Foto: Marangeli Franco |
(Primer
fragmento de la novela Margaret)
Por
Eduardo Rodríguez Solís
Ese
cerro se levantaba como cuatrocientos metros, que sumados a los dos mil cien
del terreno plano, eran dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar.
Entonces, estando uno trepado en el mero cerro, uno estaba a dos kilómetros y
medio de altura.
Y
al estar en esa cúspide, uno respiraba dos kilómetros arriba del tope del
Empire State, en Nueva York… Es que el Empire State estaba al mero nivel del
mar.
El
cerro se llamaba El hijo del Chiquihuite. Pero hoy en día es terreno plano
porque esa punta geográfica había sido dinamitada para darle paso a una
carretera que parece que nació con viruela por los tantos agujeros que tiene.
En
el lado Norte la pendiente era de treinta grados, y en el lado Sur esa
inclinación se volvía de sesenta grados.
Ahí, en ese lado de sesenta grados estaba el pueblo. Y las casas, tenían
como barricadas en la mera pendiente. Estas barricadas protegían las delicadas
construcciones. Eran barricadas de hule, pues eran llantas usadas de camión.
Y
se subía por caminos zigzagueados, observando uno los frentes de las casitas,
que tenían muchos botes vacíos de conservas, convertidos en macetas.
Por
eso uno se sorprendía con tantos colores de las flores.
Azul, amarillo, rojo, violeta, los colores que sean, ahí estaban,
alegrando el ambiente.
Cuando venía la noche y uno observaba desde lejos, veía uno la
luminosidad de un nacimiento. Surgían las luces de colores y la visión del
pueblo semejaba un pedazo de cielo estrellado.
Pero a la media noche las luces se iban apagando, pues el tiempo de ir
al descanso empezaba y los ensueños de todos se volvían un universo de deseos.
Y
cuando daban las tres de la mañana sólo se veían algunos destellos de luz…
Luego venía el canto de los gallos y la luz, que nadie pagaba, porque se robaba
inteligentemente de los cables de alta tensión, aumentaba sus intensidades.
Luego, hombres y mujeres empezaban a bajar por esa pendiente de sesenta
grados… Había que ir al trabajo… Pero muchos iban a la busca de esta actividad
que no se tenía.
Algunas casas tenían su ángel. Pero pocos reconocían este fenómeno. El ángel
era como un guerrero, que tenía coraza de hierro y espada al aire… En algunos
casos se trataba del arcángel Gabriel o Miguel, o como se le quiera llamar…
Este ser casi de cuento era un cuidador de espíritus. Era un cuidador al
servicio de algunos.
Este ángel o arcángel se quedaba afuera de la casa. Era un eterno
“velador”, que cuidaba el sueño de quien dormía. Pero el ángel o el arcángel
era de uno, y sólo de uno.
Existía si uno quería. Y estaba ahí, al acecho de lo que fuera, si uno
hacía como un pase de magia. Así era el juego.
Y
un buen ángel te podía salvar de muchas cosas. Por ejemplo, podía desviar la
caída de la lluvia, o el efecto del frío congelante.
Si
veías de muy arriba todas esas viviendas que se levantaban en esa pendiente de
sesenta grados parecía que estabas observando una pequeña ciudad pegada a un
cerro.
Veías entonces algunos humos que salían de sus cocinas, y te dabas
cuenta que había luces encendidas a todas horas.
Imaginabas luego que ahí había muchas vidas que avanzaban hacia una mañana
triste o contenta. Eran existencias que sonaban como corazones. Porque esa
pendiente y esas viviendas estaban con sus corazones latiendo.
En
el número treinta y cinco de la zigzagueante calle de las Moras, donde
destacaban demasiadas latas vacías convertidas en macetas floreadas, vivía un
hombre joven que se llamaba Joaquín de la Fuente.
Él
siempre se levantaba muy temprano para bajar pronto hasta el camino que llegaba
a la colonia de las Cruces. Ahí, en la tortillería La Esperanza, echaba a andar
la maquinaria que movía bandas de lona.
Este
Joaquín era un hombre soltero. Había llegado de Michoacán y tenía ya ocho años
en su trabajo. Él era un soltero solitario.
Tenía un ángel imaginario.
Ese
ángel llevaba exactamente las mismas ropas que Joaquín. Y cuando éste se ponía
su atuendo de trabajo, cambiaba rápidamente la vestimenta.
Una
vez, regresando a su vivienda, después de una jornada larga y aburrida,
conversó con su sombra o su ángel imaginario.
--Qué aburrición y qué cansancio que se concentra en las piernas –dijo
Joaquín.
--La vida es así. El que piense que es un jardín de flores está mal
ubicado –dijo el ángel.
--A
mí me gustaría una sorpresa de vez en cuando –dijo Joaquín.
--Uno puede inventarse sus sorpresas. De verdad –dijo el ángel.
Joaquín y su sombra o su ángel, se fueron caminando en silencio. Ya no
había nada qué decir.
Y
cuando pasaban por los vertederos de basura, que eran verdaderas montañas de
desperdicios, se taparon las narices para evitar malos olores. Y una de las
botas de Joaquín pateó la orilla de una caja.
Era
como un pequeño cofre de madera, con sus herrajes de fierro pesado.
El
ángel señaló hacia un montón de basura y se pudo ver una cuerda muy bien trenzada.
Con esta cuerda se amarró la caja y con la punta que sobró se arrastró el
bulto.
Estaba pesado y dejaba un buen surco marcado en el suelo.
--Encontraste una sorpresa –dijo el ángel.
