Friday, May 16, 2014

GARABATO No. 61


Foto: Marangeli Franco
 


      (Primer fragmento de la novela Margaret)

      Por Eduardo Rodríguez Solís
 

      Ese cerro se levantaba como cuatrocientos metros, que sumados a los dos mil cien del terreno plano, eran dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Entonces, estando uno trepado en el mero cerro, uno estaba a dos kilómetros y medio de altura.
      Y al estar en esa cúspide, uno respiraba dos kilómetros arriba del tope del Empire State, en Nueva York… Es que el Empire State estaba al mero nivel del mar.
      El cerro se llamaba El hijo del Chiquihuite. Pero hoy en día es terreno plano porque esa punta geográfica había sido dinamitada para darle paso a una carretera que parece que nació con viruela por los tantos agujeros que tiene.
      En el lado Norte la pendiente era de treinta grados, y en el lado Sur esa inclinación se volvía de sesenta grados.
      Ahí, en ese lado de sesenta grados estaba el pueblo. Y las casas, tenían como barricadas en la mera pendiente. Estas barricadas protegían las delicadas construcciones. Eran barricadas de hule, pues eran llantas usadas de camión.
      Y se subía por caminos zigzagueados, observando uno los frentes de las casitas, que tenían muchos botes vacíos de conservas, convertidos en macetas.
      Por eso uno se sorprendía con tantos colores de las flores.
      Azul, amarillo, rojo, violeta, los colores que sean, ahí estaban, alegrando el ambiente.
      Cuando venía la noche y uno observaba desde lejos, veía uno la luminosidad de un nacimiento. Surgían las luces de colores y la visión del pueblo semejaba un pedazo de cielo estrellado.
      Pero a la media noche las luces se iban apagando, pues el tiempo de ir al descanso empezaba y los ensueños de todos se volvían un universo de deseos.
      Y cuando daban las tres de la mañana sólo se veían algunos destellos de luz… Luego venía el canto de los gallos y la luz, que nadie pagaba, porque se robaba inteligentemente de los cables de alta tensión, aumentaba sus intensidades.
      Luego, hombres y mujeres empezaban a bajar por esa pendiente de sesenta grados… Había que ir al trabajo… Pero muchos iban a la busca de esta actividad que no se tenía.
      Algunas casas tenían su ángel. Pero pocos reconocían este fenómeno. El ángel era como un guerrero, que tenía coraza de hierro y espada al aire… En algunos casos se trataba del arcángel Gabriel o Miguel, o como se le quiera llamar… Este ser casi de cuento era un cuidador de espíritus. Era un cuidador al servicio de algunos.
      Este ángel o arcángel se quedaba afuera de la casa. Era un eterno “velador”, que cuidaba el sueño de quien dormía. Pero el ángel o el arcángel era de uno, y sólo de uno.
      Existía si uno quería. Y estaba ahí, al acecho de lo que fuera, si uno hacía como un pase de magia. Así era el juego.
      Y un buen ángel te podía salvar de muchas cosas. Por ejemplo, podía desviar la caída de la lluvia, o el efecto del frío congelante.
     Si veías de muy arriba todas esas viviendas que se levantaban en esa pendiente de sesenta grados parecía que estabas observando una pequeña ciudad pegada a un cerro.
      Veías entonces algunos humos que salían de sus cocinas, y te dabas cuenta que había luces encendidas a todas horas.
      Imaginabas luego que ahí había muchas vidas que avanzaban hacia una mañana triste o contenta. Eran existencias que sonaban como corazones. Porque esa pendiente y esas viviendas estaban con sus corazones latiendo.
      En el número treinta y cinco de la zigzagueante calle de las Moras, donde destacaban demasiadas latas vacías convertidas en macetas floreadas, vivía un hombre joven que se llamaba Joaquín de la Fuente.
      Él siempre se levantaba muy temprano para bajar pronto hasta el camino que llegaba a la colonia de las Cruces. Ahí, en la tortillería La Esperanza, echaba a andar la maquinaria que movía bandas de lona.
      Este Joaquín era un hombre soltero. Había llegado de Michoacán y tenía ya ocho años en su trabajo. Él era un soltero solitario.
      Tenía un ángel imaginario.
      Ese ángel llevaba exactamente las mismas ropas que Joaquín. Y cuando éste se ponía su atuendo de trabajo, cambiaba rápidamente la vestimenta.
      Una vez, regresando a su vivienda, después de una jornada larga y aburrida, conversó con su sombra o su ángel imaginario.
      --Qué aburrición y qué cansancio que se concentra en las piernas –dijo Joaquín.
      --La vida es así. El que piense que es un jardín de flores está mal ubicado –dijo el ángel.
      --A mí me gustaría una sorpresa de vez en cuando –dijo Joaquín.
      --Uno puede inventarse sus sorpresas. De verdad –dijo el ángel.
      Joaquín y su sombra o su ángel, se fueron caminando en silencio. Ya no había nada qué decir.
      Y cuando pasaban por los vertederos de basura, que eran verdaderas montañas de desperdicios, se taparon las narices para evitar malos olores. Y una de las botas de Joaquín pateó la orilla de una caja.
      Era como un pequeño cofre de madera, con sus herrajes de fierro pesado.
      El ángel señaló hacia un montón de basura y se pudo ver una cuerda muy bien trenzada. Con esta cuerda se amarró la caja y con la punta que sobró se arrastró el bulto.
      Estaba pesado y dejaba un buen surco marcado en el suelo.
      --Encontraste una sorpresa –dijo el ángel.
