Por Eduardo Rodríguez Solís
El viejito, que traía barba
como de Santa Claus, que vestía con colores chillantes, que traía colgado al
cuello un radio de transistores, de donde salían rumbas y guaguancós, a volumen
medio, puso su costal de mercancías en el suelo y, después de respirar
profundamente, empezó a hablar.
Dijo que él, allá en
Guantánamo, en Cuba, cuando era un niño, se ponía sus patines de ruedas
metálicas, recién aceitadas, y se deslizaba en una calzada que subía y subía,
hasta el final de una cuesta, y ahí daba la vuelta y se preparaba para bajar
como un bólido.
Entonces se enconchaba y se
dejaba llevar por los vientos. Alcanzaba velocidades hasta de sesenta
kilómetros por hora y, si volteaba para abajo, veía que de sus patines saltaban
chispas esplendorosas.
Cuando iba en esa bajada, a
medio camino, se cruzaba siempre con una niña bonita, que llevaba una bicicleta
Silver. Este vehículo de dos ruedas brillaba como el sol. Su tripulante, ante
los ojos de todos, se pavoneaba, se sabía lucir, y hacía el zapa-zapa, como los
africanos. Esa niña inquieta vivía en una casita de la calle Martí, esquina Paseo.
En el momento que la niña
volteaba su bici, y empezaba su descenso, el viejito, que entonces era un niño,
imaginaba que la niña de la bicicleta Silver se volvía un pegaso, que era más
que un caballo con alas. Y la veía elevarse hasta las nubes.
Y se imaginaba que él, el niño
de los patines de metal, iba trepado en ese caballo alado… Llegaban así a una
especie de ranchito, donde se movían los polluelos de un gallinero, como si
fueran bailarinas de ballet.
Sabía bien ese niño que la niña
de la bici Silver no corría en patines, porque alguna vez, tratando de hacerlo,
rodó por los suelos… Los dos niños eran expertos en lo suyo de cada quien. El
niño era una maravilla deslizándose en patines y la niña era muy docta
manejando su bici Silver.
A él le gustaba ver el vuelo de
los pájaros y a ella le fascinaba observar la noche y sus estrellas.
Tenían gustos diferentes… Y ese
viejo, que en su costal traía corbatas y listones, dijo que una vez se fueron
los dos niños al campo. Y que él se metió al río hasta hundirse totalmente, y
que ella, la niña de la bici Silver, al estar bajo los árboles, sintió caer piedras
del cielo… Hasta que los dos se dieron cuenta que eran aguacates maduros.
El viejito, que se parecía a
Santa Claus, nos dijo de pronto que ya era hora de seguir recolectando corbatas
y listones… Entonces, impulsó el costal hacia sus espaldas, y dijo que se iba
hasta detrás de las montañas.
Cuando casi se perdía en el
horizonte, todos los que ahí estábamos, vimos cómo el viejo volvió a ser niño,
y lo observamos en sus patines de ruedas de metal… Y nos pusimos a pensar que detrás
de ese horizonte andaba, en su bici Silver, la niña bonita que le había robado
el corazón.
Eduardo
Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el
primer editor de la revista Mester,
del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella
vestida de blanco y El señor que
vestía pulgas. Su cuento San Simón de
los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con
guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las
ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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