(Segundo fragmento de la novela Margaret)
Después de un viaje largo, con algunas fallas mecánicas del autobús y
una ponchadura, llegaron a La Ventosa.
Antes de meterse en el único hotel del lugar, fueron a reconocer el
sitio donde tenían que cavar.
Y
cuando, tomados de las manos, contemplaron el mar, se imaginaron sacando ese
tesoro de monedas.
Iban, mitad y mitad. De cada dos monedas de oro, una era para Trinidad y
la otra para Joaquín.
Se
fueron después al hotel y pidieron un cuarto con vista al mar. Compraron algo
de comer y se metieron en sus cucarachentas cuatro paredes.
Y
cuando se hizo de noche se fueron a la playa. Arrastraban un gran costal negro
y llevaban buenas palas.
Empezaron la tarea.
A
las dos horas, un guardia, lámpara en mano, se acercó a preguntar qué hacían.
Entonces, Trinidad dijo que estaban preparando el terreno para una
escultura de arena que iban a hacer.
--Vamos a hacer una miniatura del Zócalo de la ciudad de México –dijo
Joaquín.
El
guardia dijo que una vez que fue a la ciudad de México, vio a un hombre mosca
que subió al más alto de los campanarios de la Catedral.
El
guardia consultó la hora y dijo que su turno de vigilancia había terminado… Y
se despidió de la pareja.
Se
quedaron solos y reanudaron su tarea. De pronto, un milagro que se esperaba. El
ángel de Joaquín apareció. Se le veía muy optimista. (Pero, como es natural,
esta presencia sólo era captada por Joaquín.)
La
luz de la luna se volvió como de oro. Es que el astro, amigo de los enamorados,
estaba quizás sentimental.
Y,
albricias, salió la primera bolsa de monedas.
Siguieron entonces como verdaderos topos, rascando ahora la arena con
las uñas. Pero la maldita arena estaba como chiclosa. Parecía masa para hacer
pan.
Respiraban los dos con mucho ritmo, con harta plenitud. Y la sombra o el
ángel de Joaquín medio observaba las acciones.
Casi sin ser vistos, después de emparejar la arena alrededor de la
dichosa palma, se alejaron del lugar, arrastrando su tesoro.
Cuando entraron a su cuarto, en el hotel, aventaron la bolsa negra en un
rincón y pusieron encima las palas.
Trinidad se tiró en la cama y Joaquín se acostó en el suelo. Estaban
abatidos, parecía que acababan de llegar de un frente de guerra.
La
bolsa de plástico negra, con su pesado contenido, la metieron en una bolsa de
lona verde que tenía el emblema del Army de los Estados Unidos… Luego, salió
Joaquín con las dos palas y se fue hasta un depósito enorme de basura, y ahí
las echó.
Poco después, salieron con sus mochilas a la espalda y el bolsón del
Army, y se fueron hasta la administración del hotel.
Checaron su salida y se tomaron un café con crema, y se comieron unas
galletitas.
Se
despidieron de una linda negrita, que estaba detrás del mostrador, resolviendo
un crucigrama.
--¿Qué es algo que camina y a veces araña? Tiene cuatro letras y empieza
con “ge” –preguntó la negrita.
--Gato –dijo Joaquín.
--También puede ser “gata” –agregó Trinidad.
Todos se miraron y sonrieron.
El
zócalo de La Ventosa tiene unas arcadas muy elegantes. Parecen moriscas. Y la
iglesia del lugar tiene muchos nichos a la vista, con santos y ángeles por
todos lados.
Hay
algunos restaurantes y muchos puestos de frutas y verduras. Hay siempre muchos
niños que se te acercan y “te mueven la panza” por diez pesos. Y a veces anda
por ahí un cancionero muy entonado. Trae una guitarra con un letrero que dice
“esta guitarra fue propiedad de John Lennon”, lo cual es una positiva mentira….
Ya caliente, este cantor te toca y te canta algo de los Beatles.
Estando esperando su desayuno, los jóvenes tuvieron la visita de una
niña pelirroja.
--¿Les muevo la panza por diez pesos? –dijo la niña.
--Pues, ya vas –dijo Trinidad.
La
niña hizo su acto y los jóvenes se carcajearon.
En
los portales mismos, compraron dos paliacates, y con esos pañuelos, de diseños
muy árabes, hicieron un amarradijo y Trinidad se lo puso en el cuello y ahí
metió el antebrazo derecho.
