Por Eduardo Rodríguez Solís
Un
poco al Norte de Tzintzuntzan, en Michoacán, vivía un niño llamado Salomón. Su
padre era minero y su mamá tejía rebozos de colores. Él, cruzaba el río para ir
a la escuela. Y le encantaba ir a esa institución escolar porque ahí aprendía
de todo.
Cuando terminaba la escuela, Salomón se iba bordeando el río, y a veces
se encontraba cosas interesantes flotando en el agua. Así fue como llegó a sus
manos un tomo de cuentos antiguos.
Estaba todo mojado y hubo que dejarlo al sol varios días. Luego, hubo
que presionar las páginas con unos ladrillos.
Ese
libro se volvió un amigo inseparable. Lo llevaba en su mochila, y cuando sonaba
la campana de la escuela, y llegaba la hora de la salida, Salomón sabía que
casi era hora de abrir su libro de cuentos.
Caminaba, hasta llegar al río, donde se sentaba en una gran piedra lisa
para leer su cuento.
Y
resulta que un día, cuando iba a media lectura de una historia, volteó hacia
unas plantas y encontró algo un poco extraño.
Era
un hilo dorado que salía de la tierra.
Jaló
Salomón el cordel y le pareció que el hilo venía de muy abajo. Y jaló y jaló y
el hilo dorado seguía saliendo.
Entonces, empezó a hacer una bola con esa hilaza. Y la bola fue
creciendo hasta volverse del tamaño de una pelota de béisbol.
Con
una navaja cortó el hilo y puso la pelota en una bolsa de su pantalón. Luego enroscó
alrededor de una planta la porción del cordón dorado que quedó en el suelo.
Ese día terminó de leer su cuento y se fue
caminando a su casa.
Cuando llegó, puso la bola de hilo sobre la mesa, cerca de la cocina.
Al
rato, su padre, el minero, dijo que esa hilaza era muy fina, y le preguntó a su
hijo Salomón:
--¿Dónde
encontraste este cordón?
Pero
Salomón no dijo nada. Pensó que era mejor dejar todo en absoluto secreto.
Acostado en su cama, abrió su libro de cuentos, y se dio cuenta que
ahora tenía otros relatos.
--Este es un libro mágico –dijo para sí.
Pasaron varios días y las rutinas se repitieron, y el hilo dorado seguía
saliendo de la tierra, y Salomón hacía otra bola del tamaño de una pelota de béisbol.
Ahora, en un lugar escondido tenía una canasta con veinte bolas de hilo.
Una noche su padre le dijo a Salomón que esa
hilaza era de la China, y que era muy fuerte. Con ella se podía levantar, por
ejemplo, un camión de carga lleno de piedras.
--Cada una de tus bolas cuesta una fortuna. Ese hilo no se consigue en
esta parte del planeta –dijo su padre.
Luego
supo que con veinte bolas de ese hilo dorado se podía comprar un automóvil
nuevo.
Entonces Salomón se fue a su escondite y trajo su canasta llena de bolas
de hilo.
--Si
te interesa tener un auto nuevo, te regalo mis bolas de hilo –le dijo a su
padre.
Dos
días después, el padre de Salomón estaba estrenando un Honda Fit color dorado.
Se trataba de un automóvil de príncipes.
Salomón siguió haciendo bolas de hilo dorado. Y en su lugar secreto ya
tenía más de cien bolas.
No
terminaba de leer su libro de cuentos, pues el contenido variaba. Era, como
sabemos, un libro bien mágico. Tenía historias de princesas tristes y había en
sus páginas muchos dragones y gigantes.
Era
un libro que se leía con pasión, con entusiasmo. Estaba lleno de palabras
justas, y había mucho orden en cada relato. Era un libro de reyes.
Uno
de los relatos estaba lleno de fantasía. Se contaba la historia de un niño que
tenía una gran pecera llena de tortugas enanas.
Esas
tortugas se transformaban y se salían del agua. Eran entonces mariposas que
volaban hacia arriba, hacia el cielo, donde había un estanque de agua fresca.
Ahí, al acercarse las mariposas, se volvían de nuevo tortugas.
Y
ese relato no se movía de su libro. Otros cuentos cambiaban por arte de magia.
Pero, extrañamente, ese relato de las tortugas siempre permanecía en el viejo
libro.
Dos
años más tarde, cuando en su escondite tenía casi mil bolas de hilo dorado,
sucedió lo que tenía que suceder.
Al
jalar el hilo dorado, Salomón sintió que ya no había que hacer mucha fuerza
para sacar la hilaza.
El
niño sacó el último pedazo de hilo. Y en su punta final había un trozo de papel
de China, que contenía una inscripción misteriosa hecha con caracteres
orientales. Era un mensaje trazado en chino o en japonés.
Salomón guardó el pedazo de papel de China y pensó en buscar un
traductor.
Y resulta que entre los compañeros del
padre de Salomón había un chino. Era una persona muy reservada, que casi no
hablaba.
Ese hombre que se llamaba Chan Hui hizo
la traducción del papel de China…
“Este hilo lo hemos enterrado en la
China. Lo vamos a deslizar con cuidado para ver si llega al otro lado del
planeta. Es un hilo lleno de esperanza y de amor.”
Una tarde lluviosa Salomón se subió a un
cerro. Desde allá arriba pudo ver el pueblo completo de Tzintzuntzan. Buscó un
pedazo de tierra plana y grabó con un palito la traducción del mensaje que le
mandaron los chinos.
Las
palabras esperanza y amor las inscribió con letras mayúsculas.
Eduardo
Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el
primer editor de la revista Mester,
del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella
vestida de blanco y El señor que
vestía pulgas. Su cuento San Simón de
los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con
guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las
ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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