Liliam Dominguez: Under the City http://www.liliamdominguez.com./ |
Por José Manuel Domínguez
Yo iba caminando, tan atormentado, que no supe de dónde había salido el viejito. Mientras más lo pienso, más difícil me es reconstruir el momento, y la lógica me dice que nadie hubiera podido decirme una frase tan larga si yo no me hubiera detenido a escucharla mientras me hablaban. Pero yo no me detuve, o al menos no recuerdo haberme detenido en aquel momento. Conviene pensar que el señor venía caminando detrás de mí; porque como digo, si hubiera venido de frente no hubiera tenido tiempo de decirme todo aquello excepto que soltara las palabras como una ráfaga de viento. En cambio, si hubiera venido por mi espalda, la cosa resultaría más fácil, más creíble, pero yo en verdad no recuerdo los detalles.
Lo vi. Como les digo, eso lo tengo claro pero las circunstancias son más oscuras. No recuerdo si me sobrepasó y siguió de largo, o si me habló, se dio la vuelta y se fue caminando a mis espaldas, o si simplemente desapareció. De cualquier modo, esto pasó hace muchos años y los lugares de la historia ya no existen. Yo caminaba por la acera de la barbería de mi infancia. Iba atormentado con mis pensamientos y era joven. Tal vez unos 24 o 25 años, no más. A esa edad, el mundo empezaba a derrumbarse. Mi padre había muerto y mi maestro de filosofía me había dicho que en la vida no había nada garantizado. Yo estaba enfermo, pero, en ese momento no estaba seguro de nada de lo que estaba pasando dentro de mí, en mi sangre, en mis células, pero igual me mataba la duda antes que la enfermedad. Estaba enfermo de algo que luego me causaría la pérdida de la visión y algunas otras pérdidas sustanciales, como la de la inocencia, por ejemplo. Entonces apareció el viejito y me dijo la frase que me ha acompañado hasta hoy como un bálsamo milagroso. Una frase que tal vez habría escuchado antes fue todo para mí en ese momento:
“Si tus males tienen remedio, de qué te quejas; y si no tienen remedio, ¿de qué te quejas?”
Fue un encuentro tan loco que si se lo hubiera contado a mis amigos lo primero que habrían pensado es que yo mismo estaba enloqueciendo. Tal vez por eso lo borré. Mi mente lo borró, y muchos años después, en días como este, he vuelto a pensar seriamente en aquel momento. Mi tormento era el de alguien que va a morir y no sabe que antes de perder la vida se pierden muchas otras cosas primero, y se ganan muchas también. Iba caminando por una de esas calles de La Habana, bajo techo, más oscura que de costumbre, con la mirada perdida en las grietas de la acera, pensando en el derrumbe que sobrevendría, mirando las marcas oscuras en la pared clara. Las marcas me dolían como si fueran mías y mi dolor tenía la forma de las grietas. Me sostenía milagrosamente, levantando los pies para no gastar la suela de mis botas nuevas de cuero. Aquellas botas y un texto en el que trabajaba febrilmente eran todo mi tesoro. Entonces aquella voz, aquella visión de un viejito cualquiera que me decía aquella frase: “Si tus males tienen remedio…”
¿Y si venía de espaldas, cómo pudo verme el rostro? ¿Cómo pudo adivinar lo que me sucedía? Hay dos respuestas posibles: una es que estuviera alucinando y que mi angustia generara aquella visión y aquellas palabras sabias como un mecanismo de defensa disparado por mi conciencia, y la otra envuelve a lo divino. Soy conciente de que la segunda es la respuesta que muchos quieren escuchar y para ellos no existe otra, pero es también la que otros no aceptarían jamás. Me da lo mismo. La historia es la que he contado y las preguntas o respuestas que generen están más allá de mi historia y del dolor sombrío que me envolvía. Tengo que decir que el dolor era sombrío, que la calle era también oscura ese día en particular. No conozco ningún dolor luminoso, o tal vez sí...
Ah, pero aquello pasó en esa edad en que los dolores son tan intensos, en que todo duele tanto porque nada se ha perdido. No se asusten. Si les cuento esto es porque estoy vivo, y aunque la enfermedad era y es real, sigue estando dentro de mí, de todas aquellas formas de morir que existían en mi mente, nacieron muchas otras formas de sobrevivir para contar el cuento. Perdí muchas cosas, pero perdí también el miedo y pocas veces en la vida se gana tanto a cambio de una pérdida tan necesaria.
Sí, otras veces he vuelto a escuchar, o si lo prefieren, a sentir palabras maravillosas, frases enteras, susurros, una palmada en el hombro o una palabra levantándome una y otra vez, pero esas pertenecen a otras historias. Este capítulo de mi había una vez privado, llegó a su fin.
José Manuel Domínguez es
director de teatro, poeta y narrador. Estudió dirección y actuación en el
Instituto Superior de Arte de La Habana. Se estableció en Miami, Florida, en el
año 2000. Le acompañan en su vida dos mujeres extraordinarias: su esposa
Marángeli y su mamá Loli, así como su perro Sombra.
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