Foto: Jesús Alejandro |
Por Eduardo Rodríguez Solís
El terreno estaba liso,
suavecito. Parecía mesa de billar.
Hacia donde se viera, se
adivinaba la curva del horizonte.
A veces, había calor y a veces,
el frío te hacía casi meterte en la concha de un caracol.
Pero había que empujar y la
carreta estaba pesada.
Los ocho hombres a veces se
miraban entre sí y llegaban a la conclusión de que el empuje era eterno y el
camino a caminar infinito.
Una noche, con muchas estrellas
nuevas, habló el primer hombre.
Dijo muchas cosas, pero la
historia de la mariposa fue lo mejor.
Este ángel de Dios era de color
dorado. Volaba con mucha facilidad y casi se confundía con el sol. Su color oro
era muy brillante.
Un día esta mariposa olvidó
todos los pormenores del arte de volar. Y entonces se volvió más triste que la
más triste de las princesas.
Lloraba entonces con placer y
su canto quejumbroso se escuchaba a cualquier hora del día.
Con sus lágrimas se hizo un
lago, que luego se volvió un mar de olas muy tempestuosas. Y en las aguas de
esa inmensidad había tiburones y ballenas.
La mariposa dorada, cansada de
tanto lagrimear, se fue a vivir cerca de una montaña, que estaba llena de
pinos.
Ahí, y sólo ahí, conoció el
amor.
Ella, con las alas doradas. Él,
con las alas azul cielo o azul rey. Ella, casi hija del sol. Él, amigo de los
mares y los lagos.
Y resulta que un día los
vientos se llevaron a los amantes hasta detrás de unas rocas de colores. Ese
era el territorio de la Reina de la Vida.
Esta mujer tenía cabeza de
unicornio y cuerpo de sirena. Se llamaba Esperanza Dulce y siempre se le veía
arriba de las nubes. Era buena amiga de los vientos.
Esta Esperanza Dulce se volvía
a veces una mariposa. Y volaba hasta las más lejanas estrellas.
Era frágil y delicada, pero en
cada uno de sus movimientos se adivinaba seguridad.
Una tarde lluviosa, la mariposa
dorada no quiso saber más de la mariposa azul.
Esto fue así porque descubrió
que los colores de su amigo no eran naturales. Con un poco de viento, los
azules se iban debilitando.
Todo era una mentira. Hasta el color
azul era una mentira.
Entonces la mariposa dorada se
arrancó sus propias alas. Quería echar el tiempo atrás, regresar al momento de
su metamorfosis. Y se volvió un gusano, un bello gusano.
Con esa nueva apariencia se fue
arrastrando por un camino lleno de piedras. Y se envolvió en una tristeza
infinita.
Cerraba los ojos y a veces soñaba
con los largos vuelos que hacía con su compañero. Y se imaginaba viviendo ese
idilio que existió de verdad.
Con el tiempo, los cronistas de
la fábula y la poesía, intitularon esta historia como “La segunda vida del
gusano dorado”.
Los ocho hombres empujaban la
carreta con mucho vigor. Iban cantando y recitando versos antiguos.
Ellos sabían que empujando la
carreta creaban una fuerza de muchos kilos. Y esta fuerza era como una flecha
que tenía trayectoria definitiva.
Pero a veces esta fuerza motora
tenía que vencer los embates de ciertos vectores que empujaban al contrario.
Estas fuerzas negativas eran como obstáculos en una carrera olímpica.
Y la influencia de estas
fuerzas contrarias hacía que la trayectoria principal se desviara o se
retrasara en su trabajo.
--Así es la vida –decían todos.
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro
Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así
como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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