Foto: Isabel Pérez Lago |
Por
Eduardo Rodríguez Solís
La
muchacha va caminando por el borde del precipicio. A veces mira hacia abajo,
hacia el fondo de esa barranca y ve muy pequeños los animales que pasan por
ahí. Una ardilla parece una hormiga y un pájaro azul que vuela hacia abajo
semeja a un insecto cualquiera. Ella se desliza con algo de miedo, pero no deja
de moverse al borde de ese accidente topográfico.
Ha tenido
problemas en su casa, y le han dicho que se vaya por el mundo a buscar sus
propios horizontes. Va con lágrimas en los ojos y sus suspiros son muy
prolongados. Y todo lo que sufre es por un amor. Nadie, absolutamente nadie,
está de acuerdo con esa relación. Ella, hija de un leñador, no puede ser esposa
de un leñador. Hay que cambiar los panoramas. Bueno, ése es el pensamiento de
toda la familia.
Natalia se
llama la mujer sufrida. Casi llega a los veinte años. Es muy platicadora y le
gusta hacer dibujos, que luego regala. En esos papeles expresa muchas cosas.
Sus trazos, sus siluetas, sus paisajes y sus pájaros que siempre vuelan,
“hablan” de sus sentimientos. Quien recibe uno de esos dibujos tiene que
sentirse señalado por los dioses.
Una vez,
uno de sus papeles sagrados (como ella los denomina) llega a manos del hombre
más viejo del pueblo, quien enmarca el bello trazo, colocándolo en el frente de
su casa. La imagen tiene a una extraña mujer levantando las manos, como
pidiendo algo al creador.
La gran
mayoría de los que pasan por ahí, consideran el dibujo como algo divino, y
muchos hasta dicen que se trata de una virgen. “La virgen del precipicio”, le
llaman unos.
Cansada,
quizás aburrida, Natalia detiene su marcha, y se sienta en una gran piedra. Saca
de una bolsa que lleva a las espaldas unos papeles y un lápiz. Y se pone a
dibujar.
Dibuja una paloma que está suspendida en
el aire. Y alrededor de ésta escribe un texto. “Ser que vuelas entre las flores
y que te acaricias en las nubes. Quiero ser como tú.” El dibujo lo vuelve una
bola de papel, que aprieta con fuerzas. Y luego, por allá va a arrojar la suave
pelota.
En otro
papel traza la imagen de un caracol que va subiendo una pendiente. Dando la
vuelta redacta “caracol que cargas tu casa, dame un rinconcito para vivir”.
Luego hace pedazos el papel y allá se va una especie de confeti.
El cielo
que era azul claro, con varios rayos se torna gris. Entonces la linda muchacha
Natalia se aleja del borde del precipicio, y da vuelta hacia el sur por una
vereda que parece muy caminada.
Con la
caída de la lluvia el llanto de Natalia se disimula. Como que el dolor de su
alma se vuelve polvo. Nace entonces en su rostro una sonrisa. Y sabe que el
amor de su leñador permanece suspendido en algún lugar. Sí. Ella lo sabe. Se
hicieron promesas de amor y las dejaron inscritas en un viejo roble.
Al terminar
de bajar una pendiente floreada sale a lo lejos un arcoíris, y Natalia piensa
que en el lugar donde nace o muere el arcoíris encontrará un cofre. Ahí están todos los deseos
acumulados. Todo lo que ha crecido con ese amor que se tiene.
A la mitad
de un puente de madera, por donde vuelan mariposas azules, la muchacha
enamorada cierra los ojos y se imagina muy cerca de su leñador. Él le dice unos
versos muy lindos. Pero el amable espejismo se viene abajo. Todo es una mentira
triste.
Cuando
llega la noche se puede ver a la linda Natalia recostada en el heno, dentro de
una cueva, cerca de la orilla de un arroyo. Desesperadamente, la muchacha
quiere atrapar un bonito sueño. Pero no es posible. La humedad y el intenso
canto de los grillos hacen esto imposible.
Con las
primeras luces del nuevo día, se tiene que iniciar el camino de regreso. Es
absurdo seguir adelante. Natalia lo sabe. Hay que caminar senderos conocidos. Y
cuando empieza a ver las primeras casas de su pueblo, alguien le arroja una
rosa roja. Pero ella sigue adelante, sin voltear los ojos.
Cuando la rosa número cuatro cae, Natalia
mira.
--¿Quieres
más lluvia de rosas rojas? –pregunta el joven leñador.
--Quiero
–dice la muchacha Natalia.
Y cuenta la
leyenda que la pareja se fue a vivir sobre una montaña. Poco a poco
construyeron una cabaña de dos pisos. Edificaron su vivienda con mucho trabajo
y amor. Y trajeron semillas de muchos lugares y cultivaron un hermoso jardín.
Ella siguió haciendo sus dibujos y él supo cortar con inteligencia árboles muy
altos.
Con el
tiempo creció la familia, y todos supieron trazar bellos dibujos. Y un día el
rey de la comarca quiso que Natalia hiciera el nuevo escudo real del palacio.
El rey quedó muy complacido, y hasta quiso que el esposo de Natalia fabricara
un nuevo portón para su castillo. Y después, otros reyes de otras comarcas
quisieron escudos y portones nuevos.
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha
publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista
Mester, del Taller de Juan José
Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en
muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en
Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
Un amigo que vive en la capital mexicana, que escribe y es buen lector, me dice en un email que este cuento es de lo mejor que he escrito. Y yo me pongo a pensar que lo que ha pasado es que el relato "le ha llegado al alma". Y con esto digo que el escrito se le ha metido por las venas, provocando un corto circuito en su persona. Uno escribe y su público o se mete o se sale. Todo depende del estado de ánimo. Uno es como un actor que se desempeña sobre un escenario. De cuatrocientos espectadores, doscientos están en la luna de Valencia. Tienen su vida llena de problemas y las palabras no les hacen nada. Otros, sí reciben las señales de comunicación y a veces se conmueven. Todo depende de las circunstancias. La relación autor-público es muy extraña.
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