Con
este artificio se acercaron a un taxista que estaba esperando clientela.
--Nos urge irnos a la ciudad de México. Mi novia tiene una fractura y
allá la van a atender –dijo Joaquín.
El
taxista no podía hacer el viaje a la Capital, porque no tenía llanta de refacción.
Pero tenía un compadre que tenía una camioneta muy buena.
El
taxista sacó su celular y le llamó a su compadre. Y la conversación que sostuvo
la hizo en idioma náhuatl. Entonces Trinidad y Joaquín se quedaron en la Luna
de Valencia, porque no entendían nada,
Dos
horas después, ya estaban en la carretera. El viaje iba a costar tres mil
pesos. La camioneta tenía dos asientos y una parte descubierta. Los dos
compadres iban adelante, y ellos, los dueños del tesoro, iban detrás… Como
quisieron saber cómo fue el accidente de Trinidad, la muchacha “fracturada”
contó su historia.
Quisieron subir al Pico del Pirata, que es una parte de un volcán
apagado, muy cerca de La Ventosa. Y cuando casi llegaban a la punta, Trinidad
perdió el equilibrio y se desbarrancó.
Cayó,
dando vueltas, unos cien metros.
La
mentira, el cuento chino, fue creído por los compadres, quienes dialogaron un
poco en náhuatl, carcajeándose un poco.
Iban a buena velocidad y el paisaje cambiaba. Los colores de las flores
variaban. Si uno se elevaba del nivel del mar, había cambio de vegetación.
A
veces se encontraba uno con grandes letreros de campañas políticas. Algunos
nombres que se leían parecían de actores de cine, pero había muchos nombres que
daban risa.
Y
en una recta que no terminaba, se quedaron dormidos, pero la bolsa verde del
Army estaba medio abrazada por Joaquín.
Entraron a la ciudad de México con tremendo aguacero. Había charcos y
lagunas por todos lados, y de repente, había ríos que bajaban de colinas y
cerros.
A
veces, de verdad, parecía que uno andaba en Venecia, por los tantos canales
acuosos.
Luego, se acercaron al Hijo del Chiquihuite… El viaje terminaba…
Empapados, subieron por ese lado de los sesenta grados. El lodo estaba
pastoso… Te metías en él y casi te quedabas pegado para siempre.
Y
llegaron a la vivienda de Joaquín de la Fuente. Estaban en el número treinta y
cinco de la curva calle de las Moras.
Metieron la bolsa de lona verde, que ya no se veía verde por la negrura
del lodo que se fue pegando en la subida.
Aventaron sus mochilas en un rincón y se recostaron en el camastro.
El
eterno ángel observaba a la pareja. Respiraba con amplitud. El viaje, el largo
viaje, había terminado, gracias a todos los santos… Gracias a todos los ángeles
que por ahí pululaban.
La
sombra o el ángel de Joaquín se miraba las manos, y luego veía hacia la ventana
y deseaba que su mirada llegara hasta donde ya no se puede mirar.
Cuando paró la lluvia y todo se secó, y el lodo se volvió como barro de
alfarero, fuerte, como cemento, la joven Trinidad arregló un poco su pelo, y se
despidió de Joaquín. Y antes de salir a la casi noche, recibió diez monedas de
oro, a cuenta de su parte.
Joaquín empezó a poner las cosas en orden… En otro rincón de su cuarto
abrió un hoyo profundo para colocar las bolsas que habían traído de La Ventosa.
Echó luego la tierra sacada y apisonó el terreno.
Luego sacó la bolsa de lona para que se secara y se puso frente a la
caja que había encontrado en la basura… Extendió uno de los pañuelos y estuvo
mirando las letras de Margaret.
--¿Vivirá la Margaret? –se preguntó Joaquín.
Entonces se escuchó que alguien tocaba a la puerta de su vivienda, y el
ángel, que por ahí andaba, fue a ver quién era.
El
ángel invitó a Margaret y una mujer muy elegante entró a la mirada de Joaquín.
--Yo soy Margaret –dijo la mujer.
Y
se dio la vuelta para que fuera bien observada.
Efectivamente, era una dama muy bella. Parecía como princesa de un
cuento de hadas.
Pero la ilusión se borró de los ojos de Joaquín. Ahora Margaret era
parte de la nada que rodea a los solitarios. Y Joaquín era un solitario de
siempre, de todos los días.
Colocando el pañuelo en la pared, gracias a un alfiler, se echó para
atrás y se dio cuenta que el tiempo avanzaba a gran velocidad.
