Por Eduardo Rodríguez Solís
Estaba cansado. Todos los días
lo mismo. Cubrir los horrores de su rostro, cosa que en su planeta no eran
horrores. Y maquillarse con esmero para parecer un ser de aquí, de esta Tierra.
Rutina cansada, casi de escultor, labor de
cirujano, pegando algunos agregados al rostro, como las orejas, la nariz y un
ojo. Luego, aplicarse uno cemento en la cabeza y pegar una cabellera de
cantante de rock. Un verdadero circo de tres pistas. Un auténtico revolú de
días de carnaval.
Después, ya listo, salir a la
calle, y caminar, sin rumbo fijo, como todos, bajo el sol o en plena tormenta.
Y, al mirar hacia arriba, con
el único ojo que funcionaba en el cuerpo, uno imaginaba las bellezas y las
bondades que se habían quedado allá, en el planeta X-75, que era la casa
lejana, distante, a varios años luz.
Pero sucedió lo que tenía que
suceder. Porque cada uno, sea de esta Tierra o del planeta X-75, tiene su libro
escrito, de antemano, donde aparecen con claridad los detalles de una
existencia. Cosas buenas o malas, en senderos francos o peligrosos. La vida. La
que todos tenemos.
Y ese suceso, que tuvo su
acción en una colina desierta, donde había un árbol medio quemado, repleto de
cenizas, sucedió cuando se escuchaban las campanadas de una iglesia. Y se pudo
ver a la gente caminando hacia ese lugar sagrado, donde se iba a celebrar la
misa del día.
Y el hombre del planeta X-75,
que se hacía pasar por un perfecto habitante de esta Tierra, tuvo ante su único
ojo avizor, a una mujer vestida de blanco. Esta dama tenía un rostro delicado.
Casi casi era un figurín de cerámica francesa.
--Mi cara es de porcelana –dijo
la mujer.
--¿Y qué es eso de porcelana?
–preguntó el hombre del planeta X-75.
Entonces la mujer danzó con
estilo, gracias a una música muy fina, sofisticada, y habló de la porcelana y
de las cosas de su vida.
Y mientras lo hacía, cayeron
del cielo flores extrañas que no crecen en la Tierra. Eran muestras de la
naturaleza del planeta X-75. Eran flores que tenían formas raras. Parecían
dragones o cocodrilos, o qué sé yo.
--No me gusta lo que está
pasando –dijo el hombre del planeta X-75.
La mujer de blanco, la dama del
rostro de porcelana, levantó sus manos, y se puso como una estatua que pide
ayuda a los dioses.
Fue entonces cuando el viento
se llenó de aves de muchos colores. Y si veías para arriba, el azul del cielo y
las nubes grises eran un cero a la izquierda. No se observaba nada. La trama
que hacían los pájaros estaba muy cerrada. No había ni un milímetro de
transparencia.
Cuando la música terminó, la
visión de la mujer se volvió polvo, y el hombre del planeta X-75 se quedó solo.
Buscó y buscó una buena salida
en ese laberinto de la vida terrenal, y se fue por un sendero que bajaba casi a
cuarenta y cinco grados. Y se perdió en el horizonte. Y fue tirando en el
camino su cabellera de cantante de rock, sus orejas, su nariz y su ojo
artificial.
Y cuando casi se volvía un
punto, se pudo observar un vientecillo que se lo llevó hacia arriba, hacia el
espacio sideral, y uno podía imaginar que se acercaba a su territorio amado, el
lejano planeta X-75.
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina
ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York.
Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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