--Hasta no ver, no creer –dijo Joaquín.
Se
acercaron a su cerro y empezaron a subir. Había mucha gente concentrada en el
patio de la escuela primaria. Estaba de visita un político y todos esperaban
los regalos: Una camiseta con algunas frases y una torta de jamón y queso, con
su refresco de cola.
Todos gritaron cuando empezó la repartición.
Ya
de noche, gracias a un desarmador gigante y un martillo, se pudo abrir la caja.
El candado voló en pedazos.
Había muchas cosas. Recortes de prensa, fotografías de artistas de cine,
dos bolsas de terciopelo llenas de monedas y una caja de pañuelos bordados.
Las
monedas parecían de oro y los pañuelos tenían un nombre: Margaret.
Al
día siguiente, a la hora de la comida, Joaquín de la Fuente, todo oloroso a
tortilla recién hecha, se fue a ver al anticuario de la barriada.
Sobre el mostrador puso una moneda.
Ramiro, un viejo simpático, observó con cuidado la moneda, y hasta lo
hizo ayudado por una lupa.
--Por esta moneda yo te doy dos mil pesos… Si te la llevas al mero
centro de la ciudad, a lo mejor te dan tres mil pesos –dijo don Ramiro.
--Dos
mil pesos es buena lana –dijo Joaquín.
--Si tienes más, yo te las compro –dijo don Ramiro.
--Son de mi abuelo. Creo que tiene más en un cajón –dijo Joaquín.
Joaquín terminó su día de trabajo en
absoluto silencio. Tenía en su casa más de cien monedas, en las bolsas de
terciopelo. Pero también había una nota sobre diez bolsas que estaban en la
playa de la Ventosa, en Oaxaca, con un mapa que ubicaba el sitio donde se tenía
que escarbar.
Estando uno viendo hacia el mar, había que ir al último rompeolas al
Este. De ahí, había que caminar hasta la altura de la tercera palmera, al Este,
también. Y ahí, al pie de esa enorme palma real había que cavar unos cuatro
metros, en la parte de la palma que daba de frente a la orilla del mar.
--¿Qué piensas hacer? –preguntó el ángel.
---Voy a inventar que mi abuelo me dejó una herencia, y tengo que ir a
Oaxaca. Voy a pedir permiso en el trabajo –dijo Joaquín de la Fuente.
Joaquín se metió a las cobijas de su catre con la cabeza revuelta. Las
ideas giraban como volantines y no sabía qué hacer.
Se
vio llegar a la Ventosa, en Oaxaca, y tenía miedo. Pensaba que al escarbar
estaba cometiendo un delito. Estaba robando algo que francamente no era suyo.
Y
de pronto, se puso a pensar en Margaret, la dueña de los pañuelos bordados.
Se
imaginó estar con ella, en una gran explanada llena de árboles frondosos. Y
pudo ver su belleza parecida a la de la Virgen de los Remedios. Ojos atigrados,
labios bien dibujados, cabello hecho trenzas… Mirada llena de esperanzas.
Margaret. Esa era Margaret.
Vino después la planeación del viaje a Oaxaca. La aventura la iba a
hacer junto con su amiga Trinidad, una muchacha que trabajaba como mesera en un
restaurante italiano.
Esa
chica era muy atrevida. No le tenía miedo a nada. Tenía un espíritu
extremadamente aventurero.
Los
dos jóvenes pidieron permiso en sus trabajos, y en la víspera de su aventura,
buscaron un buen escondite para las dos bolsas de monedas.
En
una de las esquina de la vivienda de Joaquín, por dentro, hicieron un hoyanco
de dos metros de profundidad, y como don Ramiro, el anticuario, había buscado a
Joaquín para preguntarle si tenía otras monedas de oro, se decidió ir a cambiar
algunas monedas en otro establecimiento.
Ahí, les dieron tres mil pesos por cada moneda… Y se olvidaron para
siempre de don Ramiro.
--Se veía buena gente –dijo Joaquín.
--El es un negociante –dijo Trinidad.
El
ángel de Joaquín nada más observaba y hacía anotaciones en su mente.
Trinidad estaba enamorada de Joaquín. Ese sentimiento nació el día que
se conocieron. Cada quien por su lado fue a la función de una pastorela. Era
tiempo de navidad y la gente andaba muy alborotada. La función de la pastorela
se hacía en el patio interior de un convento.
Estaban sentados uno junto a la otra. Y precisamente cuando el Diablo
cantaba una canción muy graciosa, Trinidad apoyó su cabeza en el cuerpo de
Joaquín. Ahí empezó el amor de Trinidad hacia Joaquin.
El
Diablo, casi al final de la función, se quitó su máscara y mostró su rostro sin
una gota de maquillaje. Ya no estábamos viendo a Lucifer. Ahora teníamos ante
nuestros ojos a un actor común y corriente.
--Todo lo que vemos está detrás de un disfraz –dijo Trinidad.
--Es que todos tenemos dos caras. Somos como una moneda –dijo Joaquín.
--Águila
o Sol –dijo Trinidad.
--Y
si estuviéramos al Norte del río Bravo, Cara o Cruz –dijo Joaquín.
Entonces, cuando salieron de la función de la pastorela, pensaron que
uno debería ser igualito a una moneda, y cada mañana debería uno elevarse al
aire, dando vueltas, y luego caer, Águila o Sol. Y así comportarse todo el día,
Águila o Sol.
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha
publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la
revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido
reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picado, Sobre
los orígenes del hombre, Doncella vestida de blanco y El
señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha
sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos
Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido
representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive
y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
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