Entonces, se quitó la ropa y se dio un baño a jicarazos, en las afueras
de su vivienda. Luego, se vistió como de rayo… Puso candado en la puerta y
empezó a bajar la pendiente de sesenta grados.
Y
mientras caminaba hacia la tortillería, se puso a chiflar La Bikina. Esa canción le gustaba. Era como un himno que te llenaba
de energía.
Y,
de pronto, dejó de ser un chiflador solitario, y formó parte de un coro que
seguía con la bonita tonada… Niños, niñas y él mismo producían una particular
sinfonía. Y hasta en un momento el conjunto de chifladores se parecía a una
película musical de las que se hacen en Hollywood.
Y
la cámara filmadora se iba para arriba, como trepando una torre, y en la
pantalla se veía a una multitud silbando esa Bikina prodigiosa.
Y
Joaquín se internó en su mundo de las tortillas.
La
vida de Joaquín y Trinidad cambió un poco, perdón, un tanto. Ahora había dinero
de sobra, pero había que andarse con cuidado, ya que todos sus conocidos tenían
que pensar lo de siempre, porque Joaquín y Trinidad seguían en las mismas, con
los escasos pesos en la bolsa.
Y
con discreción absoluta, cambiaban las monedas de oro en distintos lugares. Y
si alguien preguntaba de dónde salían esas monedas, había que decir que eran
producto del juego, de la baraja.
Pero un día Joaquín se llenó de miedo. Lo seguían tres tipos mal
encarados. Entonces él se metió a una farmacia donde lo conocían.
El
dueño del establecimiento lo llamó por su nombre y los tipos cambiaron su
actitud.
--No te asustes. Creíamos que eras Alonso, y ya vemos que no eres. No te
espantes. No hay tos –dijo el que se veía de más edad.
--Pues yo me llamo Joaquín y trabajo en la tortillería.
--No hay tos –dijeron los tipos, mientras se alejaban.
Joaquín respiró. Lo habían confundido.
En
la colonia Moctezuma encontraron dos casitas, que parecían gemelas. La dueña,
que vivía en Acapulco, estaba cansada de andar persiguiendo a la gente para el
puntual pago de la renta… Para ellos, el precio total de las dos casitas era
una ganga. Y Joaquín iba a comprar también una tortillería que estaba a dos
cuadras.
Joaquín y Trinidad iban a dividir una casita para los dos. La otra, la
iban a rentar.
Cuando Joaquín se separó de la tortillería, donde trabajó muchos años,
le hicieron una fiesta de despedida. Tronaron cohetes y rompieron una piñata,
como si fuera posada decembrina. Y llegó mucha gente. Trinidad, desde luego,
era de las principales invitadas.
La
comida se preparó en el restaurante italiano, donde Trinidad trabajaba de
mesera. Hubo ensalada, ravioles y pastel de chocolate, y se descorcharon
algunas botellas de vino tinto, aunque muchos optaron por el refresco de cola o la cuba libre o la
cerveza.
Una
noche sostuvo un diálogo con su ángel.
El
ángel le dijo que le gustaban mucho las casitas que compraron. Y que las
muchachas que rentaron una de las casas eran muy agradables.
--A
mí me encanta la chaparrita –dijo Joaquín.
--A
mí me gusta la alta. Ella es muy servicial y muy “cantora” –dijo el ángel.
Esa
muchacha agarraba la guitarra y nunca paraba. Interpretaba canciones de todos
los tiempos. Era artista de corazón.
Bueno, pero creo que ya es hora de hacer aparecer una nueva sorpresa. La
novelita que escribimos ahora lo está exigiendo.
Entonces, hagamos un cambio de escenario, y veamos al buen Joaquín
caminando, un sábado en la tarde, por el centro de la ciudad.
Eduardo Rodríguez Solís (D.F.) ha publicado libros
de teatro, cuento y novela. Fue el primer editor de la revista Mester,
del Taller de Juan José Arreola. Ha recibido reconocimientos nacionales
por Banderitas de papel picado, Sobre los orígenes del hombre, Doncella
vestida de blanco y El señor que vestía pulgas. Su cuento San
Simón de los Magueyes ha sido premiado y llevado al cine por Alejandro
Galindo, con guión de Carlos Bracho. Su obra de teatro Las ondas de la
Catrina ha sido representada en muchos países, así como en Broadway,
New York. Actualmente vive y trabaja en Houston, Texas. (erivera1456@yahoo.com)