Por Eduardo Rodríguez Solís
Este Bonifacio, que por su
nombre tenía un rostro amable, estaba en la cárcel por haberse robado una
manzana, ya que el hambre le hacía ruidos en su estómago.
Era huésped de la prisión de
Alcadelante, lugar que era muy parecido a la cárcel de Alcatraz. Estaba en una
celda muy pequeña, y tenía de vecino, en la celda de enfrente, a un viejo que
había matado a pistoletazos a un vagabundo.
Y ese huésped de edad salió de
Alcadelante, gracias a una maniobra inteligente de su abogado. Una fianza
(bond, en inglés) de muchos dólares lo puso en libertad.
Pero Bonifacio, que tenía las
bolsas agujeradas, no tenía esperanzas de ver otro sol y otros pájaros que
vuelan hacia muchos horizontes.
Al año siguiente de la salida
del viejo “matador de vagabundos”, pusieron en la celda de enfrente a un payaso
del Circo Unión. Este personaje llegó a la prisión de Alcadelante con su
disfraz: trapos de colores, guantes rotos en las manos, una bola roja sobre la nariz
y zapatotes gigantes. Lo metieron a la cárcel por haberse comido unos
cacahuates (seis solamente), después de una función circense. Los cacahuates
estaban tirados entre la basura que dejó el público.
Este payaso le regaló a
Bonifacio una botella con un elíxir muy especial. Era un líquido que había que
beberlo, a traguitos, a media noche. Pero Bonifacio “le sacaba al parche”
(expresión que en México quiere decir “tenía miedo”).
Entonces la extraña botella se
quedó en un rinconcito de la celda de Bonifacio. Ahí, le hacía compañía a una
imagen de la Virgen de Guadalupe.
Y una noche, el bueno de
Bonifacio, después de haber visto las estrellas a través de la pequeña ventana
de su celda, se animó a beber un trago de aquel “mágico brebaje”.
Enseguida, todo le dio vueltas
y algo sintió en una de sus manos. Entonces, abrió las manos y se sorprendió al
descubrir que tenía once dedos.
Un poco atontado, giró la
cabeza hacia la pequeña ventana, y vio por ahí muchas bailarinas dando brincos
por doquier.
Tomó entonces otro trago del
elíxir, y volvió a sentir algo en sus manos. Y, caramba, ahora tenía doce
dedos, y en la ventanita había un pájaro dorado que reposaba tranquilamente.
Bonifacio dejó de tomar tragos
del extraño brebaje, y puso de nuevo la botella cerca de la Virgen de
Guadalupe.
Se vio enseguida las manos y ya
tenía solamente diez dedos.
La noche siguiente quiso
repetir la rutina de los tragos, pero la botella había desaparecido… En su
lugar había un papel con unas palabras. Había ahí un mensaje…
“Tu imaginación es muy
portentosa. Tú puedes, si quieres, ser el dueño de este mundo. Todos los hijos
de Dios tienen esta alternativa.”
Bonifacio, el hombre del rostro
amable, que estaba en la prisión de Alcadelante, se llenó de optimismo y siguió
con su solitaria existencia. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Bonifacio y el payaso se
hicieron viejos y tuvieron que usar sillas de ruedas para moverse, y un día se
enteraron que el Central Park de la gran ciudad había recibido el nombre del viejo
“matador de vagabundos”.
Cuando nuestros amigos
conocieron la noticia, se quedaron unos minutos en silencio.
--La gloria es para los que
tienen el poder –dijo en voz baja el payaso.
--Pero en el reino de los
cielos todo tiene que ser diferente –comentó Bonifacio.
Y giraron en sus sillas de
ruedas. Y lo hicieron con fuerza, con mucha seguridad.
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina
ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York.
Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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