Por Eduardo Rodríguez Solís
Iba
caminando Huicho, muy contento, tarareando un mambo de Pérez Prado, cuando, cuas, que se lo suenan con tremenda
piedra picuda.
Y lo
recogieron del suelo, donde estaba ya hecho una sopa, por la tanta sangre que
le salía, cerca de la oreja derecha.
Ya en el
hospital de la Cruz Roja, le limpiaron bien la herida, y le dieron como seis
puntadas con hijo de tripa de gato… Parecía que estaban cosiendo un dobladillo
de un pantalón.
Y, ay, cómo le ardía la herida, y cómo le
salía humo de las narices, al no saber quién se lo había sonado.
Pero la
verdad, la neta del planeta, es que él, Huicho, tenía la culpa, por andar
enamorando (sin ser correspondido) a la novia de Antonio, un muchacho “de la
cuadra”, que le decían “El ropero”.
La
muchacha, que era bonita por donde se le viera, era también simpática y
educada. Era una güerita (no artificial) que traía por la calle de la amargura,
a muchos cuates del barrio (y Huicho era uno de esos idiotas).
Y el
Huicho fue un descarado, un tonto, porque contrató a una avioneta para que
volara por la casa de María Luisa.
Y al
estar arriba de este lugar, dibujó el aparato volador, con humo rosado, el
siguiente texto: “Marilú, Huicho te quiere con toda el alma.”
Y como
todo se sabe, “El ropero”, novio de Marilú, mandó a dos jugadores de beisbol
para tronarle la cabeza al buen Huicho.
Y se la
tronaron, como todos unos profesionales, como si fuera una sandía, como si fuera
un coco.
Y no se
murió el retrasado mental de Huicho… Pero ya no volvió a molestar a gallinas
que tienen un buen gallo.
Pensó
entonces el Huicho en las palabras de un viejito que vendía “raspados” de
tamarindo y de grosella.
“A cada
hombre le tocan tres mujeres. Si no te han tocado, búscale, no te me quedes
dormido.”
Y a eso
se dedicó el buen Huicho, a buscar a su media naranja… Pero no tuvo fortuna… El
tiempo pasó y los pelos de Huicho se volvieron grises, y luego, blancos.
Y llegó el tiempo de hacerse de un buen
bastón, y luego se le vio desplazándose en una vieja silla de ruedas… Y nunca
de los nuncas apareció su media naranja…
Y cuando
casi se quedó sin pelo, cuando ya casi llegaba al horizonte de su vida, se
observaba con tristeza, ayudado por un espejo, la cicatriz que le dejaron en la
cabeza.
Pero le
quedaban los dulces recuerdos, que son propiedad privada de cada quien, y los
mambos de Pérez Prado, que son música sabrosa de todos nosotros.
Eduardo Rodríguez Solís (México, D.F.) ha publicado
libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester,
del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales
por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella
vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su
cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al
cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las
ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en
Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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