(Un cuento cargado de buenos deseos para los amigos)
Por Eduardo Rodríguez Solís
Estaba nevando mucho, casi no
se veía a dos metros… Pero el Santa Claus iba caminando con energía. Quería
repartir sus regalos. Estaba todo bien resbaloso.
De pronto, la nieve hizo que
Santa diera una vuelta en el aire. Y perdió una bota… Pero se levantó, como
buen soldado.
Más adelante, volvió a
resbalarse el Santa, y perdió su otra bota. Pero había que seguir adelante. La
labor tenía que continuarse.
Otro resbalón y Santa se quedó
sin su sombrero. Luego volvió a perder el equilibrio y perdió su barba y sus
lentes.
Más adelante, se fue rodando
por la calle, entre la nieve, y perdió Santa sus pantalones. Pero se volvió a
incorporar. Había que repartir sus regalos.
Ya casi llegaba a su destino
cuando vino otro resbalón y, después de tres vueltas, perdió su saco.
Entonces, todo mundo se dio
cuenta que Santa era Superman disfrazado. Sí. Era el hombre de acero. El
Salvador de todos. El que nos protege de los malos.
El Santa Claus ya sin disfraz,
medio tambaleante, se fue caminando con cuidado hasta su último destino. La
casa de Mr. Mitt, donde tenía que dejar varios regalos.
Caminó entonces el Santa, ya
sin disfraz, con cuidado, para no caerse. Pero, vino un resbalón y se pegó en
la nariz, sangrando un poco.
Con trabajo, ya rendido, se fue
movilizando con su traje de Superman, pero se volvió a resbalar, y casi se le
sale su dentadura postiza.
Subió con extremo cuidado los
últimos escalones, que eran treinta, y estaban con una capa de hielo. Y se
volvió a caer y se golpeó las rodillas.
Llegó al final a la puerta de
la casa de Mr. Mitt, y tocó el timbre… A poco, una viejita, que se llamaba
Hillary, abrió la puerta.
Santa preguntó por Mr. Mitt,
porque le traía unos regalos, y la viejita dijo que ahí ya no vivía Mr. Mitt,
que todos se habían ido a vivir a Washington.
Entonces, Superman, que era
Santa Claus, se enojó y brincó de rabia y se resbaló y se fue rodando por los
escalones.
Al final, con lágrimas en los
ojos, le deseó a la viejita Hillary feliz navidad, y comentó en voz alta:
--No mameyes, que son de piña.
Eduardo Rodríguez Solís
(D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de
la revista Mester, del Taller de Juan
José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido
premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho.
Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en
muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en
Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
Este relato, que lleva una bonita ilustración fotográfica, está inspirado en las locuras que experimentaban el gordo y el flaco, en las películas blanco y negro, que tanto nos divirtieron. Siempre se proponían objetivos que eran de difícil alcance. La anécdota no se parece a ninguna de las vividas por aquellos talentosos artistas, pero como que se emparenta, por ejemplo, con la increí1ble cinta donde los cómicos se meten en un verdadero laberinto al luchar por entregar un piano vertical, que hay que subir por una larga escalera de cemento, desde la calle hasta una casa situada arriba, en un alto montículo.
ReplyDelete