hace falta decirlo, Yipsi no vendrá. Y entonces, ¿por qué
lo digo? ¿Por qué lo pienso? ¿Para qué decir que no hace falta decirlo y repetirlo
otra vez?
Por eso mismo, porque el llanto ya no es suyo, y
se puede hablar con todo, con las preguntas de uno mismo y hasta con los
fantasmas. Si no contestan, uno puede manotear en el aire y partirlos en dos o
en tres, o en mil pedazos, en una nube de copos de nieve que se derretirán al toque
de su mano ardiendo. Uno puede hacer lo que quiera. Un día los fantasmas
hablan, otro día no. El mar oscuro de noche es lo único inmutable en estas
noches de verano que caen sobre los trópicos como una gran lona ardiendo...
*Se refiere a un tipo de zapato plástico poco atractivo y muy incómodo que se
fabricara en Cuba durante los 70s.
José Manuel Domínguez es
director de teatro, poeta y narrador. Estudió dirección y actuación en el
Instituto Superior de Arte de La Habana. Se estableció en Miami, Florida, en el
año 2000. Le acompañan en su vida dos mujeres extraordinarias: su esposa
Marángeli y su mamá Loli, así como su perro Sombra.