Por Eduardo Rodríguez Solís
Un viejo ropavejero, que grita
siempre “ropa vieja para regalar”, ha tenido la costumbre de tocar todos los
días a mi puerta, para pedir un poco de agua de limón.
Le gusta mucho mi limonada, y
una vez me dijo que esa agüita como que parecía agua bendita de reyes y
príncipes.
Él viste de lo que recoge y
trae en su cuello diez corbatas que algún día se usaron en fiestas y ceremonias
religiosas.
Una vez me enseñó la etiqueta
de una de ellas. Tenía seda italiana y su diseñador era francés. Era esta
prenda su gran orgullo.
Cuando recogía una corbata
“nueva”, si le gustaba, se la ponía al cuello, y con mucho dolor eliminaba una
de las corbatas que tenía puestas. Pero la corbata italiana del diseñador
francés siempre se quedaba en su sitio.
Este hombre, que había nacido
en la isla Culebra, de Puerto Rico, otra vez me contó parte de la historia de
una doble coleccionista.
Era una niña huérfana que
siempre salía de su cueva (ah, porque, la verdad, vivía dentro de una cueva
oscura y misteriosa), y se iba a caminar por donde fuera. Llevaba dentro de su
morral, que es una bolsa tejida con varas secas, dos frascos.
En uno echaba los oritos que
encontraba. Esas cosas eran como pedazos de oro de muchos quilates… Pero no
eran más que envolturas de chocolates y dulces.
Buscaba estos tesoros en el
suelo o en montones de basura, que la gente desordenada tiraba por las calles.
Luego, ya en su cueva, aplanaba
los oritos y los metía en un tomo viejo de poesía de un escritor español
llamado Federico.
En el otro frasco iba metiendo
cucaras que le gustaban. Esas cucaras eran lo que conocemos como cucarachas.
Si eran bonitas, se iban al
frasco. Si no valían la pena, se les dejaba en libertad.
Ya en su cueva, organizaba las
nuevas cucaras. En cada caparazón les ponía, con tinta permanente, un número.
Y cuando una cucara moría,
hacía toda una ceremonia, como si se tratara de un ser humano. Hacía un agujero
y ahí colocaba el cuerpecito y, luego, con una varita, ponía una inscripción…
“Aquí yace mi amada cucara número 435. Descanse en paz.”
Un día, cerca de la Navidad, me
dijo el viejo ropavejero que la coleccionista había desaparecido, con todas sus
cucaras y sus oritos.
O se murió o se consiguió su
príncipe azul. Sabrá Dios.
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en
muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en
Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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