Por Eduardo
Rodríguez Solís
Se sintió lleno de energía y decidió
treparse a ese pino que llegaba hasta donde aparecen las nubes. Quería ver el
panorama desde esas alturas. Quería hacerlo. Quería matar las inquietudes que
traía dentro desde siempre.
Y se fue subiendo por el alma del pino,
por ese palo central que iba hacia arriba, señalando otros planetas o astros.
Y mientras subía, pensaba en la vida, en
la existencia que le había tocado. Porque todos estamos escritos y dibujados en
un libro. Ahí está el principio y el final de cada uno. Y nadie se salva.
Nadie.
Y cuando ese palo de la vida se iba
haciendo delgado, se detuvo a respirar y a llenar sus pulmones de más energía.
Ahí fue donde se le apareció el Ave del
Paraíso. Ahí estaba su nido, su lugar, donde dormía y reflexionaba sobre esto y
lo otro.
Entonces el hombre, el que subía por el
pino, el que buscaba panoramas nuevos de la vida, supo muchas verdades.
El Ave del Paraíso le dijo que la vida no
era fácil. Que había que buscar el camino perfecto, y que eso no se encontraba
de la noche a la mañana.
--Hay que buscar –dijo el hombre que
subía.
--Sí. Hay que buscar –dijo el Ave del
Paraíso--. Pero la búsqueda tiene que ser puntual y segura… Si no es así, el
tiempo y la vida se tiran en un gran agujero.
Y dibujó el Ave del Paraíso un jardín
repleto de flores. Ahí, al centro, se levantaba una fuente de aguas
cristalinas… Al pie de los azulejos, había un letrero que señalaba la Fuente de
la Juventud. El dibujo estaba trazado en el suelo. Las líneas, todas, estaban
perfiladas con gises de colores.
El hombre que subía por el palo del pino,
quiso seguir elevándose, pues ya casi tocaba el principio de las nubes.
Fue entonces cuando el Ave del Paraíso le
regaló al hombre una pócima sagrada. Ahí dentro estaban todas las fuerzas de
los dioses terrenales y celestes.
Por eso el hombre que subía por el pino
bebió la totalidad de ese líquido.
Y ante los ojos plácidos del Ave del
Paraíso, el hombre siguió con su tarea… Y llegó entonces al corazón de las
nubes, y supo atravesar ese territorio de gasas y llegó, finalmente, a lo más
alto.
Vio enseguida todos los panoramas. Y se
dio cuenta, de verdad, que el hombre puede hacer lo que desea.
Con la fuerza y la ayuda de las aves, que
son los espíritus de los que se fueron, se puede llegar muy lejos.
Todo depende de la ruta.
Y la ruta la vamos descubriendo poco a
poco, paso a paso, bocanada de aire a bocanada de aire…
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha
publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la
revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido
reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El
señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha
sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos
Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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