      --Hasta no ver, no creer –dijo Joaquín.
      Se acercaron a su cerro y empezaron a subir. Había mucha gente concentrada en el patio de la escuela primaria. Estaba de visita un político y todos esperaban los regalos: Una camiseta con algunas frases y una torta de jamón y queso, con su refresco de cola.
      Todos gritaron cuando empezó la repartición.
      Ya de noche, gracias a un desarmador gigante y un martillo, se pudo abrir la caja. El candado voló en pedazos.
      Había muchas cosas. Recortes de prensa, fotografías de artistas de cine, dos bolsas de terciopelo llenas de monedas y una caja de pañuelos bordados.
      Las monedas parecían de oro y los pañuelos tenían un nombre: Margaret.
      Al día siguiente, a la hora de la comida, Joaquín de la Fuente, todo oloroso a tortilla recién hecha, se fue a ver al anticuario de la barriada.
      Sobre el mostrador puso una moneda.
      Ramiro, un viejo simpático, observó con cuidado la moneda, y hasta lo hizo ayudado por una lupa.
      --Por esta moneda yo te doy dos mil pesos… Si te la llevas al mero centro de la ciudad, a lo mejor te dan tres mil pesos –dijo don Ramiro.
      --Dos mil pesos es buena lana –dijo Joaquín.
      --Si tienes más, yo te las compro –dijo don Ramiro.
      --Son de mi abuelo. Creo que tiene más en un cajón –dijo Joaquín.
      Joaquín terminó su día de trabajo en absoluto silencio. Tenía en su casa más de cien monedas, en las bolsas de terciopelo. Pero también había una nota sobre diez bolsas que estaban en la playa de la Ventosa, en Oaxaca, con un mapa que ubicaba el sitio donde se tenía que escarbar.
      Estando uno viendo hacia el mar, había que ir al último rompeolas al Este. De ahí, había que caminar hasta la altura de la tercera palmera, al Este, también. Y ahí, al pie de esa enorme palma real había que cavar unos cuatro metros, en la parte de la palma que daba de frente a la orilla del mar.
      --¿Qué piensas hacer? –preguntó el ángel.
      ---Voy a inventar que mi abuelo me dejó una herencia, y tengo que ir a Oaxaca. Voy a pedir permiso en el trabajo –dijo Joaquín de la Fuente.
      Joaquín se metió a las cobijas de su catre con la cabeza revuelta. Las ideas giraban como volantines y no sabía qué hacer.
      Se vio llegar a la Ventosa, en Oaxaca, y tenía miedo. Pensaba que al escarbar estaba cometiendo un delito. Estaba robando algo que francamente no era suyo.
      Y de pronto, se puso a pensar en Margaret, la dueña de los pañuelos bordados.
      Se imaginó estar con ella, en una gran explanada llena de árboles frondosos. Y pudo ver su belleza parecida a la de la Virgen de los Remedios. Ojos atigrados, labios bien dibujados, cabello hecho trenzas… Mirada llena de esperanzas.
      Margaret. Esa era Margaret.
      Vino después la planeación del viaje a Oaxaca. La aventura la iba a hacer junto con su amiga Trinidad, una muchacha que trabajaba como mesera en un restaurante italiano.
      Esa chica era muy atrevida. No le tenía miedo a nada. Tenía un espíritu extremadamente aventurero.
      Los dos jóvenes pidieron permiso en sus trabajos, y en la víspera de su aventura, buscaron un buen escondite para las dos bolsas de monedas.
      En una de las esquina de la vivienda de Joaquín, por dentro, hicieron un hoyanco de dos metros de profundidad, y como don Ramiro, el anticuario, había buscado a Joaquín para preguntarle si tenía otras monedas de oro, se decidió ir a cambiar algunas monedas en otro establecimiento.
      Ahí, les dieron tres mil pesos por cada moneda… Y se olvidaron para siempre de don Ramiro.
      --Se veía buena gente –dijo Joaquín.
      --El es un negociante –dijo Trinidad.
      El ángel de Joaquín nada más observaba y hacía anotaciones en su mente.
      Trinidad estaba enamorada de Joaquín. Ese sentimiento nació el día que se conocieron. Cada quien por su lado fue a la función de una pastorela. Era tiempo de navidad y la gente andaba muy alborotada. La función de la pastorela se hacía en el patio interior de un convento.
      Estaban sentados uno junto a la otra. Y precisamente cuando el Diablo cantaba una canción muy graciosa, Trinidad apoyó su cabeza en el cuerpo de Joaquín. Ahí empezó el amor de Trinidad hacia Joaquin.
      El Diablo, casi al final de la función, se quitó su máscara y mostró su rostro sin una gota de maquillaje. Ya no estábamos viendo a Lucifer. Ahora teníamos ante nuestros ojos a un actor común y corriente.
      --Todo lo que vemos está detrás de un disfraz –dijo Trinidad.
      --Es que todos tenemos dos caras. Somos como una moneda –dijo Joaquín.
      --Águila o Sol –dijo Trinidad.
      --Y si estuviéramos al Norte del río Bravo, Cara o Cruz –dijo Joaquín.
      Entonces, cuando salieron de la función de la pastorela, pensaron que uno debería ser igualito a una moneda, y cada mañana debería uno elevarse al aire, dando vueltas, y luego caer, Águila o Sol. Y así comportarse todo el día, Águila o Sol.

                  
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester, del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales por Banderitas de papel picadoSobre los orígenes del hombreDoncella vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway, New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)
 
 
 

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